EL EVANGELIO SEGÚN EL ESPIRITISMO

Allan Kardec

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La felicidad no es de este mundo

20. ¡Yo no soy feliz! ¡La felicidad no se ha hecho para mí! exclama generalmente el hombre en todas las posicíones sociales. Esto, hijos míos, prueba mejor que todos los razonamientos posibles, la verdad de esta máxima del Eclesiastés: "La felicidad no es de este mundo". En efecto; ni la fortuna, ni el poder, ni tan siquiera la florida juventud, son condiciones esenciales de la dicha; diré más, tampoco lo es la reunión de esas tres condiciones tan envidiadas porque se oye sin cesar en medio de las clases más privilegladas y a las personas de todas edades quejarse amargamente de su condición de ser. Ante tal resultado, es inconcebible que las clases laboriosas y militantes envidien con tanta codicia, la posición de aquellos que la fórtuna parece haber favorecido. Allí, por más que se haga, cada uno tiene su parte de trabajo y de miseria, su parte de sufrimientos y de desengaños, por lo que nos será fácil sacar en consecuencia, que la tierra es un lugar de pruebas y de expiaciones. Así, pues, aquellos que predican que la tierra es la única morada del hombre, y que sólo en ella y en una sola existencia les será permitido alcanzar el más alto grado de félicidades que su naturaleza admite, aquéllos se engañan y engañan a los que les escuchan, atendido que está demostrado por una experiencia archisecular, que ese globo no encierra más que excepcionalmente las condiciones necesarias para la felicidad completa del individuo. En tesis general se puede afirmar que la felicidad es una utopía; en busca de la cual las generaciones se lanzan sucesivamente sin poder alcanzarla jamás, porque si el hombre sabio es una rareza en la tierra, tampoco se encuentra con mucha facilidad al hombre completamente feliz. Lo que constituye la dicha en la tierra es una cosa de tal modo efímera para aquél a quien la prudencia no guía, que por un año, un mes, una semana de completa satisfacción, todo el resto de su vida lo pasa entre amarguras y desengaños, y notad, queridos hijos, que hablo aquí de los felices de la tierra, de aquellos que son envidiados por la multitud.

Consecuentemente, sí la morada terrestre está afecta a las pruebas y a la expiación, es preciso admitir que hay en otra parte moradas más favorecidas, en las que el espíritu del hombre, aprisionado aun en la materia, posee en su plenitud los goces anexos a la vida humana. Por esto Dios ha sembrado en vuestros torbellinos esos hermosos planetas superiores, hacia los cuales vuestros esfuerzos y vuestras tendencias os harán subir un día, cuando estéis bastante purificados y perfeccionados. Con todo, no deduzcáis de mis palabras que la tierra esté destinada para siempre a ser un lugar penitenciario; no, ciertamente, porque por los progresos realizados, podéis deducir los progresos futuros, y por las mejoras sociales adquiridas, las nuevas y más fecundas mejoras. Tal es la inmensa tarea que debe realizar la nueva doctrina que los espíritus han revelado.

Así, pues, queridos míos, que os anime una santa emulación, y que cada uno de vosotros se despoje enérgicamente del hombre viejo. Os debéis todos a la vulgarización de este Espiritismo, que ha empezado ya vuestra propia regeneración. Es un debe el hacer participar a vuestros hermanos de los rayos de la luz sagrada. ¡A la obra, pues, mis queridos hijos! Que en esta reunión solemne todos vuestros corazones aspiren al objeto grandioso de preparar a las generaciones futuras un mundo en el que la felicidad no será una palabra vana. (Francisco-Nicolás-Madaleine, cardenal Marlot. París, 1863).