10. Los bienes de la Tierra pertenecen a Dios que los da según su voluntad, no siendo el hombre más que un usufructuario, el administrador más o menos íntegro e inteligente. Vale tan poco la propiedad individual del hombre, que Dios burla a menudo todas las previsiones, y la fortuna escapa al que cree poseerla con los mejores títulos.
Puede que digáis que así se comprende en cuanto a la fortuna hereditaria, pero que no es lo mismo con la que uno adquiere por su trabajo. Sin ninguna duda que si hay una fortuna legítima, es la que se adquiere honrosamente, porque una propiedad "no se adquiere legítimamente sino cuando para poseerla no se ha hecho daño a nadie". Se pedirá cuenta a un maravedí mal adquirido en perjuicio de otro. Pero de que un hombre deba su fortuna a sí mismo, ¿se sigue que pueda llevarse más cuando muere? Los cuidados que toma para transmitirla a sus descendientes, ¿no son superfluos muchas veces? Porque si Dios no quiere que hereden, nada podrá prevalecer contra su voluntad. ¿Puede, acaso, usar y abusar impunemente de ella durante su vida sin tener que dar cuenta? No permitiéndole adquirirla, Dios ha podido recompensarle durante esta vida sus esfuerzos, su valor, su perseveran-cia; pero si sólo la hace servir para satisfacción de sus sentidos o de su orgullo, si viene a ser una causa de pecado entre sus manos, más le hubiera valido no poseerla; pierde por un lado lo que ha ganado por otro, anulando el mérito de su trabajo; y cuando deje la tierra, Dios le dirá que ya recibió su recompensa. (M., Espíritu protector, Bruxelles, 1861.)