Felicidal de la oración
23. Venid los que queréis creer: los espíritus celestes corren y vienen a deciros
cosas grandes; Dios, hijos míos, abre su ancho pecho para daros sus bienes. ¡Hombres
incrédulos! ¡Si supiéseis de qué modo la fe hace bien al corazón y conduce el alma al
arrepentimiento, a la oración! La oración, ¡ah! ¡cuán tiernas son las palabras que salen
de la boca en el momento de orar! La oración es el rocío divino que destruye, el
excesivo calor de las pasiones; hija primogénita de la fe, nos lleva al sendero que
conduce a Dios. En el recogimiento y la soledad, estáis con Dios; para vosotros no hay
ya misterio, él se os descubre. Apóstoles del pensamiento, para vosotros es la vida;
vuestra alma se desprende de la materia y recorre esos mundos infinitos y etéreos que
los pobres humanos desconocen.
Marchad, marchad por el sendero de la oración, y oiréis las voces de los ángeles.
¡Qué armonía! Estas no son el murmullo confuso de los acentos chillones de la tierra;
son las liras de los arcángeles; son las voces dulces y suaves de los serafines, más ligeras
que las brisas de la mañana, cuando juguetean en el follaje de vuestros grandes bosques.
¡Entre cuántas delicias no marcharéis! ¡Vuestra lengua no podrá definir esta felicidad;
cuánto más entre por todos los poros, tanto más vivo y refrescante es el manantial de
donde se bebe! ¡Dulces voces, embriagadores perfumes que el alma siente y saborea,
cuando se lanza a esas esferas desconocidas y habitadas por la oración! Sin mezcla de
carnales deseos, todas las inspiraciones son divinas. También vosotros orad, como
Cristo, llevando su cruz desde el Gólgota al Calvario; llevad vuestra cruz, y sentiréis las
dulces emociones que pasaban por su alma, aunque cargada con un leño infamante; iba a
morir, pero para vivir de la vida celeste en la morada de su padre. (S. Agustín. París,
1861).