15. Perdonar a sus enemigos es pedir perdón para si mismo; perdonar a sus
amigos es darles una prueba de amistad; perdonar las ofensas es reconocer que uno se
vuelve mejor. Perdonad, pues, amigos míos, a fin de que Dios os perdone, porque sois
duros, exigentes, inflexibles, y si además tenéis rigor por una ligera ofensa, ¿cómo
queréis que Dios olvide, cuando todos los días tenéis gran necesidad de indulgencia?
¡Oh! desgraciado aquel que dice: "Yo no perdonaré nunca", porque pronuncia su propia
condenación. ¿Quién sabe, además, si descendiendo en tí mismo, no has sido tú el
agresor? ¿Quién sabe, si en esa lucha que empieza por un alfilerazo y concluye por un
rompimiento, tú empezaste por dar el primer golpe? ¿Si tal vez te ha escapado una
palabra ofensiva? ¿Si no has usado de toda la moderación necesaria? Sin duda tu
adversario no tiene razón en manifestarse demasiado susceptible, pero esto es una razón
para que seas indulgente, y no merezca los reproches que le diriges. Admitamos que tú
hayas sido realmente el ofendido en alguna circunstancia; ¿quién te dice que tú mismo no hayas envenenado el asunto con
las represalias, y que hayas hecho degenerar en querella formal lo que fácilmente hubiera
podido quedar en olvido? Si dependía de ti el impedir las consecuencias, y no lo has
hecho, eres culpable. Admitamos, en fin, que no tengas ningún cargo que hacerte;
entonces tendrás mucho más mérito eu demostrate clemente.
Mas hay que dos modos muy diferentes de perdonar: hay el perdón de boca y el
de corazón. Muchas personas dicen que perdonan a su adversario, mientras que
interiormente experimentan un placer secreto del mal que les sucede, diciendo para sí:
esto es lo que él merece. Otros dicen "yo perdono" y añaden: "pero no me reconciliaré
nunca; no lo volveré a ver en mi vida". ¿Acaso es esto el perdón según el Evangelio?
No; porque, el verdadero perdón, el perdón cristiano, es aquel que echa un velo sobre lo
pasado, el único que os será tomado en cuenta, porque Dios no se contenta con las
apariencias; sondea el fondo de los corazones y los pensamientos más secretos; no se le
contenta con palabras y vanos simulacros. El olvido completo y absoluto de las ofensas
es propio de almas grandes; el rencor siempre es una señal de bajeza y de inferioridad.
No olvidéis que el verdadero perdón se reconoce en los actos mucho más que en las
palabras. (Pablo, apóstol, Lyon, 1861).