EL EVANGELIO SEGÚN EL ESPIRITISMO

Allan Kardec

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11. La beneficencia, amigos míos, os dará en este mundo los más puros y más dulces goces; los goces del corazón que no son turbados por el remordimiento, ni por la indiferencia. ¡Oh! si pudiéseis comprender todo lo que encierra de grande y suave la generosidad de las almas bellas, sentimiento que hace que se mire a otro como a sí mismo, y que uno se despoja con gusto para vestir a su hermano. ¡Que Dios os permita, mis queridos amigos, poderos ocupar en la dulce misión de hacer felices a los otros! No hay fiestas en el mundo que puedan comparar a esas fiestas alegres, cuando, representantes de la divinidad, volvéis la calma a las pobres familias que sólo conocen la vida de las vicisitudes y amarguras, cuando súbitamente véis a esos rostros ajados brillar de esperanza, porque no tenían pan; a esos desgraciados, y sus tiernos hijos, que ignorando que vivir es sufrir, gritaban, lloraban y repetían esas palabras que penetraban como un cuchillo agudo en el corazón maternal. ¡Tengo hambre....! ¡Oh! comprended cuán deliciosas son las impresiones de aquel que ve renacer la alegría allí en donde un momento antes no veía otra cosa que desesperación. ¡Comprended cuáles son vuestras obligaciones hacia vuestros hermanos! Marchad, marchad al encuentro del infortunio; marchad a socorrer sobre todo las miserias ocultas, porque éstas son las más dolorosas. Marchad, queridos míos, y acordáos de estas palabras del Salvador: "Cuando vistáis a uno de estos pequeños, pensar que a mí es a quien lo hacéis!"


¡Caridad!, palabra sublime que resume todas las virtudes, tú eres la que debe conducir los pueblos a la felicidad; practicándote se crearán goces infinitos para el porvenir, y durante su destierro en la tierra, tú serás su consuelo, el principio de los goces que disfrutarán más tarde cuando se abracen todos juntos en el seno del Dios de amor. Tú eres, virtud divina, la que me has procurado los solos momentos de felicidad que he tenido en la Tierra. Que mis hermanos encarnados puedan creer la voz del amigo que les habla y les dice: En la caridad debéis buscar la paz del corazón, el contentamiento del alma, el remedio contra las aflicciones de la vida.¡ Oh! cuando estéis a punto de acusar a Dios, echad una mirada por debajo de vosotros, y veréis cuántas miserias hay que consolar; ¡cuántos pobres niños sin familia; cuántos ancianos sin tener una mano amiga para socorrerles y cerrarles los ojos cuando la muerte los llama! ¡Cuánto bien puede hacerse! Oh, no os quejéis; por el contrario, dad gracias a Dios, y prodigad a manos llenas vuestra simpatía, Vuestro amor, vuestro dinero a todos aquellos que desheredados de los bienes de este mundo, languidecen en el sufrimiento y en el aislamiento. Aquí en la tierra recogeréis goces muy dulces, y más tarde...¡Dios sólo lo sabe! (Adolfo, obispo de Argel. Bordeaux, 1861).