EL EVANGELIO SEGÚN EL ESPIRITISMO

Allan Kardec

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11. ¡La paz del Señor sea con vosotros, queridos amigos! Vengo a animaros a seguir el buen camin.


A los pobres espíritus que en otro tiempo habitaban la tierra, Dios les da la misión de iluminaros. Bendito sea, por la gracia que nos concede de poder favorecer vuestro mejoramiento. ¡Que el Espíritu Santo me ilumine y me ayude, para que mi palabra sea comprensible, y que me haga la gracia de que esté al alcance de todos! ¡Vosotros, encarnados, que estáis en pena y buscáis la luz, que la voluntad de Dios venga en mi ayuda para hacerla brillar a vuestros ojos!


La humildad es una virtud muy olvidada entre vosotros; los grandes ejemplos que se os han dado se han seguido muy poco, y, sin embargo, sin humildad, ¿podéis, acaso, ser caritativos con vuestro prójimo? ¡Oh! no, porque ese sentimiento nivela a los hombres; él les dice que son hermanos, que deben ayudarse entre sí, y las conduce al bien. Sin humildad hacéis gala de virtudes que no tenéis, como si lleváis un vestido para ocultar las deformidades de vuestro cuerpo. Acordáos de "Aquel" que nos salvó; recordad su humildad, que tan grande le hizo y le elevó por encima de todos los profetas.


El orgullo es el terrible adversario de la humildad. Si Cristo prometió el reino de los cielos a los más pobres, fué porque los grandes de la tierra se figuran que los títulos y las riquezas son recompensas dadas a su mérito y que su esencia sea más pura que la del pobre; creen que esto se les debe, y por lo mismo cuando Dios se las quita le acusan de injusto. ¡Oh irrisión y ceguera! ¿Acaso Dios hace distinción entre vosotros por el cuerpo? La envoltura del pobre, ¿no es igual a la del rico? ¿Ha hecho el Criador dos especies de hombres? Todo lo que Dios ha hecho es grande y sabio; no le atribuyáis las ideas que producen vuestros cerebros orgullosos.


¡Oh rico! mientras tú duermes bajo tus artesonados dorados al abrigo del frío, ¡no sabes cuántos millares de hermanos, que valen tanto como tú, están echados en la paja! El desgraciado que sufre hambre, ¿ no es, acaso, tu igual? A esta palabra tu orgullo se subleva, lo sé muy bien; tú consentirás en darle limosna, pero darle la mano y estrechársela, ¡nunca! "¡Qué dices! yo, de noble estirpe, grande de la tierra, ser igual a ese pordiosero andrajoso! ¡Vana utopía de los que se llaman filósofos! Si fuésemos iguales, ¿por qué Dios les hubiera colocado tan abajo y a mí tan alto?" En verdad que vuestros vestidos no se parecen mucho, pero desnudos los dos, ¿qué diferencia habrá entre vosotros? Dirás que la nobleza de la sangre, pero la química no ha encontrado diferencia entre la sangre de un gran señor y la de un plebeyo, entre la del amo y la del esclavo. ¿Quién te ha dicho que tú mismo no fuiste un miserable y desgraciado como él? ¿Qué no has pedido limosna? ¿Que no la pedirás un día al mismo que desprecias hoy? ¿Acaso son eternas las riquezas? No acaban con el cuerpo, envoltura perecedera de tu espíritu? ¡Oh!, vuelve a la humildad!, echa una mirada sobre la realidad de las cosas de este mundo, sobre lo que constituye tu grandeza y el abatimiento del otro; piensa que la muerte no te respetará más que a él, que tus títulos no te preservarán de ella, que puede herirte mañana, hoy, dentro de una hora, y si te sepultas con tu orgullo, ¡oh! entonces te compadezco, porque serás digno de piedad.


¡Orgullosos! ¿Qué erais vosotros antes de ser nobles y poderosos? Puede muy bien que fuéseis más bajos que el último de vuestros criados. Doblad, pues, vuestras altivas frentes, que Dios puede humillar en el mismo momento que más las levantáis. Todos los hombres son iguales en la balanza Divina. Sólo las virtudes los distinguen a los ojos de Dios. Todos los espíritus son de una misma esencia y todos los cuerpos están amasados de una misma pasta; vuestros títulos y vuestros nombres en nada la alteran, quedan en la tumba, y no son ellos los que dan la felicidad prometida a los elegidos; la caridad y la humildad son sus títulos de nobleza.


¡Pobre criatura! tú eres madre, tus hijos sufren, tienen frío, tienen hambre; vas abrumada bajo el peso de tu cruz a humillarte para buscarles un pedazo de pan. ¡Oh-! yo me inclino ante tí; ¡cuán noble, santa y grande eres a mis ojos! Espera y ruega; la felicidad aun no es de este mundo. A los pobres oprimidos y que confían en Dios, les da el reino de los cielos.


Y tú, mujer pobre y joven, entregada al trabajo y a las privaciones; ¿por qué lloras? que tu mirada, piadosa y serena, se eleve hacia Dios; a las avecillas les da el pasto; ten confianza en El; no te abandonará. El ruido de las fiestas y de los placeres del mundo hacen latir tu corazón; tú quisieras también adornar tu frente con flores y reunirte con los felices de la tierra: dices que podrías también ser rica como esas mujeres que ves pasar alegres y risueñas. ¡Oh! ¡cállate, hija mía! Si supieses cuántas lágrimas y dolores sinnúmero se ocultan bajo esos vestidos bordados, cuántos suspiros se ahogan bajo el ruido de esa orquesta alegre, preferirías tu humilde retiro y tu pobreza. Mantente pura a los ojos de Dios si no quieres que tu ángel guardián remonte hacia él, ocultando su rostro bajo sus blancas alas, y te deje con tus remordimientos, sin guía, sin sostén, en ese mundo en que te perderías esperando ser castigada en el otro.


Y todos vosotros, los que sufrís por la injusticia de los hombres, sed indulgentes con las faltas de vuestros hermanos, considerando que también las tenéis vosotros: esta es la caridad y también es la humildad. Si sufrís por las calumnias, doblad la frente bajo esta prueba. ¿Qué os importan las calumnias del mundo? Si vuestra conducta es pura, ¿acaso Dios no puede recompensaros? Sobrellevar con valor las humillaciones de los hómbres, es ser humilde y reconocer que sólo Dios es grande y poderoso.


¡Oh, Dios mio! ¿será preciso que Cristo vuelva otra vez a la tierra para enseñar a los hombres tus leyes que olvidan? ¿Deberá, quizás, echar otra vez del templo a los mercaderes que manchan tu casá que sólo es lugar de oración? ¿Y quién sabe? ¡oh hombres! si Dios os concediese esa gracia, se la negaríais como la otra vez. Le llamaríais blasfemo; porque abatiría el orgullo de los fariseos modernos; quizás le hiciéseis emprender de nuevo el camino del Gólgota.


Cuando Moisés estuvo sobre el monte Sinaí a recibir los mandamientos de Dios, el pueblo de Israel, entregado a sí mismo, abandonó a su verdadero Dios; hombres y mujeres dieron su oro y sus alhajas para hacer un ídolo que adoraban. Hombres civilizados; vosotros hacéis como ellos. Cristo os dejó su doctrina; os dió el ejemplo de todas las virtudes y habéis abandonado ejemplos y preceptos; cada uno de vosotros, teniendo sus pasiones os habéis hecho un Dios a vuestro gusto: según los unos, terrible y sanguinario; según los otros, indiferente a los intereses del mundo; el Dios que os habéis hecho es aún el becerro de oro que cada uno apropia a sus gustos y a sus ideas.


Meditad, ¡oh hermanos míos y amigos! Que la voz de los espíritus conmueva vuestros corazones; sed generosos y caritativos sin ostentación, es decir, haced el bien con humildad; que cada uno destruya poco a poco los altares que habéis levantado al orgullo; en una palabra, sed verdaderos cristianos y alcanzaréis el reino de la verdad. No dudéis más de la bondad de Dios, cuando os envía tantas pruebas. Venimos a preparar el camino para el cumplimiento de las profecías. Cuando el señor os dé una manifestación más resplandeciente de su clemencia, que el enviado celeste encuentre en vosotros sólo una gran familia; que vuestros corazones afables y humildes sean dignos de oír la palabra divina que os traerá; que el elegido no encuentre en su camino sino palmas dispuestas para vuestra vuelta al bien, a la caridad, a la fraternidad, y entonces vuestro mundo será el paraíso terrestre. Mas si sois insensibles a la voz de los espíritus enviados para purificar y renovar vuestra sociedad civilizada, rica en ciencia, y con todo, tan pobre en buenos sentimientos, entonces ¡oh! sólo nos quedará el recurso de llorar y gemir por vuestra suerte. Pero no, no sucederá de ese modo; volved a Dios, vuestro padre, y entonces todos nosotros, que habremos contribuido al cumplimiento de su voluntad entonaremos el cántico de acción de gracia para agradecer al Señor su inagotable bondad y para glorificarle por todos los siglos de los siglos. Así sea. (Lacordaire. Constantina, 1863.)