INSTRUCIONES DE LOS ESPÍRITUS
La ley de amor
8. El amor resume toda la doctrina de Jesús, porque es el sentimiento por
excelencia, y los sentimientos son los instintos elevados a la altura del progreso
realizado. El hombre en su origen sólo tiene instintos; más adelantado y corrompido,
sólo tiene sensaciones; pero instruído y purificado, tiene sentimientos, y el punto
exquisito del sentimiento es el amor; no el amor en el sentido vulgar de la palabra, sino
ese sol interior que condensa y reúne en su ardiente foco todas las aspiraciones y todas
las revelaciones sobrehumanas. La ley de amor reemplaza a la personalidad por la fusión
de los seres, y aniquila las miserias sociales. ¡Feliz aquel que, elevándose sobre su
humanidad, quiere con grande amor a sus hermanos doloridos! ¡Feliz aquel que ama,
porque no conoce ni la carestía del alma ni la del cuerpo; sus pies son ligeros y vive
como transportado fuera de sí mismo! Luego que Jesús hubo pronunciado esta divina
palabra: amor, hizo con ella estremecer a los pueblos, y los mártires, embriagados de
esperanza, descendían al circo.
El Espiritismo, a su vez viene a pronunciar la segunda palabra del alfabeto
divino; estad atentos, porque esa palabra levanta la piedra de las tumbas vacías, y la
"reencarnación", triunfando de la muerte revela al hombre ofuscado su patrimonio
intelectual; ya no le conduce a los suplicios, sino a la conquista de su ser elevado y
transfigurado. La sangre ha rescatado al espíritu y el espíritu debe rescatar hoy al
hombre de la materia.
He dicho que el hombre en su principio sólo tiene instintos; aquel, pues, en quien
dominan los instintos está más próximo al punto de partida que al fin. Para adelantar
hacia éste, es preciso vencer los instintos en provecho de los sentimientos, es decir,
perfeccionar éstos sofocando los gérmenes latentes de la materia. Los instintos son la
germinación y los embriones del sentimiento; llevan consigo el progreso, como la bellota
encierra la encina; y los seres menos avanzados son los que permanecen avasallados por
sus instintos. El espíritu debe ser cultivado como un campo: toda la riqueza futura
depende del trabajo presente, y más que bienes terrestres os traerá la gloriosa elevación;
entonces será cuando, comprendiendo la ley de amor que une a todos los seres,
buscaréis en ella los suaves goces del alma, que son los preludios de los goces celestes.
(Lázaro. París, 1862).
9. El amor es de esencia divina, y desde el primero hasta el
último poseéis en el
fondo del corazón la chispa de ese fuego sagrado. He aquí un hecho que
podéis haber
observado muchas veces: el hombre más abyecto, más vil y más criminal,
siente por un
ser o por un objeto cualquiera un afecto vivo y ardiente a prueba de
todo lo que tendiera
a disminuirlo, que toma a menudo proporciones sublimes.
He dicho por un ser o por un objeto cualquiera porque hay entre vosotros
individuos que prodigan los tesoros de amor de que su corazón rebosa, a
los animales, a
las plantas y aun a los objetos materiales; especie de misántropos, que
se quejan de la
humanidad en general, que se resisten a la inclinación natural de su
alma y que buscan a
su alrededor afecto y simpatía. Esos rebajan la ley de amor al estado de
instinto. Pero
por más que hagan, no podrán sofocar el gérmen vivo que Dios, al
crearlos, deposító en
su corazón: este germen se desarrolla y engrandece con la moralidad y la
inteligencia,
aunque muchas veces comprimido por el egoísmo, es origen de santas y
dulces virtudes que constituyen los afectos sinceros y duraderos, y os
ayudan a subir el
camino, escarpado y árido de la existencia humana.
Hay algunas personas a quienes repugna la prueba de la reencarnación, en
el
sentido de que otras participen de las simpatías afectuosas a que están
celosas. ¡Pobres
hermanos! vuestro afecto os hace egoístas; vuestro amor está limitado a
un círculo
íntimo de parientes o amigos, y todos los otros os son indiferentes.
Pues bien, para
practicar la ley de amor tal como Dios la entiende, es preciso que
lleguéis por grados a
amar a todos vuestros hermanos indistintamente. La tarea será larga y
difícil, pero se
cumplirá: Dios lo quiere, y la ley de amor es el primero y más
importante precepto de
vuestra nueva doctrina, porque aquella es la que debe un día matar al
egoísmo, bajo
cualquier forma que se presente; porque además del egoísmo personal, hay
también el
egoísmo de familia, de casta, de nacionalidad. Jesús dijo: "Ama a tu
prójimo como a tí
mismo", ¿pero, cuál es el límite de tu prójimo? ¿Es, acaso, la familia,
la secta, la nación?
No, es la humanidad entera. En los mundos superiores, el amor mutuo
armoniza y dirige
a los espíritus avanzados que los habitan; y vuestro planeta, destinado a
un progreso
próximo para su transformación social, verá practicar por sus habitantes
esta sublime
ley, reflejo de la Divinidad.
Los afectos de la ley de amor son el mejoramiento moral de la raza
humana y la
felicidad durante la vida terrestre. Los más rebeldes y más viciosos
deberán reformarse
cuando vean los beneficios producidos por esta práctica: No hagáis a los
otros lo que no
quisiéreis que os hicieran a vosotros, pero hacedles, por el contrario,
todo el bien que
podáis.
No creáis en la esterilidad y endurecimiento del corazón humano; a pesar
suyo,
cede al amor verdadero; es un imán al que no se puede resistir, y el
contacto de ese
amor vívifíca y fecunda los gérmenes de esa virtud que está en vuestro
corazón en estado latente. La tierra, morada de prueba y de
destierro, será entonces purificada por ese fuego sagrado, y verá
practicar la caridad; la
humildad, la paciencia, la adhesión, la abnegación, la resignación, el
sacrificio, todas las
virtudes hijas del amor. No os canséis, pues, de escuchar las palabras
de Juan
Evangelista; ya lo sabéis: cuando las dolencias y la vejez suspendieron
el curso de sus
predicaciones, sólo repetía estas dulces palabras: "Hijitos míos, amáos
unos a otros".
Queridos y estimados hermanos, aprovecháos de las lecciones; su práctica
es
difícil, pero el alma saca de ellas un bien inmenso. Creedme, haced el
esfuerzo sublime
que os pido: "Amáos" muy pronto veréis la tierra transformada en Elíseo,
donde las
almas de los justos vendrán a gozar del reposo. (Fenelón. Bordeaux,
1861).
10. Mis queridos condiscípulos: los espíritus que están aquí
presentes os dicen
por mi voz: Amad bien, con el fin de ser amados. Este pensamiento es tan
justo, que
encontraréis en él todo lo que consuela y calma las penas de cada día; o
más bien,
practicando esta sabia máxima, os elevaréis de tal modo sobre la
materia, que os
espiritualizaréis antes de separaros de vuestro cuerpo terrestre.
Habiendo los estudios
espirituales desarrollado en vosotros la comprensión del porvenir,
tenéis una seguridad:
el adelantamiento hacia Dios con todas las promesas que corresponden a
las
aspiraciones de vuestra alma; también debéis elevaros lo bastante para
juzgar sin los
lazos de la materia, y no condenar a vuestro prójimo antes de haber
dirigido vuestro
pensamiento a Dios.
Amar, en el sentido profundo de la palabra, es ser real, probo,
concienzudo, para
hacer a los otros lo que quisiéramos para nosotros mismos; es buscar
alrededor de sí el
sentido íntimo de todos los dolores que abruman a nuestros hermanos,
para llevarles un
alivio; es mirar la gran familia humana como la suya, porque esta
familia la volveréis a encontrar en cierto período en los mundos más
avanzados, y los
espíritus que la componen son, como vosotros, hijos de Dios designados
para elevarse
hasta el infinito. Por esto no podéis rehusar a vuestros hermanos lo que
Dios os ha dado
liberalmente, porque por vuestra parte estaríais muy contentos de que
vuestros
hermanos os diesen lo que os hiciera falta. En tódo sufrimiento dadles,
pues, una palabra
de esperanza y de apoyo, a fin de que seáis todo amor, todo justicia.
Creed que estas sabías palabras: "Amad bien para ser amados", seguirán
su
curso; son revolucionarias y siguen una senda segura, invariable. Mas
vosotros que me
escucháis, habéis triunfado; sois infinitamente mejores que hace cíen
años: habéis
cambiado de tal modo, con ventaja vuestra, que aceptáis sin réplica una
multitud de
ideas nuevas sobre la libertad y fraternidad, que en otro tiempo
hubiérais rechazado,
pues de aquí a cien años aceptaréis con la misma facilidad las que aun
no han podido
entrar en vuestro cerebro. Hoy que el movimiento espiritista ha dado un
gran paso, veis
con que rapidez las ideas de justicia y de renovación, contenidas en los
dictados de los
espíritus, son aceptadas por la mitad del mundo inteligente; es porque
esas ideas
responden a todo lo que hay de divino en vosotros; es porque estáis
preparados por una
semilla fecunda: la del siglo último, que ha plantado en la sociedad las
grandes ideas del
progreso; y como todo se encadena bajo el dedo del Todopoderoso, todas
las lecciones
recibidas y aceptadas se encerrarán en este cambio universal del amor al
prójimo. Por él
los espíritus encarnados, juzgando mejor y sintiendo mejor, se tenderán
la mano desde
los confines de vuestro planeta, y se reunirán para entenderse y amarse y
para destruir
todas las injusticias y todas las causas de mala inteligencia entre los
pueblos.
¡Gran pensamiento de renovación por el Espiritismo, también descrito en
el
"Libro de los Espíritus!" tú producirás el gran milagro del siglo
venidero, el de la reunión de todos los intereses
materiales y espirituales de los hombres por la aplicación de esta
máxima bien
comprendida: "Amad bien con el fin de ser amados". (Sansón, antiguo
miembro de la
Sociedad Espiritista de París, 1863).
El egoísmo
11. El egoísmo, esa plaga de la humanidad, debe desaparecer de la tierra cuyo
progreso moral detiene; al Espiritismo le está reservada la tarea de hacerla subir en la
jerarquía de los mundos. El egoísmo es, pues, el objeto hacia el cual todos los
verdaderos creyentes deben dirigir sus armas, sus fuerzas, su valor; digo su valor,
porque éste es más necesario para vencerse a sí mismo que para vencer a los otros. Que
cada uno ponga todo su cuidado en combatir su egoísmo, porque este monstruo
devorador de todas las inteligencias, ese hijo del orgullo, es el origen de todas las
miserias de la tierra. El es la negación de la caridad, y por consiguiente, el más grande
obstáculo para la felicidad de los hombres.
Jesús os ha dado el ejemplo de la caridad y Poncio Pilatos el del egoísmo,
porque cuando el Justo va a recorrer las santas estaciones de su martirio, Pilatos se lava
las manos diciendo: ¡Qué me importa! Dijo a los judíos: Este hombre es justo, ¿por qué
queréis crucificicarle? Y sin embargo, lo deja conducir al suplicio.
A ese antagonismo de la caridad y del egoísmo, a la invasión de esa lepra del
corazón humano, debe el cristiano el que no haya cumplido toda su misión. A vosotros,
nuevos apóstoles de la fe a quienes los espíritus superiores iluminan, incumbe la tarea y
el deber de extirpar ese mal para dar al cristianismo toda su fuerza y limpiar el camino
de los abrojos que impiden su marcha. Echad fuera de la tierra el egoísmo para que
pueda ascender en la escala de los mundos, porque ya es tiempo de que la humanidad
vista la toga viril; y para esto es menester primero arrojar a aquél de vuestro corazón. (Emanuel. París, 1861).
12. Si los hombres se amasen con un mutuo amor, la caridad se practicaría
mejor; pero para esto sería preciso que os esforzáseis en desembarazaros de esa coraza
que cubre vuestros corazones, a fin de ser más sensibles para los que sufren. El rigor
mata los buenos sentimientos. Cristo no se negaba a nadie; el que a El se dirigía,
cualquiera que fuese, no era rechazado: la mujer adúltera y el criminal eran socorridos
por El; no temía nunca rebajar su propia consideración. ¿Cuándo, pues, lo tomaréis por
modelo de todas vuestras acclones? "Sí la caridad reinase sobre la tierra, el malo no
tendría imperio; huiría avergonzado, se ocultaría, porque por doquiera se encontraría el
mal; estad bien penetrados de esto.
Empezad por dar el ejemplo vosotros mismos, sed caritativos para todos
indistintamente, esforzáos en no tildar a los que os miran con desdén y dejad a Dios el
cuidado de toda justicia, porque todos los días en su reino separa el buen grano de la
cizaña.
El egoísmo es la negación de la caridad, y sin la caridad no puede haber sosiego
en la sociedad; digo más, ninguna seguridad. Con el egoísmo y el orgullo que se dan la
mano, el mundo sería siempre un juego favorable al más astuto, una lucha de intereses
en la que son pisoteados los más santos afectos, en que ni aun son respetados los lazos
sagrados de la familia. (Pascal. Sens, 1862).
La fe y la caridad
13. Os dije últimamente, mis queridos hijos, que la
caridad sin la fe, no bastaría
para mantener entre los hombres un orden social capaz de hacerles
felices. Debería
haber dicho que la caridad es imposible sin la fe. Podréis muy bien
encontrar, en verdad,
rasgos generosos aun en la persona que no tiene religión, pero esa
caridad austera que sólo se ejerce por abnegación, por el sacrificio
constante de todo
interés egoísta, sólo la fe puede inspirarla, porque sólo ella puede
hacernos llevar con
ánimo y perseverancia la cruz de esta vida.
Sí, hijos mios; en vano el hombre, ávido de goces, quisiera engañarse
sobre su
destino en la tierra, sosteniendo que le es permitido el ocuparse sólo
de su felicidad.
Ciertamente Dios nos creó para ser felices en la eternidad; sin embargo,
la vida terrestre
debe únicamente servir para nuestro perfeccionamiento moral, el cual se
adquiere más
fácilmente con la ayuda de los órganos y del mundo material. Sin contar
las vicisitudes
ordinarias de la vida, la diversidad de vuestros gustos, de vuestras
inclinaciones y de
vuestras necesidades, son también un medio de perfeccionaros,
ejercitándose en la
caridad. Porque sólo a costa de concesiones y de sacrificios mutuos
podréis mantener la
armonía entre elementos tan diversos.
Sin embargo, tendríais razón afirmando que la felicidad está destinada
al hombre
en la tierra, si la buscáseis, no en goces materiales, sino en el bien.
La historia de la
cristiandad habla de los mártires que iban al suplicio con alegría; hoy,
en vuestra
sociedad, no hay necesidad, para ser cristiano, ni del holocausto, ni
del martirio, ni del
sacrificio de la vida, sino única y sencillamente del sacrificio de
vuestro egoísmo, de
vuestro orgullo y de vuestra vanidad. Triunfaréis si la caridad os
inspira y si la fe os
sostiene. (Espíritu protector, Cracovia, 1861).
Caridad para con los criminales
14. La verdadera caridad es una de las más sublimes enseñanzas
que Dios haya
dado al mundo. Entre los verdaderos discípulos de su doctrina, debe
existir una
fraternidad completa. Debeis amar a los desgraciados y a los criminales,
como a
criaturas de Dios a las cuales se concederá el perdón y la misericordia,
si se arrepienten como a vosotros mismos, por las faltas que cometéis
contra su
ley. Pensad que vosotros sois más reprensibles, más culpables que
aquellos a quienes
rehusáis el perdón y la conmiseración, porque muchas veces ellos no
conocen a Dios
como vosotros lo conocéis, y se les harán menos cargos que a vosotros.
No juzguéis, ¡oh!, no juzguéis queridos amigos miós, porque el juicio
que
vosotros forméis os será aplicado aún con más severidad, y tenéis
necesidad de
indulgencia por los pecados que cometéis sin cesár. ¿No sabéis que hay
muchas acciones
que son crímenes a los ojos de Dios, a los ojos del Dios de pureza, y
que el mundo sólo
considera como faltas ligeras?
La verdadera caridad no consiste solamente en la limosna que hacéis, ni
tampoco
en las palabras de consuelo con que podéis acompañarla, no; no es esto
sólo lo que Dios
exige de vosotros. La caridad sublime enseñada por Jesús consiste
también en la benevolencia
concedida siempre y en todas las cosas a vuestro prójimo. Podéis también
ejercitar esa sublime virtud con muchos seres que no tienen necesidad de
limosnas y a
quienes las palabras de amor, de consuelo y de valor conducirán al
Señor.
Se acercan los tiempos, os repito, en que la gran fraternidad reinará en
este
globo; la ley de Cristo es la que regirá los hombres; ella sola será el
freno y la esperanza,
y conducirá a las almas a la morada de los bienaventurados. Amáos, pues,
como hijos de
un mismo padre; no hagáis diferencia entre los otros desgraciados,
porque Dios es quien
quiere que todos sean iguales; no desprecíéis a nadie; Dios permite que
estén entre
vosotros grandes criminales con el fin de que os sirvan de enseñanza.
Muy pronto,
cuando los hombres sean conducidos a la práctica de las verdaderas leyes
de Dios, ya no
habrá necesidad dé esas enseñanzas, "y todos los espíritus impuros y
rebeldes serán dispersados en mundos inferiores en armonia con sus
inclinaciones"
Debéis a éstos de quienes hablo el socorro de vuestras oraciones: es la
verdadera
caridad. No es necesario que digáis de un criminal: "Es un miserable; es
menester purgar
la Tierra; la muerte que se le impone es demasiado benigna para un ser
de su especie".
No, no es así como debéis hablar. Contemplad a Jesús, vuestro modelo;
¿qué diría si
viese junto a El a ese desgraciado? Le compadecería; le consideraría
como a un enfermo
muy desdichado, y le tendería la mano. Vosotros no podéis hacerlo en
realidad, pero al
menos podéis rogar por él y asistir a su espíritu durante los pocos
instantes que debe
pasar en la Tierra. El arrepentimiento puede conmover su corazón, si
rogáis con fe. Es
vuestro prójimo, como el mejor de entre los hombres; su alma descarriada
y rebelde, es
creada como la vuestra, para perfeccionarse; ayudadle, pues, a salir del
cenegal, y rogad
por él. (Elisabeth de Francia. Havre, 1862).
¿debe uno exponerse para
salvarle?"
15. "Un hombre está en peligro de muerte; para salvarle es
menester exponer la
propia vida; pero se sabe que ese hombre es un malhechor, y que si se
escapa, podrá
cometer nuevos crímenes. Sin embargo de esto, ¿debe uno exponerse para
salvarle?"
Esta es una cuestión muy grave y que naturalmente se presenta a la
inteligencia.
Contestaré según mi adelantamiento moral, puesto que estamos en el punto
de saber si
uno debe exponer su vida aunque sea por un malvado. La abnegación es
ciega: se
socorre a un enemigo: debe, pues, socorrerse a un enemigo de la
sociedad, a un
malhechor, en una palabra. ¿Creéis que sólo se arrebata a la muerte a
este desgraciado?
Quizá le arrancaréis a toda su vida pasada. Porque, acordáos de que en
esos rápidos
instantes que le roban los últimos minutos de la vida, el hombre perdido
vuelve sobre su vida pasada, o más bien, esa vida se le presenta
delante. Quizá la muerte
llegue demasiado pronto para él; la reencarnacíon podrá ser terrible;
¡lanzáos, pues,
hómbres! vosotros a quienes la ciencia espiritista ha iluminado,
lanzáos, arrancadle a su
condenación, y acaso entonces ese hombre que hubiera muerto blasfemando,
se echará
en vuestros brazos. Con todo, no hay necesidad de pensar si lo hará o
no; pero marchad
a su socorro, porque salvándole, obedecéis a la voz del corazón, que os
dice: "¡Puedes
salvarle, sálvale!" (Lamennais. París, 1862).