Fariseos (del hebreo Pharasch, división, separación). La tradición formaba una parte importante de la Teología judáica; consistía en la colección de las interpretaciones sucesivas dadas sobre el sentido de las Escrituras y que habían venido a ser artículos de dogma. Entre los doctores, este asunto era objeto de interminables discusiones, y las más de las veces sobre simples cuestiones de palabras o de forma, por el estilo de las disputas teológicas y de las sutilezas escolásticas de la edad media; de ahí nacieron diferentes sectas que pretendían tener cada una el monopolio de la verdad, y como acontece casi siempre; se detestaban cordialmente las unas a las otras.
Entre estas sectas, la más influyente era la de los fariseos que tuvo jefe a Hillel, doctor judío que nació en Babilonia, fundador de una escuela célebre, en la que se enseñaba que la fe sólo se debía a las Escrituras. Su origen se remonta al año 180 ó 200 antes de J. C. Los fariseos fueron perseguidos en diversas épocas, notablemente bajo el mando de Hirtano, soberano pontífice y rey de los judíos, de Aristóbulo y de Alejandro, rey de Siria; sin embargo, este último habiéndoles vuelto sus honores y sus bienes, afianzaron su poder, ue conservaron hasta la ruina de Jerusalén; el año 70 de la era cristiana, época en que desapareció su nombre a consecuencia de la dispersión de los judíos.
Los fariseos tomaban una parte activa en las controversias religiosas; serviles observadores de las prácticas exteriores del culto y de las ceremonias, llenos de un celo ardiente de proselitismo, enemigos de los innovadores, afectaban una grande severidad de principios; pero bajo las apariencias de una devoción meticulosa, ocultaban costumbres disolutas, mucho orgullo, y sobre todo, un amor excesivo de mando. La religión era para ellos antes un medio de medrar, que objeto de fe sincera. Sólo tenían el exterior y la ostentación de la virtud; mas así ejercían una grande influencia sobre el pueblo, a cuyos ojos pasabán por unos santos, y por esto eran tan poderosos en Jerusalén.
Creían, o al menos hacían ver que creían, en la Providencia, en la inmortalidad del alma, en la eternidad de las penas y en la resurrección de los muertos. (Cap. IV, número 4). Jesús, que apreciaba ante todo la sencillez y las cualidades del corazón, que prefería en la ley el espíritu que vivifica a la letra que mata, se dedicó, durante su misión a desenmascarar la hipocresía de aquéllos y por consiguiente, tuvo en ellos enemigos encarnizados; por esto se unieron con los príncipes de los sacerdotes para amotinar al pueblo contra El y hacerle perecer.