EL EVANGELIO SEGÚN EL ESPIRITISMO

Allan Kardec

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CAPÍTULO XII - Amad a vuestros enemigos

Volver bien por mal - Los enemigos desencarnados. - Si alguno te hiere la mejilla derecha, preséntale también la otra. - Instrucciones de los espíritus: La venganza - El odio. - El duelo.


Volver bien por mal

1. Habéis oído que fué dicho: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. - Mas yo os digo: Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen, y rogad por los que os persiguen y calumnian: - para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos: el cual hace nacer su sol sobre buenos y malos, y llueve sóbre justos y pecadores. -Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿No hacen también lo mismo los publicanos? - Y si saludareis tan solamente a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de más? ¿no hacen esto mismo los gentiles?

Porque os digo, que si vuestra justicia no fuere mayor que la de los Escribas y Fariseos, no entraréis en el reino de los cielos. (San Mateo, cap. V, v. de 43 a 47 y 20).


2. Y si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tendréis? porque los pecadores también aman a los que les aman a ellos. - Y si hiciéreis bien a los que os hacen bien, ¿qué mérito tendréis? porque los pecadores también hacen esto. -Y si prestareis a aquellos, de quienes esperáis recibir, ¿qué mérito tendréis? Porque también los pecadores prestan unos a otros para recibir otro tanto. -"Amad, pues, a vuestros enemigos: haced bien y dad prestado"; sin esperar por esto nada: y vuestro galardón será grande, y seréis hijos del Altisimo porque El es bueno aun por los ingratos y malos. - Sed, pues, misericordiosos, como también vuestro padre es misericordioso. (San Lucas, cap. VI, v. 32 a 36).


3. Si el amor del prójimo es el principio de la caridad, amar a sus enemigos es su aplicación sublime, porque esta virtud es una de las más grandes victorias contra el egoísmo y el orgullo.

Sin embargo, generalmente se equivocan sobre el sentido de la palabra "amor" en esta circunstancia; Jesús no entendió, por esas palabras, que se deba amar a su enemigo con el cariño que se tiene a un hermano o a un amigo; la ternura supone confianza, y no se puede tener confianza en aquél que se sabe que es capaz de hacernos mal, y no se pueden tener con él las expansiones de la amistad, porque se sabe que seria capaz de abusar de ellas; entre las personas que desconfían unas de otras, no pueden existir los arranques de simpatía que existen entre aquellos que son de una misma comunión de pensamientos; en fin, no puede tenerse el mismo placer encontrándose con un enemigo que con su amigo.

Este sentimiento es también el resultado de una ley física: la de la asimilación y de la repulsión de los fluidos: el pensamiento malévolo dirige una corriente fluidica cuya impresión es penosa; el pensamiento benévolo nos envuelve en una emanación agradable y de aquí resulta la diferencia de sensaciones que se experimentan al aproximarse un amigo o un enemigo. Amar a sus enemigos, no puede, pues, significar que no debe hacerse ninguna diferencia entre ellos y los amigos; este precepto parece difícil y aun imposible de practicar, porque se cree falsamente que prescribe que demos a ambos el mismo puesto en el corazón. Si la pobreza de las lenguas humanas obliga a servirse de la misma palabra para expresar diversos grados de sentimiento, la razón debe establecer la diferencia según los casos.

Amar a sus enemigos, no es tenerles un afecto que no está en la naturaleza, porque el contacto de un enemigo hacer latir el corazón de múy diferente modo que el de un amigo; es no tenerle ni odio, ni rencor, ni deseo (le venganza; es perdonarle "sin segunda intención y sin condición" el mal que nos hace, sin POner ningún obstáculo a la reconciliación; es desearles bien en vez de quererles ni al, alegrarse en vez de aflígirse (leí bien que les acontece, tenderles una mano caritativa en caso (le necesidad, abstenerse "en palabras y en acciones" de todo lo que puede perjudicarles; es' en fin, volverles siempre bien por mal, "sin intención de humillarles". Cualquiera que haga esto, llena las condiciones del mandamiento: "Amad a vuestros enemigos".


4. Amar a sus enemigos es un despropósito para los incrédulos; aquel para quien la vida presente es el todo, sólo ve en su enemigo un ser pernicioso que turba su reposo y del que só!0 la muerte puede desem barazarle. De aquí viene el deseo de venganza. No tiene ningún interés en perdonar si no es para satisfacer su orgullo a los ojos del mundo; aun perdonar, en ciertos casos, le parece una debilidad indigna de él; si no se venga, no deja por eso de conservar rencor y un secreto deseo de perjudicarle.

Para el creyente, pero sobre todo para el espiritista, la manera de ver es muy diferente, porque dirige sus miradas al pasado y al porvenir, entre los que la vida presente sólo es un punto; sabe que por el mismo destino de la tierra, debe esperar encontrar en ella hombres malvados y perversos, que las maldades a que está expuesto forman parte de las pruebas que debe sufrir, y el punto de vista elevado en que se coloca hace que las vicisitudes le sean menos amargas, ya provengan de los hombres o de las cosas; "si no murmura de las pruebas, tampoco debe murmurar de los que son instrumentos de aquellas"; si en vez de quejarse da gracias a Dios porque le prueba, "debe también dai gracias a la mano que le proporciona ocasión de manifestar su paciencia y su resignación". Este pensamiento le dispone naturalmente al perdón; siente, además, que cuanto más generoso es, más se engrandece a sus propios ojos y se encuentra fuera del alcance de los tiros malévolos de su enemigo.

El hombre que ocupa un puesto elevado en el mundo, no se considera ofendido por los insultos de aquél a quien mira como inferior, lo mismo sucede con el que se eleva en el mundo moral sobre la humanidad material; comprende que ci odio y el rencor le envilecerían y le rebajarían ; luego, para ser superior a su adversario, es preciso que tenga el alma más grande, más noble y más generosa.


Los enemigos desencarnados

5. El espiritista tiene aún otros motivos de indulgencia para con sus enemigos. En primer lugar, sabe que la maldad no es el estado permanente de los hombres; que es una imperfección momentánea, y de que de la misma manera que el niño se corrige de sus defectos, el hombre malo reconocerá un día sus malas obras y se volverá bueno. Sabe también que la muerte sólo le libra de la presencia material de su enemigo, pero que éste puede perseguirle con su odio aun después de haber dejado la tierra; que de este modo la venganza no consigue su objeto, sino que, al contrario, tiene por efecto el producir una irritación más grande y que puede continuarse de una existencia a otra. Pertenecía al Espiritísmo probar por la experiencia y la ley que rige las relaciones del mundo visible con el mundo invisible, por la expresión "Ahogar en sangre la ira", es radicalmente falsa y que la verdad es que la sangre conserva a el odio hasta más allá de la tumba, dando, por conseguinte, una razón de ser efectiva y una utilidad prática del perdón y a la sublime máxíma de Cristo: "Amad a vuestros enemigos". No hay corazón, por perverso que sea, que no se conmueva con los buenos procederes, aun sin darse cuenta de ello; con los buenos procederes se quita, por lo menos, todo pretexto de represalias; de un enemigo puede hacerse un amigo antes y después de la muerte. Con los malos procederes se le irrita, y "entonces es cuando él mismo sirve de instrumento a la justicia de Dios para castigar al que no ha perdonado".


6. Pueden, pues, tenerse enemigos entre los desencarnados y entre los encarnados; los enemigos del mundo invisible, manifiestan su malevolencia por las obsesiones y las subyugaciones, a las que están sujetas tantas gentes, y que son una variedad en las pruebas de la vida; tanto estas pruebas como las otras ayudan al adelantamiento y deben ser aceptadas con resignación y como consecuencia de la naturaleza inferior del globo terrestre; si no hubiese hombres malos en la tierra no habría tampoco espíritus malos a su alrededor. Si, pues, debemos indulgencia para con los enemigos encarnados, debe tenerse la misma para con los que están desencarnados.

En otro tiempo se sacrificaban víctimas sangrientas para apaciguar a los dioses infernales, que eran los espíritus malos. A los dioses infernales han sucedido los demonios, que son la misma cosa. El Espiritismo viene a probar que esos demonios no son más que las almas de los hombres perversos que aun no se han despojado de los instintos materiales: "que no se apaciguan sino por el sacrificio de su odio, es decir, por la caridad"; que la caridad no tiene sólo por efecto el impedir que hagan el mal, sino el de conducirles al camino del bien y contribuir a su salvación. Así es que la máxima: "Amad a vuestros enemigos", no está circunscrita al círculo estrecho de la tierra y de la vida presente, sino que entra en la grande ley de la solidaridad y de la fraternidad universal.


Si alguno te hiere en la mejilla derecha, preséntale también la otra

7. Hábéis oído que fué dicho: Ojo por ojo y diente por diente. - Mas yo os digo que no resistáis al mal, antes "si alguno te hiere en la mejilla derecha, preséntale también la otra". - Y aquel que quiere ponerte a pleito, y tomarte la túníca, déjale también la capa. - Y al que te precisare a ir cargado mil pasos, ve con él otros dos mil más. - Da al que te pidiere; y al que te quiere pedir prestado, no le vuelvas la espalda. (San Mateo, capítulo V, v. de 38 a 42).


8. Las preocupaciones del mundo sobre lo que se llama entre los hombres punto de honor, dan esa susceptibilidad sombría, nacido del orgullo y de la exaltación de la personalidad que conduce al hombre a volver injuria por injuria, herida por herida, lo que parece justo a aquel cuyo sentido moral no se eleva sobre las pasiones terrestres; por esto la ley mosaica decía: Ojo por ojo, diente por diente; ley en armonía con el tiempo en que vivía Moisés. Cristo vino y dijo: Volved bien por mal. Dijo más: "No os resistáis al mal que os quieran hacer; "sí os hieren en una mejilla presentadles la otra". Para el orgulloso, esta máxima parece una cobardía, porque no comprende que se necesita más valor para soportar un insulto que para vengarse, y esto siempre por la razón de que su vista no alcanza más allá del presente. ¿Pero se ha de tomar literalmente esta máxima? No, lo mismo que la que dice que nos arranquemos el ojo si nos es ocasión de escándalo. Llevada adelante con todas sus consecuencias, seria condenar toda represión, aun cuando fuese legal, y dejar el campo libre a los malos quitándoles todo miedo; si no se pusiera un freno a sus agresiones, muy pronto serían víctimas suyas todos los buenos. El mismo instinto de conservación, que es una ley de la naturaleza, dice que no debe uno presentar voluntariamente el cuello al asesino. Con estas palabras, pues, Jesús no prohibió la defensa; sino que "condenó la venganza". Diciendo que se presenta una mejilla cuando se ha herido la otra, es decir, bajo otra forma, que no debe volverse nunca mal por mal, que el hombre debe aceptar con humildad todo lo que tiende a rebajar su orgullo; que es más glorioso para él ser herido que herir, sobrellevar con paciencia una injusticia que cometerla él mismo; que vale más ser engañado que engañar y ser arruinado que arruinar a los demás. Es, al mismo tiempo, la condenación del duelo que no es otra cosa que un alarde de orgullo. La fe en la vida futura y en la justicia de Dios, que nunca deja el mal impune, puede sólo dar la fuerza para soportar con paciencia los tiros dirigidos a nuestros intereses y a nuestro amor propio y por esto decimos sin cesar: Dirigid vuestras miradas al porvenir, pues cuanto más os elevéis con el pensamiento sobre la vida material, menos os atormentarán las cosas de la tierra.


INSTRUCCIONES DE LOS ESPÍRITUS

La venganza

9. La venganza es el último resto abandonado por las costumbres bárbaras que tienden a borrarse de entre los hombres, así como el duelo es uno de los últimos vestigios de las costumbres salvajes, entre las cuales se retorcía la humanidad al principio de la era cristiana. Por esto la venganza es un indicio cierto del estado atrasado de los hombres que se entregan a ella, y de los espíritus que la inspiran aún. Así, pues, amigos míos, ese sentimiento nunca debe hacer vibrar el corazón del que se llama y se afirma espiritista. Vengar-se, ya lo sabéis, es tan contrario a esta prescripción de Cristo. "¡ Perdonad a vuestros enemigos!", que el que rehusa perdonar, no sólo no es espiritista, sino que tampoco es cristiano. La venganza es una inspiración tanto más funesta, cuanto que la falsedad y la bajeza son sus asiduas compañeras; en efecto; el que se abandona a esa fatal y ciega pasión, casi nunca se venga a cara descubierta. Cuando es el más fuerte, se echa como una fiera sobre el que llama su enemigo, apenas la vista de éste inflama su pasión, su cólera y su odio. Pero lo más a menudo, reviste una apariencia hipócrita: disimulando en lo más íntimo de su corazón los malos sentimientos que le animan, toma caminos extraviados, sigue en la sombra a su enemigo, que no abriga desconfianza, y espera el momento propicio para herirle sin peligro; se oculta de él espiándole sin cesar: le tiende lazos odiosos, y cuando tiene ocasión, derrama el veneno en su copa. Cuando su odio no llega a tales extremos, entonces le ataca en su honor y en sus afectos, no retrocede ante la calumnia, y sus insinuaciones pérfidas, hábilmente sembradas por todas partes, van engrandeciéndose siguiendo su camino. Así es que, cuandu aquél a quien persigue se presenta en las reuniones por donde ha pasado su aliento envenenado, se maravilla de encontrar semblantes fríos en donde otras veces los encontraba amigos y benévolos; queda estupefacto cuando las manos que buscaban la suya se niegan a apretarla; en fin, queda anonadado cuando sus más queridos amigos y compañeros se desvían y huyen de él. ¡Ah! el cobarde que se venga de ese modo, es cien veces más culpable que el que va derecho a su enemigo y le insulta cara a cara. ¡Atrás, pues, esas costumbres salvajes!

¡Atrás esos usos de otro tiempo! Todo espiritista que pretendiese hoy tener aún el derecho de vengarse, sería indigno de figurar por más tiempo en la falange que ha tomado por divisa: "¡Sin caridad, no hay salvación !" Pero no, no debo abrigar la idea de que un miembro de la gran familia espiritista pueda nunca, en lo sucesivo, ceder al impulso de la venganza más que para perdonar. (Julio Olivier. París, 1862).


El odio

10. Amáos unos a otros y seréis felices. Procurad, sobre todo, amar a los que os inspiran indiferencia, odio o desprecio. Cristo, vuestro modelo, os dió ese ejemplo de abnegación; misionero de amor, amó hasta dar su sangre y su vida. El sacrificio que os obliga a amar a los que os ultrajan y os persiguen, es penoso; pero esto es precisamente lo que os hace superiores; si los aborreciéseis como ellos os aborrecen, no valdríais más que ellos; es la hostia sin mancha ofrecida a Dios en el altar de vilestros corazones, hostia de agradable aroma cuyos perfumes suben hasta El. Aunque la ley de amor quiera que indistintamente se ame a todos los hermanos, no endurece el corazón contra los malos procederes; por el contrario, la prueba es más penosa, lo sé, puesto que durante mí última existencia terrestre, experimenté ese tormento; pero Dios existe y castiga en esta vida y en la otra a los que faltan a la ley de amor. No olvídéis, queridos hijos, que el amor os aproxima a Dios y que el odio os aleja de El. (Fenelón, Bordeaux, 1861).


El duelo

11. Sólo es grande aquel que, considerando la vida como un viaje que debe conducirle a un fin, hace poco caso de las asperezas del camino, y no se deja desviar un instante de la senda recta; dirigiendo sin cesar la vista hacia el término de la carrera, poco importa que los abrojos y las espinas del sendero amenacen arañar-le; le rozan sin alcanzarle y no obstante, no deja de seguir su curso. Exponer su vida para vengar una injuria, es retroceder ante las pruebas de la vida; es siempre un crimen a los ojos de Dios, y si no fuéseis engañados, como lo sois, por vuestras preocupaciones, sería una ridícula y suprema locura a los ojos de los hombres.

En el homicidio por el duelo, hay crimen, y vuestra legislación misma lo reconoce; nadie tiene derecho en ningún caso de atentar a la vida de su semejante; crimen a los ojos de Dios, que os ha trazado vuestra línea de conducta; en esto, más que en otra cosa, sois jueces en vuestra causa propia. Acordáos que se os perdonará del mismo modo que vosotros perdonareis; por el perdón os acercáis a la Divinidad; porque la clemencia es hermana del poder. Mientras que una gota de sangre humana se derrame en la tierra por la mano de los hombres, el verdadero reino de Dios aún no habrá llegado, reino de paz y de amor que debe para siempre jamás desterrar de vuestro globo la animosidad, la discordia y la guerra. Entonces la palabra duelo ya no existirá en vuestro lenguaje, sino como un lejano y vago recuerdo de un pasado que ya no existe; los hombres no conocerán entre ellos otro antagonismo que la noble rivalidad del bien. (Adolfo, obispo de Argel. Marmande, 1861).


12. Sin duda que el duelo puede, en ciertos casos, ser una prueba de valor físico y del desprecio de la vida; pero incontestablemente es prueba de una cobardía moral como el suicidio. El suicida no tiene el valor de afrontar las vicisitudes de la vida, y el duelista no tiene el de afrontar las ofensas. ¿No os ha dicho Cristo que hay más honor y valor en presentar la mejilla izquierda al que ha herido la derecha, que en vengarse de una injuria? ¿No dijo también a Pedro en el jardín de los Olivos: "Vuelve tu espada en la vaina, porque el que matará por la espada perecerá?" Con estas palabras ¿no ha condenado Jesús para siempre el duelo? En efecto, hijos míos, ¿qué síguifíca ese valor nacido de un temperamento violento, sanguinario y colérico, que ruge, a la primera ofensa? ¿En dónde está, pues, la grandeza de alma del que, a la menor injuria, quiere lavarla con sangre? ¡Pero que tiemble! porque siempre en el fondo de su conciencia oirá una voz que le dirá: ¡Caín, Caín! ¿qué has hecho de tu hermano? Me ha sido preciso verter sangre para salvar mi honor, contestará; pero la voz repetirá: ¡Tú has querido salvar ese honor ante los hombres por algunos instantes que te restan de vida en la tierra, y no has pensado en salvarte ante Dios! ¡Pobre loco! ¡Cuánta sangre, pues, no os pediría Cristo por todos los ultrajes que recibió! No solamente lo habéis herido con espina y lanza, no sólo lo habéis atado a un patíbulo infamante, sino que, aun en medio de su agonía, pudo oir las burlas que se le prodigaban. ¿Qué reparación os ha pedido después de tantos ultrajes? El último grito del Cordero fué una oración por sus verdugos. ¡Oh! perdonad como El, y rogad por los que os ofenden.

Amigos, acordaos de este precepto: "A maos unos a otros", y entonces, al golpe dado por el odio contestaréis con una sonrisa, y al ultraje, con el perdón. Sin duda el mundo se alzará furioso y os tratará de cobardes; levantad entonces lá cabeza bien alta, y mostrad que vuestra frente no temería tampoco en cargarse de espinas, a ejemplo de Cristo, pero que vuestra mano no quiere ser cómplice de un asesinato, que autoriza, digámoslo así, uná falsa honra que no es otra cosa que orgullo y amor propio. ¿Dios, al crearnos, os dió el derecho de vida y muerte a los unos sobre los otros? No, sólo ha dado ese derecho a la naturaleza para reformarse y reconstruirse; pero a vosotros, ni siquiera os ha dado el permiso de disponer de vosotros mismos. Como el suicída, el duelista será marcado con sangre cuando comparezca ante Dios, y al uno y al otro el soberano Juez prepara rudos y largos castigos. ¡Si amenazó con su justicia al que dice a su hermano: Racca, cuanto más severa será la pena para el que comparezca ante El con las manos teñidas en sangre de su hermano! (San Agustín. París, 1862).


13. El duelo es, como lo que en otro tiempo se llamaba juicio de Dios, una de esas instituciones bárbaras que rigen aun en la sociedad. ¿Qué diríais vosotros, sin embargo, si viéseis sumergir a los dos antagonistas en agua hirviendo o sometidos al contacto de un hierro candente, para dirimir la querella y dar la razón al que resistiría mejor la prueba? ¿Calificaríais de insensatas esas costumbres? El duelo es aún peor que todo esto. Para el duelista diestro es un asesinato cometido a sangre fría y con toda la premeditación necesaria, porque está seguro del golpe que dirigirá; para el adversario casi cierto de sucumbir en razón de su debilidad y de su inexperiencia, es un suicidio cometido con la más fría reflexión. Ya sé que muchas veces se procura evitar esta alternativa igualmente criminal, sometiéndose a la suerte. ¿Pero entonces, no se vuelve, acaso, bajo otra forma, "al juicio de Dios" de la Edad Media? Y aun en aquella época, era mucho menos culpable; el nombre mismo de "juicio de Dios" indica una fe sencilla, es verdad, pero en fin, una fe en la justicia de Dios, que no podrá dejar sucumbir a un inocente; mientras que en el duelo, se somete a la fuerza brutal, de tal modo, que muy a menudo el ofendido es el que sucumbe.

¡Oh, estúpido amor propio, tonta vanidad y loco orgullo! ¿Cuándo, pues, seréis reemplazados por la caridad cristiana, el amor al prójirno y la humildad, cuyo ejemplo y precepto dió Cristo? Sólo entonces desaparecerán esas monstruosas preocupaciones que aun gobiernan a los hombres y que las leyes son impotentes para reprimir; porque no basta prohibir el mal y prescribir el bien, es menester que el principio del bien y del horror al mal estén en el corazón del hombre. (Un espíritu protector. Bordeaux, 1861)


14. ¿Qué opinión formarán de mí, decís a menudo, si rehuso la reparación que se me ha pedido, o si no la pido al que me ha ofendido? Los locos como vosotros, los hombres atrasados, os vituperarán; pero los ilustrados con la antorcha del progreso intelectual y moral, dirán que obráis según la verdadera prudencia. Reflexionad un poco: por una palabra, muchas veces dicha sin pensar, o muy inofensiva de parte de uno de vuestros hermanos, vuestro orgullo se resiente, le contestáis de un modo picante, y de aquí viene una provocación. Antes de llegar al momento decisivo, ¿os preguntáis si obráis como cristiano? ¿Qué cuenta daréis a la sociedad si la priváis de uno de sus miembros? ¿Pensáis, acaso, en el remordimiento de haber quitado un esposo a la esposa, un hijo a su madre, un padre a sus hijos? Ciertamente que el que ha hecho una ofensa, debe una reparación; ¿pero, no es mucho más honroso para él darla espontáneamente, confesando su error, que exponer la vida de aquél que tiene derecho a quejarse? En cuanto al ofendido, convengo que alguna vez puede ser gravemente maltratado, ya en su persona, ya con relación a los individuos que nos atañen de cerca; no sólo el amor propio es el herido, también lo es el corazón y sufre; pero además de que es una estupidez jugarse la vida con un miserable capaz de una infamia, ¿por ventura, muerto éste no subsiste la afrenta cualquiera que sea? La sangre derramada, ¿no da más publicidad a un hecho, que si es falso, debe caer por su propio peso, y si es verdad, no debe ocultarse en el silencio? No queda, pues, sino la satisfacción de saciarse en la venganza cumplida. Triste satisfacción! ¡ay! que a menudo produce esta vida en recuerdos dolorosos. Y si es el ofendido el que sucumbe, ¿dónde está la reparación?

Cuando la caridad sea la regla de conducta de los hombres, atemperarán sus actos y sus palabras a esta máxima: No hagáis a los otros lo que no quisiérais que os hicieran a vosotros; entonces desaparecerán todas las causas de disensiones, y con ellas, los duelos y las guerras, que son los duelos de pueblo a pueblo. (Francisco Javier, Bordeaux, 1861).


15. El hombre de mundo, el hombre feliz, que, por una palabra que hiere, por una causa ligera juega la vida que ha recibido de Dios, y juega la vida de su semejante que pertenece a Dios, es más culpable cien veces que el miserable que empujado por la ambición, por la necesidad algunas veces, se introduce en una casa para robar lo que ambiciona y mata a aquellos que se oponen a su designios. Este último es casi siempre un hombre sin educación, que no tiene más que nociones imperfectas del bien y del mal; mientras que el duelista pertenece casi siempre a la clase más ilustrada; el uno mata brutalmente, el otro con método y finura, lo que hace que la sociedad le excuse. Aún añado que el duelista es infinitamente más culpable que el desgraciado que, cediendo a un sentimiento de venganza, mata en un momento de exasperación. El duelista no puede excusarse de que le arrastra la pasión, porque entre el insulto y la reparación háy siempre tiempo para reflexionar; otra, pues, fríamente y con designios premeditado; todo está calculado y estudiado para matar con más seguridad a su adversario. Es verdad que también expone su vida, y esto es lo que rehabilita el duelo a los ojos del mundo, porque se ve en ello un acto de valor y un desprecio de la propia vida, ¿pero hay verdadero valor cuando está seguro de si mismo? El duelo, resto del tiempo de la barbarie, en que el derecho del más fuerte era la ley, desaparecerá cuando se haga más sana apreciación del verdadero punto de honor, a medida que el hombre tenga una fe más viva en la vida futura. (San Agustín. Bordéaux, 1861).


16. Observación. Los duelos van siendo cada día más raros, y si de tiempo en tiempo vemos aún dolorosos ejemplos, el número no puede compararse con el de otros tiempos. Antiguamente un hombre no salía de su casa sin prevenirse para un encuentro, y tomaba todas las precauciones en consecuencia. Una señal característica de las costumbres del tiempo y de los pueblos, es el uso de llevar habitualmente, ostensible u ocultamente, armas ofensivas y defensivas; la abolición de este uso atestigna la suavidad de las costumbres, y es curioso seguir la gradación desde la época en que los caballeros no cabalgaban nunca sino cubiertos de hierro y armados de lanza, hasta el uso de una simple espada, que vino a ser más bien un distintivo del blasón que un arma agressiva. Otro rasgo de las costumbres es que en otro tiempo los combates singulares tenían lugar en medio de la calle, ante la multitud, que se separaba para dejar el campo libre, y que hoy se ocultan; en en día, la muerte de un hombre es un acontecimiento que conmueve; antes no se hacíá caso de ello. El Espiritismo barrerá esos últimos vestigios de la barbarie inculcando a los hombres el espíritu de caridad y fraternidad.