CAPÍTULO XIV - Honra a tu padre y a tu madre
Piedad filial. - ¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? - Parentesco corporal y
parentesco espiritual - Instrucciones de los espíritus: La ingratitud de los hijos.
Honra a tu padre y a tu madre
1. Bien sabes los mandamientos. No hagas adulterios. No mates. No hurtes.
No digas falso testimonio. No hagas engaño. "Honra a tu padre y a tu madre".
(San Marcos, cap. X, v. 19; San Lucas, cap. XVIII, v. 20; San Mateo, cap. XIX, v.
19).
2. Honra a tu padre y a tu madre, para que seas de larga vida sobre la
tierra, que el Señor tu Dios te dará. (Decálogo, Exodo, cap. XX, v. 12).
Piedad filial
3. El mandamiento: "Honra a tu padre y a tu madre", es una consecuencia de la
ley general de caridad y de amor al prójimo, porque no se puede amar al prójimo sin
amar a su padre y a su madre; pero la palabra "honra" encierra un deber más respecto a
ellos: el de la piedad filial. Dios ha querido manifestar con esto que al amor es preciso
añadir el respeto, las consideraciones, la sumisión y la condescendencia, lo que implica
la obligación de cumplir respecto a ellos de una manera aun más rigurosa todo lo que la
caridad manda con respecto al prójimo. Este deber se extiende naturalmente a las
personas que están en lugar de los padres, y que por ello tienen tanto más mérito cuanto
menos obligatoria es su abnegación. Dios castiga siempre de un modo riguroso toda violación de este mandamiento.
Honrar a su padre y a su madre no es sólo respetar-les; es también asistirles en
sus necesidades, procurarles el descanso en su vejez y rodearles de solicitud como lo
han hecho con nosotros en nuestra infancia.
Sobre todo con respecto a los padres sin recursos es como se demuestra la
verdadera piedad filial. ¿Cumplen, acaso, este mandamiento aquellos que creen hacer un
gran esfuerzo dándoles lo justo para que no se mueran de hambre, cuando ellos no se
privan de nada, relegándoles en la peor habitación de la casa por no dejarles en la calle,
cuando ellos reservan para sí lo mejor y más cómodo? Gracias aun si no lo hacen de mal
grado y no les obliguen a comprar el tiempo que les queda de vida, cargándoles con las
fatigas domésticas. ¿Está bien que los padres viejos y débiles sean los servidores de los
hijos jóvenes y fuertes? ¿Acaso su madre les regateó su leche cuando estaban en la
cuna? ¿Ha escaseado sus vigilias cuando estaban enfermos, y sus pasos para procurarles
aquello que les faltaba? No; no es sólo lo estrictamente necesario lo que los hijos deben
a sus padres pobres; deben también darles las pequeñas dulzuras de lo superfluo, los
agasajos, los cuidados exquisitos que sólo son el interés de lo que ellos han recibido y el
pago de una deuda sagrada. Esta es la verdadera piedad filial aceptada por Dios.
Desgraciado, pues, aquél que olvida lo que debe a losque le han sostenido en su
debilidad, a los que con la vida material le dieron la vida moral, a los que muchas veces
se impusieron duras privaciones para asegurar su bienestar; desgraciado el ingrato,
porque será castigado con la ingratitud y el abandono; será herido en sus más caros
afectos, "algunas veces desde la vida presente", y más ciertamente en otra existencia, en
la que sufrirá lo que ha hecho sufrir a los otros.
Es verdad que ciertos padres olvidan sus deberes y no son para sus hijos lo que
deben ser; pero a Dios corresponde castigarlos y no a sus hijos; éstos no deben reprocharles, porque ellos mismos
han merecido que así sucediera. Si la caridad eleva a ley el devolver bien por mal, ser
indulgente con las imperfecciones de otro, no maldecir a su prójimo, olvidar y perdonar
los agravios, y hasta amar a los enemigos, ¡cuánto mayor es esta obligación con
respecto a los padres! Los hijos, pues, deben tomar por regla de conducta para con
estos últimos, todos los preceptos de Jesús concernientes al prójimo, y decir que todo
proceder vituperable con los extraños, lo es más con los allegados, y lo que sólo puede
ser una falta en el primer caso, puede llegar a ser un crimen en el segundo, porque
entonces a la falta de caridad se agrega la ingratitud.
4. Dios dijo: "Honra a tu padre y a tu madre para que seas de larga vida sobre la
Tierra, que el Señor tu Dios te dará". ¿Por qué, pues, promete como recompensa la vida
en la Tierra y no la vida celeste? La explicación está en esas palabras: "Que Dios te
dará", suprimidas en la fórmula moderna del Decálogo, lo que desnaturaliza el sentido.
Para comprender estas palabras, es menester referirse a la situación y a las ideas de los
hebreos en la época en que fueron dichas; éstos no comprendían aún la vida futura,
porque su vida no se extendía más allá de la vida corporal; debían, pues, conmoverse
más por lo que veían, y por esto Dios les habla en un lenguaje a sus alcances, y como a
los niños, les da en perspectiva lo que puede satisfacerles. Entonces estaban en el
desierto; la tierra que Dios les "dará" era la Tierra Prometida, objeto de sus aspiraciones;
no deseaban nada más, y Dios les dijo que vivirían mucho tiempo en ella, es decir, que la
poseerían mucho tiempo si observaban sus mandamientos.
Mas al advenimiento de Jesús, sus ideas estaban más desarrolladas; habiendo
llegado el momento de darles un pasto menos grosero, les inició en la vida espiritual,
diciéndoles: "Mi reino no es de este mundo; allí, y no en la tierra, recibiréis la recompensa de vuestras buenas obras". En estas
palabras, la tierra prometida material se transforma en patria celeste; así es que cuando
les recuerda la observancia del mandamiento "Honra a tu padre y a tu madre", no les
promete la tierra; sino el cielo. (Cap. II y III).
Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos
5. Y vinieron a la casa y concurrió de nuevo tanta gente, que ni aun podían
tomar alimento. - Y cuando le oyeron los suyos, salieron para echarle mano,
porque decían: "se ha puesto enajenado".
Y llegaron su madre y sus hermanos, y quedándose de la parte de afuera, le
enviaron a llamar. - Y estaba sentado alrededor de él un crecido número de gente,
y le dijeron: Mira, tu madre y tus hermanos te buscan ahí fuera. - Y les respondió
diciendo: "¿Quién es mi madre y mis hermanos?" - Y mirando a los que estaban
sentados alrededor de sí: He aquí, les dijo, mi madre y mis hermanos. - Porque el
que hiciere la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre. (San
Marcos, cap. III, v. 20 y 21, y de 31 a 35; San Mateo, cap. XII, v. de 46 a 50).
6. Ciertas palabras parecen extrañas en boca de Jesús, y contrastan con su
bondad y su inalterable benevolencia para todos. Los incrédulos que han dejado de hacer
de esto un arma diciendo que se contradecía El mismo. Un hecho irrecusable es que su
doctrina tiene por base esencial, por piedra angular, la ley de amor y de caridad; no
podía, pues, destruir por un lado lo que establecía por otro; de donde es menester sacar
esta rigurosa consecuencia: que si ciertas máximas están en contradicción con el
principio, es porque las palabras que se le atribuyen han sido mal vertidas, mal
comprendidas, o que no son suyas.
7. Nos maravillamos, con razon, de ver en esta circunstancia a Jesús mostrar
tanta indiferencia por los suyos, y de algún modo negar a su madre.
Por lo que toca a sus hermanos, se sabe que nunca tuvieron simpatía por él;
espíritus poco avanzados, no habían comprendido su misión; su conducta, a sus ojos, era
extravagante, y sus enseñanzas no les habían conmovido, puesto que no hubo ningún
discipulo entre ellos: parece que aun participan, hasta cierto punto, de las prevenciones
de sus enemigos; por lo demás, es cierto que le acogían más como extraño que como
hermano, cuando se presenta a su familia, y San Juan dice positivamente (cap. VII, v.
5): "que no creían en él".
En cuanto a su madre, nadie podría negar su ternura por su hijo; pero también es
preciso convenir que parece que no se formó una idea bastante justa de su misión,
porque no se la vió seguir sus enseñanzas, ni darle testimonio, como lo hizo Juan
Bautista: la solicitud materna era en ella el sentimiento dominante. Con respecto a Jesús,
el suponer que negó a su madre, sería desconocer su carácter; tal pensamiento no podía
animar al que dijo: "Honra a tu padre y a tu madre". Es, pues, preciso buscar otro
sentido a sus palabras, casi siempre veladas, bajo la forma alegórica.
Jesús no descuidaba ninguna ocasión de dar una enseñanza: aprovechó, pues, la
que le ofreció la llegada de su familia, para establecer la diferencia que existe entre el
parentesco corporal y el espiritual.
Parentesco corporal y parentesco espiritual
8. Los lazos de la sangre no establecen necesariamente los lazos entre los
espíritus. El cuerpo procede del cuerpo, pero el espíritu no procede del espíritu, porque
éste existía antes de la formación del cuerpo; el padre no es el que crea el espíritu de su
hijo, pues no hace más que darle una envoltura corporal; pero debe procurar su
desarrollo intelectual y moral para hacerlo progresar.
Los espíritus que se encarnan en una misma familia, sobre todo entre próximos
parientes, muchas veces son espíritus simpáticos unidos por relaciones anteriores, que se manifiestan por su
afecto durante la vida terrestre; pero puede suceder también que estos espíritus sean
completamente extraños unos de otros, divididos por antipatías igualmente anteriores, y
que igualmente se traducen por su antagonismo en la tierra para servirles de prueba. Los
verdaderos lazos de la familia no son, pues, los de la consanguinidad, sino los de la
simpatía y de la comunión de pensamientos que unen a los espíritus "antes, durante y
después" de su encarnación. De donde se sigue que dos seres de padres diferentes,
pueden ser más hermanos por el espíritu que si lo fueran por la sangre; pueden atraerse,
buscarse, gozar juntos, mientras que dos hermanos consanguíneos pueden recházarse,
como se ve todos los días; problema moral que sólo el Espiritismo podía resolver por la
pluralidad de las existencias. (Cap. IV, nº 13)
Hay, pues, dos clases de familia: "las familias por lazos espirituales y las familias
por lazos corporales"; las primeras son duraderas, se fortifican por la purificación y se
perpetúan en el mundo de los espíritus através de las diversas emigraciones del alma; las
segundas son frágiles como la materia, se extinguen con el tiempo y muchas veces se
disuelven moralmente desde la vida actual. Esto es lo que ha querido hacer comprender
Jesús, diciendo a sus discípulos: Esta es mi madre y éstos son mis hermanos, mi familia
por los lazos del espíritu, porque cualquiera que haga la voluntad de mi Padre, que está
en los cielos, este es mi hermano, mi hermana y mi madre.
La hostilidad de sus hermanos está claramente expresada en lo que relata San
Marcos, puesto que dice: Se propusieron cogerle bajo el pretexto de que estaba
"enajenado". Al anunciarle su llegada, conociendo sus sentimientos con respecto a El,
era natural que dijera, hablando de sus discípulos desde el punto de vista espiritual:
"Aquí están mis verdaderos hermanos; su madre se encontraba con ellos, generaliza la enseñanza, lo que no implica de ninguna
manera que pretendiese que su madre según el cuerpo, no le era nada según el espíritu, y
que no tuviese por ella sino indiferencia; su conducta, en otras circunstancias, ha
probado sufícientemente lo contrario.
INSTRUCCIONES DE LOS ESPÍRITUS
La ingratitud de los hijos y los lazos de familia
9. La ingratitud es uno de los frutos más inmediatos del egoísmo; subleva
siempre los corazones honrados; pero la de los hijos con respecto a sus padres, tiene aún
un carácter más odioso; desde este punto de vista nos detendremos más particularmente
para analizar las causas y los efectos. Aquí, como por todas partes, el Espiritismo viene
aclarando uno de los problemas del corazón humano.
Cuando el espíritu deja la tierra, lleva consigo las pasiones o las virtudes
inherentes a su naturaleza, y en el espacio, va perfeccionándose o quedándose estacionado
hasta que quiere ver la luz. Algunos, pues, han partido llevándose consigo odios
poderosos y deseos de venganza no satisfecha; pero a algunos de aquellos más
avanzados que los otros, les es permitido entrever un lado de la verdad; reconocen el
funesto efecto de sus pasiones, y entonces es cuando toman buenas resoluciones;
comprenden que para ir a Dios sólo hay una palabra de pase: "caridad"; pues no hay
caridad sin olvido de los ultrajes y las injurias; no hay caridad con odios en el corazón y
sin perdón.
Entonces, por un esfuerzo inaudito, miran a los que detestaron en la tierra; pero
a su vista se despierta su animosidad; se rebelan a la idea de perdonar aún más que a la
de renunciarse a sí mismos, y sobre todo, a la de amar a aquellos que talvez destruyeron
su fortuna, su honor y su familia. Sin embargo, el corazón de esos desgraciados está conmovido;
titubean y vacilan agitados por estos sentimientos contrarios; si la buena resolución
vence, ruegan a Dios e imploran a los buenos espíritus para que les den fuerza en el
momento más decisivo de la prueba.
En fin, después de algunos años de meditación y de oraciones, el espíritu
aprovecha una carne que se prepara en la familia de aquél que ha detestado, y pide a los
espíritus encargados de transmitir las órdenes supremas el ir a cumplir en la tierra los
destinos de esa carne que acaba de formarse. ¿Cuál será, pues, su conducta en esta
familia? Dependerá de mayor o menor persistencia en sus buenas resoluciones. El
contacto incesante de los seres que aborreció, es una prueba terrible bajo la cual
sucumbe algunas veces, si su voluntad no es muy fuerte. De este modo, según la buena
o la mala resolución que les dominará, será amigo o enemigo de aquellos entre los
cuales está llamado a vivir. Así se explican los odios, las repulsiones instintivas que se
notan en ciertos niños y que ningún acto anterior parece justificar; nada, en efecto, en
esta existencia ha podido provocar esta antipatía; para que uno pueda encontrar la
causa, es preciso mirar lo pasado.
¡Oh, espiritistas! comprended hoy el gran papel de la Humanidad; comprended
que cuando producís un cuerpo, el alma que se encarna en él viene del espacio para
progresar; sabed vuestros deberes; y poned todo vuestro amor en aproximar esta alma a
Dios; esta es la misión que os está confiada, y por la que recibiréis la recompensa si la
cumplís fielmente. Vuestros cuidados, la educación que la daréis, ayudarán a su perfeccionamiento
y a su bienestar futuro. Pensad que a cada padre y a cada madre, Dios
preguntará: ¿Qué habéis hecho del niño confiado a vuestro cuidado? Si se ha quedado
atrasado por vuestra falta, vuestro castigo será el verle entre los espíritus que sufren,
dependiendo de vosotros el que hubiese sido feliz. Entonces vosotros mismos, abatidos por los
remordimientos, procuraréis reparar vuestra falta, solicitaréis una nueva en carnación
para vosotros y para él, en la cual le rodearéis de mejóres cuidados, y él, lleno de
reconocimiento, os rodeará con su amor.
No desechéis, pues al hijo que en la cuna rechaza a su madre, ni al que paga con
ingratitudes; no es la casualidad la que os ha hecho así, ni la que os lo ha dado. Una
intuición imperfecta del pasado se revela, y de esto podéis juzgar que el uno o el otro ha
aborrecido mucho o ha sido muy ofendido: que el uno o el otro ha venido para perdonar
o expiar. ¡Madres! abrazad, pues, al hijo que os causa tristeza, y decios: Uno de
nosotros dos es culpable. Mereced los goces divinos que Dios concede a la maternidad,
enseñando a este niño, que está en la tierra para perfeccionarse, a amar y bendecir. Mas
¡ay! muchos de entre vosotros, en lugar de echar fuera los malos principios innatos de
las existencias anteriores por medio de la educación, entretenéis y desarrolláis estos
mismos principios por una culpable debilidad o por indolencia; pero más tarde vuestro
corazón ulcerado por la ingratitud de vuestros hilos, será para vosotros, desde esta vida,
el principio de vuestra expiación.
La tarea no es tan difícil como podríais creerlo, no exige la ciencia del mundo; lo
mismo puede cumplirla el sabio que el ignorante, y el Espiritismo viene a facilitarla,
haciendo conocer la causa de las imperfecciones del corazón humano.
Desde la cuna, el hijo manifiesta los instintos buenos o malos que trae de su
existencia anterior; es preciso aplicarse a estudiarlos; todos los males tienen su principio
en el egoísmo y en el orgullo; vigilad pues, las menores señales que revelan el germen de
estos vicios, y dedicáos a combatirlos sin esperar que echen raíces profundas; haced
como el buen jardinero que arranca los malos vástagos a medida que los ve apuntar en el árbol. Si dejáis desarrollar
el egoísmo y el orgullo, no os admiréis si más tarde os pagan con ingratitudes. Cuando
los padres han hecho todo cuanto han podido para el adelantamiento moral de sus hijos,
si no pueden conseguir su objeto, no pueden hacerse cargos, y su conciencia puede estar
tranquila; pero al pesar muy natural que experimentan por el mal éxito de sus esfuerzos,
Dios reserva un grande, un inmenso consuelo, por la "certeza" de que sólo es un atraso,
y que les será permitido acabar en otra existencia la obra empezada en ésta, y que un día
el hijo ingrato les recompensara con su amor. (Cap. XIII, número 19).
Dios no ha hecho las pruebas superiores a las fuerzas del que las pide; no
permite sino las que se puedan cumplir; si no se llena el objeto, no es la posibilidad la
que le falta, sino la voluntad, porque ¿cuántos hay que en lugar de resistir a las malas
tentaciones, se entregan y complacen en ellas? Para estos están reservados los llantos y
el crujir de dientes en sus existencias posteriores; pero admirad la bondad de Dios, que
nunca cierra la puerta al arrepentimiento. Llega un día en que el culpable se cansa de
sufrir o en que su orgullo al fin se ha dominado, y entonces es cuando Dios abre sus
brazos paternales al hijo pródigo que se echa a sus pies. "Las grandes pruebas,
escuchadme bien, son casi siempre indicio de un fin de sufrimientos y de un perfeccionamiento
del espíritu, cuando son aceptadas por amor a Dios".
Este es un momento supremo, y entonces es cuando sobre todo conviene no
desfallecer murmurando, si no se quiere perder el fruto y tener que empezar otra vez. En
lugar de quejaros, dad gracias a Dios, que os ofrece la ocasión de vencer para daros el
premio de la victoria. Entonces, cuando al salir del torbellino del mundo terrestre entréis
en el de los espíritus, seréis allí aclamado como el soldado que sale victorioso de la
pelea.
De todas las pruebas, las más poderosas son las que afectan al corazón; hay
quien soporta con valor la miseria y las privaciones materiales y sucumbe bajo el peso de
la tristeza doméstica, mortificado por la ingratitud de los suyos. ¡Oh! esto es una aguda
agonía! Pero, ¿quién puede mejor, en estas circunstancias, reanimar el valor moral, sino
el conocimiento de las causas del mal y la certeza de que, si hay grandes trastornos, no
hay desesperaciones eternas, porque Dios no puede querer que su criatura sufra
siempre? ¿Qué cosa hay más consoladora y que dé más valor, que el pensamiento de que
depende de sí mismo y de sus propios esfuerzos abreviar el sufrimiento, destruyendo en
sí las causas del mal? Pero, para esto, es preciso no concretar las miradas a la Tierra y
no ver sólo una existencia; es preciso elevarse, dominar el infinito del pasado y del
porvenir; entonces la gran justicia de Dios se revela a vuestras miradas y esperáis con
paciencia, porque os explicáis lo que os parecen monstruosidades en la Tierra; las
heridas que recibís en ella sólo os parecen rasguños. Con este golpe de vista echado al
conjunto, los lazos de familia aparecen bajo su verdadera luz; éstos no son ya los lazos
frágiles de la materia que reúnen sus miembros, sino lazos duraderos del espíritu que se
perpetúan y consolidan purificándose, en lugar de romperse con la encarnación.
Los espíritus a quienes la semejanza de gustos, la identidad del progreso moral y
el afecto conducen a reunirse, forman familias; estos mismos espíritus en sus
emigraciones terrestres, se buscan para agruparse como lo hacen en el espacio; de aquí
nacen las familias unidas y homogéneas, y si en sus peregrinaciones se separan
momentáneamente, se encuentran después felices por su nuevo progreso. Pero como no
deben trabajar sólo para sí, Dios permite que los espíritus menos adelantados vengan a
encarnarse entre ellos, para tomar consejos y buenos ejemplos en provecho de su
adelantamiento; algunas veces ponen la disensión entre ellos; pero esta es la prueba, esta es la tarea. Acogedles, pues, como a hermanos, ayudadles, y
más tarde, en el mundo de los espíritus, la familia se felicitará por haber salvado del
naufragio a los que a su vez podrán salvar a otros. (San Agustín. París, 1862).