CAPÍTULO X - Bienaventurados los misericordiosos
Perdonad para que Dios os perdone. - Reconciliarse con sus enemigos. - El sacrificio
más agradable a Dios. - La paja y la viga en el ojo. - No juzguéis para que no o.
juzguen. - El que esté sin pecado le arroje la primera piedra - Instrucciones de los
espíritus: Perdón de las ofensas. - La indulgencia. - ¿Es permitido el reprender a los
otros, observar sus imperfecciones y divulgar su mal a otro?
Perdonad para que Dios os perdone
1. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán
misericordia. (San Mateo, cap. V, v. 7).
2. Porque si perdonareis a los hombres sus pecados os perdonará también
vuestro Padre celestial vuestros pecados. -Mas si no perdonareis a los hombres,
tampoco vuestro Padre os perdonará vuestros pecados. (Id., cap. VI, v. 14 y 15).
3. Por tanto, si tu hermano pecare contra ti, vé, y corrígele entre ti y él solo.
Si te oyere, ganado habrás a tu hermano. - Entonces, Pedro, llegándose a El, dijo:
¿Señor, cuántas veces pecará mi hermano contra mí y le perdonaré? ¿Hasta siete
veces - Jesús le dice: No te digo hasta siete, si no hasta setenta veces siete veces.
(Id., cap. XVIII, v. 15, 21 y 22).
4. La misericordia es el complemento de la dulzura, porque el que no es
misericordioso no puede ser benigno y pacífico; la misericordia consiste en el olvido y el
perdón de las ofensas. El odio y el rencor denotan un alma sin elevación de grandeza,
pues el olvido de las ofensas es propio de almas elevadas que están fuera del alcance del mal que se las quiere hacer; la una siempre está ansiosa, es de una
susceptibilidad sombría y llena de hiel; la otra está serena, llena de mansedumbre y de
caridad.
Desgraciado del que dice: yo no perdonaré nunca, porque si no es condenado
por los hombres, ciertamente lo será por Dios. ¿Con qué derecho reclamará el perdón de
sus propias faltas, si él mismo no perdona las de los otros? Jesús nos enseña que la
misericordia no debe tener límites, cuando dice que debe perdonar-se al hermano, no
siete veces, sino setenta veces siete veces.
Mas hay dos modos muy diferentes de perdonar; el primero, es grande, noble,
verdaderamente generoso, sin segunda intención, que maneja con delicadeza el amor
propio y la susceptibilidad del adversario, aunque este último tuviera toda la culpa; el
segundo, es cuando el ofendido, o el que cree estarlo impone al otro condiciones
humillantes y hace sentir el peso de un perdón, que irrita en vez de calmar; si le tiende la
mano, no es por benevolencia, sino con ostentación, a fin de poder decir a todo el
múndo: ¡Mirad si soy generoso! En tales circunstancias, es imposible que la reconciliación
sea sincera de una y otra parte. No, ésta no es la generosidad, es uno de los
modos de satisfacer el orgullo. En toda contienda, el que se manifiesta más conciliador,
el que prueba más desinterés, más caridad y más verdadera grandeza de alma, ese se
captará siempre la simpatía de las personas imparciales.
Reconciliarse con sus enemigos.
5. Acomódate luego con tu contrario mientras que estás con él en el
camino: no sea que tu contrario te entregue al juez y el juez te entregue al
ministro, y seas echado en la cárcel. En verdad te digo, que no saldrás de allí basta
que pagues el último cuadrante. (San Mateo, cap. V, v. 25 y 26).
6. En la práctica del perdón y en la del bien en general, más que un efecto moral
hay también un efecto material. Se sabe que la muerte no nos libra de nuestros enemigos; los espíritus
vengativos persiguen muchas veces con un odio más allá de la tumba, a aquellos a
quienes han conservado rencor; por esto el proverbio que dice: "Muerto el perro
acabada la rabia", es falso en cuanto se aplica al hombre. El espíritu malo espera que
aquel a quien quiere mal esté encadenado a su cuerpo y menos libre, para atormentarle
más fácilmente y perjudicarle en sus intereses o en sus afectos más íntimos. En este
hecho ha de verse la causa de la mayor parte de las obsesiones; sobre todo de aquellas
que presentan cierta gravedad, como la subyugación y la posesión. El obsesado y el
poseído son casi siempre víctimas de una venganza anterior, a la que probablemente
dieron lugar con su conducta. Dios lo permite para castigarles del mal que ellos mismos
han hecho, o si no lo han hecho, por haber faltado a la indulgencia y a la caridad no
perdonando. Conviene, pues, desde el punto de vista de su futura tranquilidad, reparar
lo más pronto posible los daños que se han podido causar al prójimo, perdonar a sus
enemigos con el fin de desvanecer, antes de morir, todo motivo de disensiones y toda
causa fundada de animosidad ulterior; por este medio, de un enemigo encarnizado en
este mundo, puede uno hacerse un amigo en el otro; al menos el buen derecho está en su
parte, y Dios no deja a merced de la venganza ajena al que ha perdonado. Cuando Jesús
recomienda reconciliarse lo más pronto posible con su adversario, no es sólo con la mira
de apaciguar las discordias durante la existencia actual, si que también con la de evitar
que se perpetúen en las existencias futuras. Él dijo: no saldréis de allí hasta que paguéis
el último óbolo, es decir, satisfecha completamente la justicia de Dios.
El sacrificio más agradable a Dios
7. Por tanto, si fueres a ofrecer tu ofrenda al altar y allí te acordares que tu
hermano tiene alguna cosa contra tí: - Deja allí tu ofrenda delante del altar y ve primeramente a reconcilarte con tu hermano
y entonces ven a ofrecer tu ofrenda. (San Mateo, cap. V, v. 23 y 24).
8. Cuando Jesús dijo: "Id a reconciliaros con vuestro hermano antes de presentar
vuestra ofrenda al altar", enseñó que el sacrificio más agradable al Señor es el del
resentimiento propio, que antes de presentarse para ser perdonado, es preciso que
perdone él mismo, y que si ha hecho algún daño a sus hermanos, es preciso que se haya
reparado; sólo entonces será agradable la ofrenda, porque procederá de un corazón puro
de todo mal pensamiento. Materializa este precepto porque los judíos ofrecían
sacrificios materiales y debían conformar sus palabras a sus usos. El cristiano no ofrece
dones materiales: ha espiritualizado el sacrificio, pero el precepto tiene por ello más
fuerza; ofrece su alma a Dios, y esta alma debe estar purificada; "entrando en el templo
del Señor, debe dejar fuera todo sentimiento de odio y de animosidad, todo mal
pensamiento contra su hermano"; sólo entonces es cuando su plegaria será llevada por
los ángeles a los pies del Eterno. Esto es lo que enseña Jesús con estas palabras: Dejad
vuestra ofrenda al pie del altar; id primero a reconciliaros con vuestro hermano, si
queréis ser agradables al Señor.
La paja y la viga en el ojo
9. "Por qué, pues, ves la pajita en el ojo de tu hermano y no ves la viga en
tu ojo?" - ¿O cómo dices a tu hermano: Deja, sacaré la pajita de tu ojo; y se está
viendo una viga en el tuyo? - Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces
verás para sacar la mota del ojo de tu hermano. (San Mateo, capítulo VII, v. 3, 4 y
5).
10. Una de las extravagancias de la humanidad es el ver el mal del otro antes de
ver el propio. Para juzgarse uno mismo, sería preciso poderse mirar en un espejo,
transportarse de algún modo fuera de sí y considerarse como otra persona, preguntándose: ¿Qué pensarías si vieses hacer a otro lo
que tú haces? Incontestablemente el orgullo es el que hace al hombre disimular sus
propias faltas, tanto en lo moral como en lo físico. Esta extravagancia es esencialmente
contraria a la caridad, porque la verdadera caridad es modesta, sencilla e indulgente; la
caridad, orgullosa es un contrasentido, puesto que esos dos sentimientos se neutralizan
uno a otro. En efecto, ¿cómo un hombre, bastante vano para creer en la importancia de
su personalidad y en la supremacía de sus cualidades, puede tener al mismo tiempo
bastante abnegación para hacer resaltar en otro el bien que podía eclipsarle, en lugar del
mal que podría realzarle? Si el orgullo es el origen de muchos de nuestros vicios, es
también la negación de muchas virtudes; se la encuentra en el fondo y como móvil de
casi todas las acciones. Por esto Jesús se empeñó en combatirlo como el principal
obstáculo del progreso.
No juzguéis para que no os juzguen. El que esté sin pecado
le arroje la primera piedra
11. No queráis juzgar para que no seáis juzgados. - Pues con el juicio con
que juzguéis, seréis juzgados; y con la medida con que midiéreis, os volverán a
medir. (San Mateo, capítulo VII, v. 1 y 2).
12. Y los Escribas y los Fariseos le trajeron una mujer, sorprendida en
adulterio; y la pusieron en medio. -Y le dijeron: Maestro, esta mujer ha sido ahora
sorprendida en adulterío. - Y Moisés nos mandó en la ley apedrear a estas tales.
¿Pues tú, qué dices? - Y esto lo decían tentándole para poderle acusar: Mas Jesús,
inclinado hacía abajo, escribía con el dedo en tierra. - Y como porfiasen en
preguntarle, se enderezó, y les dijo: El que entre vosotros esté sin pecado, tire
contra ella la piedra el primero. - E inclinándose de nuevo, continuaba escribiendo
en tíerra. - Ellos, cuando esto oyeron, se salieron los unos en pos de los otros, y los
más ancianos los primeros: y quedó Jesús solo, y la mujer que estaba en pie en
medio. Y enderezándose Jesús, la dijo: Mujer, ¿en dónde están los que te
acusaban? ¿Ninguno te ha condenado?-Dijo ella: Ninguno, Señor. Y dijo Jesús. Ni yo tampoco te condenaré. Vete y no peques ya más. (San
Juan, cap. VIII, v. 3 a 11).
13. "El que esté sin pecado, tire contra ella la piedra el primero", dijo Jesús. Esta
máxima hace un deber de la indulgencia, porque no hay nadie que no tenga necesidad de
que se la tenga a él. La indulgen cia nos enseña que no debemos juzgar a los otros con
mas severidad que nos juzgamos a nosotros mismos, ni condenar en otro lo que en
nosotros perdonamos. Antes de echar en cara una falta a alguien, miremos si podía
recaer sobre nosotros la misma reprobación.
La reprobación de la conducta de otro puede tener dos móviles: reprimir el mal o
desacreditar a la persona cuyos actos se critican; este último motivo no tiene nunca
excusa, porque es maledicencia y maldad. Lo primero puede ser laudable, y es un deber
en ciertos casos, porque de ello debe resultar un bien, y porque sin esto, el mal nunca se
reprimiría en la sociedad; por otra parte, el hombre ¿no debe, acaso, favorecer el
progreso de su semejante? No es, pues, preciso tomar este principio en el sentido
absoluto: "No juzguéis si no queréis ser juzgados", porque la letra mata y el espíritu
vivifica.
Jesús no podía impedir la reprobación del mal, puesto que él mismo nos dió el
ejemplo y lo hizo en términos enérgicos; pero quiso decir que la autoridad de la
reprobación está en razón de la autoridad moral del que la pronuncia; hacerse culpable
de lo que uno recrimina a otro, es abdicar esta autoridad; es, además, apropiarse el
derecho de represión. La conciencia íntima, por lo demás, niega todo respeto y toda
sumisión voluntaria, al que estando investido de algún poder, viola las leyes, y los
principios que está encargado de aplicar: "No hay autoridad legítima a los ojos de Dios,
sino aquella que se apoya en el ejemplo que da del bien"; esto es lo que resulta
igualmente de las palabras de Jesús.
Perdón y olvido de las ofensas
14. ¿Cuántas veces perdonaré a mi hermano? Le perdonarás no siete veces, sino
setenta veces siete veces. Aquí tenéis una máxima de Jesús que debe llamar vuestra
atención, y hablar muy alto a vuestro corazón. Fijáos en esas palabras de misericordia de
la oración tan sencilla, tan reasumida y tan grande en sus aspiraciones que Jesús da a sus
discípulos, encontraréis siempre el mismo pensamiento. Jesús, el justo por excelencia,
responde a Pedro: Tú perdonarás, pero sin límites; tú perdonarás siempre que ofensa te
sea hecha; tú enseñarás a tus hermanos ese olvido de sí mismo que le hace invulnerable
contra el ataque, los malos procederes y las injurias; tú serás benigno y humilde de
corazón no midiendo nunca tu mansedumbre; tu harás, en fin, lo que desees que el Padre
celeste haga por tí; ¿ no tiene El que perdonarte muy a menudo, y cuenta, acaso, el
número de veces que su perdón desciende a borrar tus faltas?
Escuchad, pues, esa respuesta de Jesús y, como Pedro, aplicáosla; perdonad, sed
indulgentes, caritativos, generosos y hasta pródigos de vuestro amor. Dad, porque el
Señor os dará; perdonad, porque el Señor os perdonará; bajáos, porque el Señor os
levantará; humilláos, porque el Señor os hará sentar a su derecha.
Id, amigos míos, estudiad y comentad estas palabras que os dirijo de parte de
Aquél que desde lo alto de los esplendores celestes, tiene siempre la vista dirigida hacia
vosotros, y continúa con amor la tarea ingrata que empezó hace dieciocho siglos.
Perdonad, pues, a vuestros hermanos, como tenéis necesidad de que os perdonen a
vosotros mismos. Si sus actos os han perjudicado personalmente, mayor motivo tenéis
para ser indulgentes, porque el mérito del perdón es proporcionado a la gravedad del mal, y
no habría ninguno en perdonar los daños de vuestros hermanos si sólo os hubiesen
hecho pequeñas heridas.
Espiritistas, no olvidéis nunca que tanto en palabras como en acciones, el perdón
de las injurias no debe ser una palabra vana. Si os llamáis espiritistas, sedlo pues; olvidad
el mal que os han podido hacer y no penséis sino en una cosa: el bien que podáis hacer.
El que ha entrado en este camino, no debe separarse de él ni con el pensamiento, porque
sois responsables de vuestros pensamientos, que Dios conoce. Haced, pues, que estén
despojados de todo sentimiento de rencor; Dios sabe lo que mora en el fondo del
corazón de cada uno. Feliz, pues, aquel que todos los días puede dormirse, diciendo:
"Nada tengo contra mi prójimo". (Simeón, Bordeaux, 1862).
15. Perdonar a sus enemigos es pedir perdón para si mismo; perdonar a sus
amigos es darles una prueba de amistad; perdonar las ofensas es reconocer que uno se
vuelve mejor. Perdonad, pues, amigos míos, a fin de que Dios os perdone, porque sois
duros, exigentes, inflexibles, y si además tenéis rigor por una ligera ofensa, ¿cómo
queréis que Dios olvide, cuando todos los días tenéis gran necesidad de indulgencia?
¡Oh! desgraciado aquel que dice: "Yo no perdonaré nunca", porque pronuncia su propia
condenación. ¿Quién sabe, además, si descendiendo en tí mismo, no has sido tú el
agresor? ¿Quién sabe, si en esa lucha que empieza por un alfilerazo y concluye por un
rompimiento, tú empezaste por dar el primer golpe? ¿Si tal vez te ha escapado una
palabra ofensiva? ¿Si no has usado de toda la moderación necesaria? Sin duda tu
adversario no tiene razón en manifestarse demasiado susceptible, pero esto es una razón
para que seas indulgente, y no merezca los reproches que le diriges. Admitamos que tú
hayas sido realmente el ofendido en alguna circunstancia; ¿quién te dice que tú mismo no hayas envenenado el asunto con
las represalias, y que hayas hecho degenerar en querella formal lo que fácilmente hubiera
podido quedar en olvido? Si dependía de ti el impedir las consecuencias, y no lo has
hecho, eres culpable. Admitamos, en fin, que no tengas ningún cargo que hacerte;
entonces tendrás mucho más mérito eu demostrate clemente.
Mas hay que dos modos muy diferentes de perdonar: hay el perdón de boca y el
de corazón. Muchas personas dicen que perdonan a su adversario, mientras que
interiormente experimentan un placer secreto del mal que les sucede, diciendo para sí:
esto es lo que él merece. Otros dicen "yo perdono" y añaden: "pero no me reconciliaré
nunca; no lo volveré a ver en mi vida". ¿Acaso es esto el perdón según el Evangelio?
No; porque, el verdadero perdón, el perdón cristiano, es aquel que echa un velo sobre lo
pasado, el único que os será tomado en cuenta, porque Dios no se contenta con las
apariencias; sondea el fondo de los corazones y los pensamientos más secretos; no se le
contenta con palabras y vanos simulacros. El olvido completo y absoluto de las ofensas
es propio de almas grandes; el rencor siempre es una señal de bajeza y de inferioridad.
No olvidéis que el verdadero perdón se reconoce en los actos mucho más que en las
palabras. (Pablo, apóstol, Lyon, 1861).
La indulgencia
16. Espiritistas, hoy queremos hablaros de la indulgencia, de este sentimiento tan
dulce, tan fraternal que todo hombre debe tener para con sus hermanos, pero que muy
pocos practican.
La indulgencia no ve los defectos de los otros, o si los ve se guarda de hablar de
ellos o de divulgarlos; por el contrario, los oculta con el fin de que sólo él los conozca; y
si la malevolencia los descubre, siempre tiene a mano una excusa para paliarlos, es decir, una excusa plausible, formal y nada
tiene de aquellas que queriendo atenuar la falta, la hacen resaltar con pérfida maestría.
La indulgencia nunca se ocupa de los actos malos de los demás a menos que no
sea para hacer un favor, y aun así tiene cuidado de atenuarlos tanto como le es posible.
No hace observaciones que choquen; ni tiene reproches a mano, sino consejos, lo más a
menudo disfrazados. Cuando criticáis, ¿qué consecuencias deben sacarse de vuestras
palabras? Vosotros los que vituperáis, ¿no habréis hecho tal vez lo que reprocháis,
valdréis, acaso, más que el culpable? ¡Oh, hombres! ¿cuándo juzgaréis por vuestros
propios corazones, vuestros propios pensamientos, vuestros propios actos, sin ocuparos
de lo que hacen vuestros hermanos? ¿Cuando no abriréis vuestros ojos severos sino para
vosotros mismos?
Sed, pues, severos para con vosotros e indulgentes para con los demás. Pensad
en el que juzga sin apelación que ve los pensamientos secretos de cada corazón y que
por consiguiente, excusa muy a menudo las faltas que vosotros vituperáis, o condena lo
que excusáis, porque conoce el móvil de todos los actos y porque vosotros, que gritáis
tan alto ¡anatema!, quizás habéis cometido faltas más graves.
Sed indulgentes, amigos mios, porque la indulgencia atrae, calma, corrige;
mientras que el rigor desalienta, aleja e irrita. (José, espíritu protector, Bordeaux 1863).
17. Sed indulgentes para con las faltas de los otros, cualesquiera que sean; sólo
debéis juzgar con severidad vuestras acciones, y el Señor usará de indulgencia con
vosotros, así como vosotros la habréis usado para con los demás.
Sostened a los fuertes animándoles a la perseverancia; fortificad a los débiles
enseñándoles la bondad de Dios, que toma en cuenta el menor arrepentimiento; mostrad a todos el ángel del
arrepentimiento extendiendo sus blancas alas sobre las faltas de los humanos, velándolas
de este modo a los ojos de aquél que no puede ver lo que es impuro. Comprended toda
la misericordia infinita de vuestro Padre, y no os olvidéis jamás de decirle con vuestro
pensamiento; y sobre todo con vuestros actos: "Perdonad nuestras ofensas así como
nosotros perdonamos a los que nos han ofendido". Comprended bien el valor de esas
sublimes palabras: no sólo su letra es admirable, sí que también la enseñanza que
encierra. ¿Qué solicitáis del Señor cuando le pedís que os perdone? Es sólo el olvido de
vuestras ofensas, olvido que os deja en la nada, porque Dios se contenta con olvidar
vuestras faltas, no castiga, "pero tampoco recompensa". La recompensa no puede ser el
precio del bien que no se ha hecho y aun menos del mal causado, aun cuando este mal
fuese olvidado. Pidiéndole el perdón de vuestras infracciones, me pedís el favor de sus
gracias para no volver a caer en la falta y la fuerza necesaria para entrar en el buen
camino, camino de sumisión y de amor en el que podéis añadir la reparación al
arrepentimiento.
Cuando perdonéis a vuestros hermanos, no os contentéis con correr el velo del
olvido sobre sus faltas; este velo es a menudo muy transparente a vuestros ojos; cuando
les perdonéis, ofrecedles al mismo tiempo vuestro amor; haced por ellos lo que
quisiérais que vuestro Padre celeste hiciere por vosotros. Reemplazad la cólera que
mancha por el amor que purifica. Predicad con vuestro ejemplo esa caridad activa, infatigable,
que Jesús os ha enseñado: predicadla como El mismo lo hizo todo el tiempo
que vivió en la tierra visible a los ojos del cuerpo, y como la ha predicado también sin
cesar desde que sólo es visible a los ojos del espíritu. Seguid a ese divino modelo; no os
apartéis de sus pasos; ellos os conducirán al lugar de refugio en donde encontraréis el reposo después de la lucha. Cargáos, como él, con
vuestra cruz, y subid penosamente, pero con ánimo, vuestro calvario; en la cumbre está
la glorificación. (Juan, obispo de Bordeaux, 1862).
18. Queridos amigos, sed severos para con vosotros mismos e indulgentes para
con las debilidades de los otros; también esto es una práctica de la santa caridad que
muy pocas personas observan. Todos vosotros tenéis malas inclinaciones que vencer,
defectos que corregir, costumbres que modificar, todos vosotros tenéis una carga más o
menos pesada que depositar para subir a la cumbre de la montaña del progreso. ¿Por
qué, pues, veis tanto para el prójimo, y sois tan ciegos para vosotros mismos? ¿Cuándo,
pues, cesaréis de advertir en el ojo de vuestro hermano una arista de paja que le hiere,
sin mirar en el vuestro la viga que os ciega, y os hace marchar de precipicio en
precipicio? Creed en vuestros hermanos los espíritus: Todo hombre bastante orgulloso
para creerse superior en virtud y en mérito a sus hermanos encarnados es insensato y
culpable, y Dios le castigará en el día de su justicia. El verdadero carácter de la caridad,
es la modestia y la humildad que consiste en no ver superficialmente los defectos para
dedicarse a hacer volver lo que hay en el bueno y virtuoso; porque si el corazón humano
es un abismo de corrupción, existe siempre en algunos de sus pliegues más escondidos,
el gérmen de buenos sentimientos, chispa brillante de la esencia espiritual.
¡Espiritismo, doctrina consoladora y bendita; felices los que te conocen y se
aprovechan de las saludables enseñanzas de los espíritus del Señor! Para ellos el camino
es claro, y durante todo el viaje pueden leer estas palabras que les indican el medio de
llegar al fin: caridad práctica, caridad de corazón, caridad para el prójimo como para sí
mismo, en una palabra, caridad para todos y amor de Dios sobre todas las cosas, porque el amor de Dios resume todos los deberes y porque realmente es imposible amar
a Dios sin practicar la caridad, de la que hace una ley para con todas sus criaturas.
(Dufétre, obispo de Nevers, Bordeaux).
"Si nadie es perfecto, ¿se sigue de esto que nadie tiene el derecho de corregir
a su vecino?"
19. "Si nadie es perfecto, ¿se sigue de esto que nadie tiene el derecho de corregir
a su vecino?"
Seguramente que no, puesto que cada uno de vosotros debe trabajar para el
progreso de todos, y sobre todo de aquellos cuya tutela se os ha confiado; pero hay una
razón para hacerlo con moderación, con un fin útil, y no como se hace la mayor parte de
las veces por el placer de denigrar. En este último caso la censura es una maldad; en el
primero es un deber que la caridad manda cumplir con toda prudencia posible, y aun la
censura que se quiere hacer a otro, debe uno hacérsela a sí mismo al propio tiempo y
preguntarse si también la merece. (San Luis. París, 1860).
20. "¿Es uno reprensible por observar las imperfecciones de los otros cuando no
puede resultar ningún provecho para ellos, aun cuando no las divulgue?"
Todo depende de la intención; ciertamente no está prohibido ver el mal cuando
el mal existe, y aun habría inconveniente en ver por todas partes el bien; esta ilusión
perjudicaria al progreso. Lo malo es hacer recaer esta observación en detrimento del
prójimo, desacreditándole, sin necesidad, en la opinión. Sería también reprensible
haciéndolo para complacerse a sí mismo en sus sentimientos de malevolencia y de alegría
al encontrar a los otros en falta. Lo contrario sucede cuando echando un velo sobre
el mal para el público, se limita uno a observarlo para su provecho personal, es decir,
para estudiarse y evitar lo que se censura en los otros. Por lo demás, esta observación,
¿no es acaso, útil, al moralista? ¿Cómo pintaría los males de la humanidad si no
estudiase los modelos? (San Luis, París, 1860).
21. "¿Hay casos en que sea útil el descubrir el mal de otro?"
Esta pregunta es muy delicada, y aquí es cuando debe recurrirse a la caridad bien
comprendida. Si las imperfecciones de una persona sólo dañan a ella misma, nunca hay
utilidad en hacerlas conocer; pero si pueden ocasionar perjuicio a otro es menester
preferir el interés del mayor número al interés de uno solo. Según las circunstancias,
descubrir la hipocresía y la mentira, puede ser un deber, porque vale más que un hombre
caiga que no que muchos vengan a ser su ludibrio y sus víctimas. En tal caso, se han de
pesar las ventajas y los inconvenientes. (San Luis. París, 1860).