19. Ciertas personas no admiten la oración por los muertos, porque en su
creencia sólo hay para el alma dos alternativas: ser salvada o condenada
a las penas eternas, y en uno y otro caso la oración sería inútil. Sin
discutir el valor de esta creencia,
admitamos por un instante la realidad de las penas eternas e
irremisibles, y que nuestras
oraciones sean impotentes para ponerlas un término. Nosotros preguntamos
si, en esta
hipótesis, es lógico, caritativo y cristiano desechar la oración por los
réprobos. Estas
oraciones, por impotentes que sean para salvarle, ¿no son para ellos una
señal de piedad
que puede aliviar sus sufrimientos?; en la Tierra, cuando un hombre está
condenado para
siempre, aun cuando no tenga ninguna esperanza de obtener gracia, ¿se
prohibe a una
persona caritativa que vaya a sostener sus cadenas para aligerarle de su
peso? Cuando
alguno es atacado por un mal incurable, porque no ofrece ninguna
esperanza de
curación, ¿ha de abandonársele sin ningún consuelo? Pensad que entre los
réprobos
puede encontrarse una persona a quien habéis amado, un amigo, quizá un
padre, una
madre o un hijo, y porque, según vosotros, no podría esperar gracia,
¿rehusaríais darle
un vaso de agua para calmar su sed, un bálsamo para curar sus llagas?
¿No haréis por él
lo que haríais por un presidiario? No; esto no sería cristiano. Una
creencia que seca el
corazón no puede aliarse con la de un Dios que coloca en el primer lugar
de los deberes
el amor al prójimo.
La no eternidad de las penas no implica la negación de una penalidad
temporal,
porque Dios, en su justicia, no puede confundir el bien con el mal; así,
pues, negar en
este caso la eficacia de la oración, sería negar la eficacia del
consuelo, de la reanimación
y de los buenos consejos; seria negar la fuerza que logramos de la
asistencia moral de
los que nos quieren bien.