EL EVANGELIO SEGÚN EL ESPIRITISMO

Allan Kardec

Volver al menú
14. Vengo, hermanos míos y amigos, a traeros mi óbolo para ayudaros a marchar con valor por el camino del mejoramiento en que habéis entrado. Nosotros nos debemos unos a otros; sólo por una unión sincera y fraternal entre espíritus y encarnados es posible la regencración.


Vuestro amor a los bienes terrestres es una de las mayores trabas para vuestro adelantamiento moral y espiritual, y por esta pasión de poseer rompéis vuestras facultades amadoras, concentrándolas todas en las cosas materiales. Sed sinceros. ¿La fortuna da, por ventura, una felicidad inalterable? Cuando vuestras arcas están llenas, ¿no hay siempre un vacio en vuestro corazón? En el fondo de este cesto de flores, ¿no hay siempre un reptil oculto? Comprendo que el hombre que por un trabajo asiduo y honroso ha ganado la fortuna, experimente una satisfacción muy justa, sin embargo; pero de esta satisfacción muy natural y que Dios aprueba, hasta una pasión que absorbe todos los otros sentimientos y paraliza los impulsos del corazón, hay mucha distancia, tanta distancia como de la sórdida avaricia a la prodigalidad exagerada; dos vicios entre los cuales Dios ha colocado la caridad, santa y saludable virtud, que enseña al rico a dar sin ostentación para que el pobre reciba sin bajeza.


Ya venga la fortuna de vuestra familia, ya la hayáis ganado con vuestro trabajo, hay una cosa que nunca debéis olvidar, y es que todo viene de Dios y todo vuelve a Dios. Nada os pertenece en la tierra, ni siquiera vuestro propio cuerpo; la muerte os despoja de él como de todos los bienes materiales; vosotros sois depositarios y no propietarios; no os engañéis acerca de esto; Dios os ha prestado y debéis volvérselo, y lo que os presta es con la condición de que al menos lo superfluo ha de ir a parar a los que no tienen lo necesario.


Uno de vuestros amigos os presta una suma; por poco que seáis honrados procuraréis devolvérsela y le quedaréis agradecido. ¡Pues bien! esta es la posición de todo hombre rico; Dios es el amigo celeste que le ha prestado la riqueza; El sólo pide el amor y el reconocimiento; pero exige que a su vez el rico dé a los pobres, que son sus hijos, con el mismo título que El.


El bien que Dios os ha confiado excita en vuestros corazones una ardiente y loca codicia; ¿habéis reflexionado, cuando os apasionáis sin moderación a una fortuna perecedera y pasajera como vosotros, que vendrá día en que deberéis dar cuenta al Señor de lo que recibís de El? ¿Olvidáis que por la riqueza estáis revestidos del carácter sagrado de ministros de la caridad en la tierra para ser dispensadores inteligentes? ¿Quiénes sois, pues, vosotros, que usáis sólo en provecho vuestro lo que se os ha confiado, sino depositarios infieles? ¿Qué resulta de este olvido voluntario de vúestros deberes? La muerte inflexible e inexorable viene a romper el velo bajo el cual os ocultáis, y os fuerza a dar vuestras cuentas al mismo amigo que os había obligado, y que en este momento para vosotros toma el carácter de juez.


En vano procuráis haceros ilusión en la tierra, dando el colorido de virtud a lo que muchas veces sólo es egoísmo; llamando economía y previsión a lo que sólo es ambición y avaricia; o generosidad a lo que sólo es prodigalidad en provecho vuestro. Un padre de familia, por ejemplo, se abstendrá de hacer caridad, economizará, amontonará oro sobre oro, y esto, dice, para dejar a sus hijos lo mejor posible y evitarles el que sucumban en la miseria; es muy justo y paternal, convengo en ello, y no puede vituperársele por esto; pero, ¿es éste siempre el sólo móvil que le guía? ¿No es muchas veces un compromiso con su conciencia para justificar a sus propios ojos y a los ojos del mundo su apego personal a los bienes terrestres? Sin embargo, admitido que el amor paternal sea el único móvil, ¿es éste un motivo para olvidar a los hermanos ante Dios? Cuando aquél tiene lo superfluo, ¿dejará a los hijos en la miseria porque tendrán un poco menos de este superfluo? ¿No es esto darles una lección de egoísmo y endurecer su corazón? ¿No es ahogar en ellos el amor al prójimo? Padres y madres, estáis en un grande error si creéis por esto aumentar el afecto de vuestros hijos para con vosotros; enseñándoles a ser egoístas para los otros les enseñáis a serlo con vosotros mismos.


Cuando un hombre ha trabajado mucho y con el sudor de su frente ha acumulado bienes, le oiréis decir a menudo que cuando el dinero se ha ganado se conoce mejor su valor; no hay verdad más grande. Pues bien: que este hombre que confiesa conocer tod0 el valor del dinero, haga caridad según sus medios, y tendrá más mérito que aquel que, nacido en la abundancia, ignora las rudas fatigas del trabajo. Pero si este hombre que recuerda sus penas, sus trabajos, es egoísta y duro para los pobres, es mucho más culpable que los otros; porque cuando más se conocen los dolores ocultos de la miseria, tanto más debemos dedicarnos a consolar a los demás.


Desgraciadamente hay siempre en el hombre que posee, un sentimiento tan fuerte como el apego a la fortuna: el orgullo. No es raro ver al hombre que ha medrado aturdir al desgraciado que implora su asistencia con la narración de sus trabajos y de su saber, en vez de acudir a su socorro y decirle: "Haced lo que yo he hecho". Según él, la bondad de Dios no ha intervenido para nada en su fortuna; sólo atribuye el mérito a sí mismo; su orgullo pone una venda a sus ojos y un tapón a sus oídos; no comprende que con toda su inteligencia y su destreza, Dios puede confundirle con una sola palabra.


Despilfarrar su fortuna no es el desprendimiento de los bienes terrestres, sino el descuido y la indiferencia; el hombre depositario de esos bienes no tiene más derecho de disiparlos que de emplearlos en su solo provecho; la prodigalidad no es la generosidad, sino muchas veces una forma del egoísmo; tal habrá que eche el oro a manos llenas para satisfacer su capricho, y no daría un escudo para hacer un servicio. El desprendimiento de los bienes terrestres consiste en apreciar la fortuna en su justo valor, en saber servirse de ella para los otros y no sólo para sí, en no sacrificar a ella los intereses de la vida futura, en perderla sin murmurar, si le place a Dios el quitársela. Si por reveses imprevistos venís a ser otro Job, decid como él: "Señor, vos me la dísteis, vos me la habéis quitado que se haga vuestra voluntad". Este es el verdadero desprendimiento. En primer lugar sed sumisos; tened fe en Aquél que habiéndoosla dado y quitado, puede volvérosla; resistid con valor el abatimiento y la desesperación que paralizan vuestras fuerzas; no olvídéis jamás que Dios os castigará y que al lado de la mayor prueba coloca siempre un consuelo. Pero pensad, sobre todo, que hay bienes infinitamente más preciosos que los de la tierra, y este pensamiento os ayudará a desprenderos de estos últimos. El poco valor que se da a una cosa hace que sea menos sensible su pérdida. El hombre que tiene apego a los bienes de la Tierra es como el niño que sólo ve el momento presente; el que no hace caso de ellos es como el adulto que ve las cosas más importantes, porque comprende estas palabras proféticas del Salvador: "Mi reino no es de este mundo".


El Señor no ordena que uno se despoje de lo que posee para reducirse a una mendicidad voluntaria porque entonces vendría a ser una carga para la sociedad; obrar de este modo sería comprender mal el desprendimiento de los bienes terrestres; es un egoísmo por otro estilo, porque es descargarse de la responsabilidad que la fortuna hace pesar sobre el que la posee. Dios la da a quien mejor le parece para administrarla en provecho de todos; el rico tiene, pues, una misión, misión que puede hacer agradable y provechosa para él; desechar la fortuna cuando Dios se la da, es también renunciar al beneficio del bien que puede hacerse administrándola con prudencia. Saber pasar sin ella cuando no se tiene, saberia emplear útilmente cuando se tiene, saberla sacrificar cuando es necesario, es obrar según las miras del Señor. Aquél a quien Dios le conceda lo que en el mundo se llama una buena fortuna, exclame: ¡Dios mio, vos me enviáis una nueva carga; dadme fuerza para cumplirla según vuestra santa voluntad!


Así es, amigos míos, como yo intento enseñaros el desprendimiento de los bienes terrestres; por lo tanto os diré: Sabed contentaros con poco. Si sois pobres, no envidiéis a los ricos porque la fortuna no es necesaria para la felicidad; si sois ricos, no olvidéis que estos bienes se os han confiado y que deberéis justificar su empleo como en una cuenta de tutela.


No seáis depositarios infieles haciéndolos servir para la satisfacción de vustro orgullo y de vuestra sensualidad; no os creáis con el derecho de disponer únicamente para vosotros de lo que sólo es un préstamo y no un don. Si no sabéis devolver, no tenéis el derecho de pedir, y acordáos que el que da a los pobres paga la deuda que ha contraído con Dios. (Lacordaire. Constantina, 1863.)