Oración dominical
2. Prefacio. Los espíritus nos han recomendado que colocáramos la "oración dominical" al principio de esta colección, no sólo como oración, sino como símbolo de todas las oraciones, es la que colocan en primer lugar, sea porque viene del mismo Jesús (San Mateo, cap. VI, v. de 9 a 13), sea porque pueda suplirlas a todas, según el pensamiento que se une a ellas. Es el más perfecto modelo de concisión, verdadera obra maestra de sublimidad es su sencillez.
En efecto, a pesar de su brevedad, resume todos los deberes del hombre para con Dios, para consigo mismo y para con el prójimo: encierra una profesión de fe, un acto de adoración y de sumisión, la petición de las cosas necesarias a la vida, y el principio de caridad.
Decirla a la intención de alguno, es pedir para él lo que pediríamos para nosotros mismos.
Sin embargo, en razón mismo de su brevedad, el sentido profundo encerrado en algunas palabras de las que se compone, pasa desapercibido para la mayor parte; generalmente se dice sin dirigir el pensamiento sobre las aplicaciones de cada una de sus partes; se dice como una fórmula cuya eficacia es proporcionada al número de veces que se repite; así es que casi siempre es el número cabalístico de "tres, siete, o nueve", sacados de la antigua creencia supersticiosa que atribuía una virtud a los números, y que se usaba en las operaciones de la magia.
Para suplir el vacío que la concisión de esta oración deja en el pensamiento, según el consejo y con la asistencia de los buenos espíritus, se ha añadido a cada proposición un comentario que desarrolla su sentido y ensena sus aplicaciones. Según las circunstancias y el tiempo disponible, se puede decir la oración dominical "sencillamente o comentariada".
3. Oración. - I. "¡Padre nuestro que estás en los cielos santificado sea el tu nombre!".
Creemos en vos, Señor, porque todo revela vuestro poder y vuestra bondad. La armonía del Universo atestigua una sabiduría, una prudencia y una previsión tales, que sobrepujan a todas las facultades humanas, el nombre de un ser soberanamente grande y sabio está inscripto en todas las obras de la creación, desde la hebra de la más pequeña planta y desde el más pequeño insecto, hasta los astros que se mueven en el espacio; en todas partes vemos la prueba de una solicitud paternal, por eso es ciego el que no os reconoce en vuestras obras, orgulloso el que no os glorifica, e ingrato el que no os da las gracias.
II. "¡Venga a nos el tu reino!"
Señor, habéis dado a los hombres leyes llenas de sabiduría, que producirían su felicidad si las observasen; con esas leyes harían reinar entre ellos la paz y la justicia, se ayudarían mutuamente en vez de perjudicarse como lo hacen, el fuerte sostendría al débil y no lo abatiría, evitando los males que engendran los abusos y los excesos de todas clases. Todas las miserias de la tierra tienen su origen en la violación de vuestras leyes, porque no hay una sola infracción que no tenga fatales consecuencias.
Habéis dado al bruto el instinto que le traza el límite de lo necesario, y maquinalmente se conforma a él; pero al hombre además de su instinto, le habéis dado la inteligencia y la razón; le habéis dado también la libertad de observar o de infringir aquellas de vuestras leyes que le conciernen personalmente, esto es, de elegir entre el bien y el mal, a fin de que tenga el mérito y la responsabilidad de sus acciones.
Nadie puede alegar que ignora vuestras leyes, porque en vuestro cariño habéis querido que estuviesen grabadas en la conciencia de cada uno, sin distinción de cultos ni de naciones; los que las violan es porque os desconocen.
Vendrá un día, según vuestra promesa, en que todos las practicarán; entonces la incredulidad habrá desaparecido; todos os reconocerán como el Soberano Señor de todas las cosas, y el reino de vuestras leyes será vuestro reino en la Tierra.
Dignáos, Señor, activar su advenimiento dando a los hombres la luz necesaria para que se conduzcan por el camino de la verdad.
III. "¡Hágase tu voluntad así en la Tierra como en el Cielo!".
Si la sumisión es un deber del hijo para con su padre y del inferior para con su superior ¡cuánto más grande debe ser la de la criatura para con su Criador! Hacer vuestra voluntad, Señor, es observar vuestras leyes y someterse sin murmurar a vuestros divinos decretos; el hombre se someterá a ellos, cuando comprenda que sois origen de toda sabiduría, y que sin vos nada puede; entonces realizará vuestra voluntad en la Tierra, como los elegidos en el Cielo.
IV. "El pan nuestro de cada día, dádnosle hoy".
Dadnos el alimento para conservar las fuerzas del cuerpo; dadnos también el alimento espiritual para el desarrollo de nuestro espíritu.
El bruto encuentra su alimento; pero el hombre lo debe a su propia actividad y a los recursos de su inteligencia porque vos le habéis creado libre.
Vos le habéis dicho: "Extraerás tu alimento de la tierra con el sudor de tu frente"; por eso habéis hecho una obligación del trabajo a fin de que ejercitara su inteligencia buscando los medios de proveer a su necesidad y a su bienestar; los unos por el trabajo material, y los otros por el trabajo intelectual; sin trabajo quedaría estacionado y no podría aspirar a la felicidad de los espíritus superiores.
Vos secundáis al hombre de buena voluntad que confía en vos para lo necesario, pero no al hombre que se complace en la ociosidad, que todo quisiera obtenerlo sin pena, ni al que busca lo superfluo. (Cap. XXV).
¡Cuántos hay que sucumben por su propia falta, por su injuria, por su imprevisión o por su ambición, y por no haber querido contentarse con lo que les habéis dado! Esos son los artífices de su propio infortunio, y no tienen derecho de quejarse, porque son castigados por donde han pecado. Pero ni aún a esos abandonáis porque sois infinitamente misericordioso, sino que les tendéis una mano caritativa desde el momento en que, como el hijo pródigo, vuelve sinceramente a vos. (Cap. V, núm. 4).
Antes de quejamos de nuestra suerte, preguntémonos si es producto de nuestras propias acciones: a cada desgracia que nos sucede, preguntémonos si hubiese dependido de nosotros el evitarla: pero digamos también que Dios nos ha dado la inteligencia para salir del atolladero, y que de nosotros depende el hacer uso de elra.
Puesto que la ley del trabajo es la condición del hombre en la tierra, dadnos ánimo y fuerza para cumplirla; dadnos también prudencia, previsión y moderación, con el fin de no petder el fruto de este trabajo.
Dadnos, pues, Señor, nuestro pan de cada día, es decir, los medios de adquirir con el trabajo las cosas necesarias a la vida, porque nadie tiene derecho de reclamar lo superfluo.
Si nos es imposible trabajar, confiamos en vuestra Divina Providencia.
Si entra en vuestros designios el probarnos por las más duras privaciones, a pesar de nuestros esfuerzos, las aceptamos como justa expiación de las faltas que hayamos podido cometer en esta vida o en una vida precedente, porque vos sois justo; sabemos que no hay penas inmerecidas, y que jamás castigáis sin causa.
Preservadnos, Dios mio, de concebir la envidia contra los que poseen lo que nosotros no tenemos, ni contra aquellos que tienen lo superfluo cuando a nosotros nos hace falta lo necesario. Perdonadles si olvidan la ley de caridad y de amor al prójimo que les habéis enseñado. (Cap. XVI, núm. 8).
Separad también de nuestro espíritu el pensamiento de negar vuestra justicia, viendo prosperar al malo, y al hombre de bien sumergido algunas veces en la desgracia. Gracias a las nuevas luces que habéis tenido a bien darnos, sabemos ahora que vuestra justicia se cumple siempre y no hace falta a nadie; que la prosperidad material del malo es efímera, como su existencia corporal, y que sufrirá terribles contratiempos, mientras que la alegría reservada al que sufre con resignación será eterna. (Cap. V, núms. 7, 9, 12 y 18).
V. "Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores. - Perdónanos nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido".
Cada una de nuestras infracciones a vuestras leyes, Señor, es una ofensa hacia vos, y una deuda contraída que tarde o temprano tendrá que pagarse. Solicitamos la remisión de ellas de vuestra infinita misericordia, y os prometemos hacer los debidos esfuerzos para no contraer nuevas deudas.
Vos habéis hecho una ley expresa de la caridad; pero la caridad no consiste sólo en asistir a su semejante en la necesidad: consiste también en el olvido y en el perdón de las ofensas. ¿Con qué derecho reclamaríamos vuestra indulgencia, si nosotros mismos faltásemos a ella con respecto a aquellos contra quienes tenemos motivos de quejas?
¡Dadnos! ¡Dios mío! la fuerza para ahogar en nuestra alma todo sentimiento, todo odio y rencor; "haced que la muerte no nos sorprenda con un deseo de venganza en el corazón". Si hoy mismo os place el quitarnos la vida, haced que podamos presentarnos a vos puros de toda animosidad, a ejemplo de Cristo, cuyas últimas palabras fueron de clemencia para sus verdugos. (Cap. X).
Las persecuciones que nos hacen sufrir los malos, son parte de nuestras pruebas y debemos aceptarlas sin murmurar, como todas las otras pruebas, y no maldecir a aquéllos que con sus maldades nos facilitan la senda de la felicidad eterna, pues vos nos habéis dicho por boca de Jesús: "¡Felices los que sufren por la justicia!". Bendigamos, pues, la mano que nos hiere y nos humilla, porque las heridas del cuerpo nos fortifican nuestra alma y seremos levantados de nuestra humildad. (Cap. XII, núm. 4).
Bendito sea vuestro nombre, Señor, por habernos enseñado que nuestra suerte no está irrevocablemente fijada después de la muerte, y que encontraremos en otras existencias los medios de rescatar y de reparar nuestras faltas pasadas, cumpliendo en una nueva lo que no podemos hacer en ésta para nuestro adelantamiento. (Cap. IV y V, núm. 5).
Con esto se explican, en fin, todas las anomalías aparentes de la vida, pues es la luz derramada sobre nuestro pasado y nuestro porvenir, la señal resplandeciente de vuestra soberana justicia y de vuestra bondad infinita.
VI. "No nos dejes caer en la tentación, más líbranos de todo mal'' (1)
Dadnos, Señor, fuerza para resistir a las sugestiones de los malos espíritus que intentasen desviarnos del camino del bien, inspirándonos malos pensamientos.
Pero nosotros mismos somos espíritus imperfectos encarnados en la tierra para expiar y mejorarnos. La causa primera del mal reside en nosotros, y los malos espíritus no hacen más que aprovecharse de nuestras inclinaciones viciosas, en las cuales nos mantienen para tentarnos.
Cada imperfección es una puerta abierta a su influencia, mientras que son impotentes y renuncian a toda tentativa contra los seres perfectos. Todo lo que nosotros podamos hacer para separarlos, es inútil, si no les oponemos una voluntad inquebrantable en el bien, renunciando absolutamente al mal. Es, pues, necesario, dirigir nuestros esfuerzos contra nosotros mismos, y entonces los malos espíritus se alejarán naturalmente, porque el mal es el que los atrae, mientras que el bien los rechaza. (Véase Oraciones para los obsesados).
Señor, sostenednos en nuestra debilidad, inspirándonos por la voz de nuestros ángeles custodios y los buenos espíritus, la voluntad de corregimos de nuestras imperfeciones, con el fin de cerrar a los espíritus impuros el acceso de nuestra alma. (Véase núm. 11).
El mal no es obra vuestra, Señor, porque el origen de todo bien nada malo puede engendrar; nosotros mismos somos los que lo creamos infringiendo vuestras leyes por el mal uso que hacemos de la libertad que nos habéis dado. Cuando los hombres observen vuestras leyes, el mal desaparecerá de la tierra como ha desaparecido de los mundos más avanzados.
El mal no es una necesidad fatal para nadie, y sólo parece irresistible a aquellos que se abandonan a él con complacencia. Si tenemos la voluntad de hacerlo, podemos también tener la de hacer el bien; por eso, Dios mío, pedimos vuestra asistencia y la de los buenos espíritus para resistir a la tentación.
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(1) Algunas traducciones dicen: "No nos induzcáis en la tentación" (et ne nos inducas in tentationem); esta expresión daría a entender que la tentación viene de Dios, que él induce voluntariamente a los hombres al mal; pensamiento blasfematorio que asimilaría Dios a Satanás, y no puede haber sino el de Jesús. Por lo demás, está conforme con la doctrina vulgar sobre la misión atribuída a los demonios. (Véase "Cielo e Infierno", cap. X: Los demonios).
VII. "Amén".
¡Haced, Señor, que nuestros deseos se cumplan! Pero nos inclinamos ante vuestra sabiduría infinita. Sobre todas las cosas que no nos es dado comprender, que se haga vuestra santa voluntad, y no la nuestra, porque Vos sólo queréis nuestro bien y sabéis mejor que nosotros lo que nos conviene.
Os dirigimos esta plegaria, ¡oh, Dios mio!, por nosotros mismos, por todas las almas que sufren, encarnadas o desencarnadas, por nuestros amigos y enemigos, que por todos aquellos que pidan nuestra asistencia, y en particular por N...
Solicitamos, sobre todo, vuestra misericordia y vuestra bendición.
Nota. - Aquí se pueden formular las gracias a Dios por lo que nos haya concedido, y lo que cada uno quiera pedir para sí o para otro. (Véanse más adelante las oraciones números 26 y 27.)