12. Si los males de la vida se dividen en dos partes, una compuesta de
aquellos
que el hombre no puede evitar y la otra de las tribulaciones cuya
primera causa es él
mismo por su incuria y sus excesos (capítulo V, número 4), se verá que
ésta sobrepuja
de mucho en número a la primera. Es, pues, evidente, que el hombre es el
autor de la
mayor parte de sus aflicciones, y que se las ahorraría si obrase siempre
con moderación
y prudencia.
No es menos cierto que estas miserias son resultado de
nuestras infracciones a
las leyes de Dios, y que si las observásemos puntualmente seríamos
felices. Si no
traspasáramos el límite de lo necesario en la satisfacción de nuestras
necesidades, no
tendríamos las enfermedades que son consecuencia de los excesos y las
vicisitudes que
conducen a ellos; si pusiéramos límite a nuestra ambición, no temeríamos
la ruina; si no
quisiéramos subir más alto de lo que podemos, no temeríamos caer; si
fuésemos
humildes, no sufriríamos los desengaños del orgullo rebajado; si
practicáramos la ley de
caridad, no maldeciríamos ni seríamos envidiosos, ni celosos, y
evitaríamos las querellas
y las disensiones; si no hiciéramos mal a nadie, no temeríamos las
venganzas, etc., etc.
Admitamos que el hombre no pueda nada sobre los otros males y que todas
las
oraciones sean superfluas para preservarse de ellos; ¿no sería ya
bastante el que pudiera
evitar todo lo que proviene de sus propios hechos? Pues aquí la acción
de la oración se
concibe perfectamente, porque tiene por objeto solicitar la inspiración
saludable de los
buenos espíritus, pidiéndoles fuerza para resistir a los malos
pensamientos, cuya
ejecución puede sernos funesta. En este caso "no desvían el mal, sino
que nos desvían a
nosotros mismos del pensamiento que puede causarlo; en nada embarazan
los decretos
de Dios ni suspenden el curso de las leyes de la naturaleza; "sólo nos
impiden infringir
estas leyes dirigiendo nuestro libre albedrío"; pero lo hacen sin
saberlo nosotros y de una
manera oculta, para no encadenar nuestra voluntad. El hombre se
encuentra entonces en
la posición de aquél que solicita buenos consejos y los pone en
práctica, pero siempre es
libre de seguirlos o dejarlos de seguir; Dios quiere que así suceda para
que tenga la
responsabilidad de sus actos dejándole el mérito de la elección entre el
bien y el mal.
Esto es lo que el hombre siempre está seguro de obtener si lo pide con
fervor, y a lo que sobre todo pueden aplicarse estas palabras: "Pedid y
se os dará".
La eficacia de la oración, aun reducida a esta proporción, ¿no tendría,
acaso, un
resultado inmenso? Estaba reservado al Espiritismo el probarnos su
acción por la
revelación de las relaciones que existen entre el mundo invisible y el
mundo visible. Pero
no se limitan únicamente a éstos sus efectos.
La oración está recomendada por todos los espíritus; renunciar a la
oración es
desconocer la bondad de Dios; es renunciar para sí mismo a su asistencia
y para los
otros al bien que puede hacérseles.