EL EVANGELIO SEGÚN EL ESPIRITISMO

Allan Kardec

Volver al menú
CAPÍTULO X - Bienaventurados los misericordiosos

Perdonad para que Dios os perdone. - Reconciliarse con sus enemigos. - El sacrificio más agradable a Dios. - La paja y la viga en el ojo. - No juzguéis para que no o. juzguen. - El que esté sin pecado le arroje la primera piedra - Instrucciones de los espíritus: Perdón de las ofensas. - La indulgencia. - ¿Es permitido el reprender a los otros, observar sus imperfecciones y divulgar su mal a otro?

Perdonad para que Dios os perdone


1. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. (San Mateo, cap. V, v. 7).

2. Porque si perdonareis a los hombres sus pecados os perdonará también vuestro Padre celestial vuestros pecados. -Mas si no perdonareis a los hombres, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestros pecados. (Id., cap. VI, v. 14 y 15).

3. Por tanto, si tu hermano pecare contra ti, vé, y corrígele entre ti y él solo. Si te oyere, ganado habrás a tu hermano. - Entonces, Pedro, llegándose a El, dijo: ¿Señor, cuántas veces pecará mi hermano contra mí y le perdonaré? ¿Hasta siete veces - Jesús le dice: No te digo hasta siete, si no hasta setenta veces siete veces. (Id., cap. XVIII, v. 15, 21 y 22).

4. La misericordia es el complemento de la dulzura, porque el que no es misericordioso no puede ser benigno y pacífico; la misericordia consiste en el olvido y el perdón de las ofensas. El odio y el rencor denotan un alma sin elevación de grandeza, pues el olvido de las ofensas es propio de almas elevadas que están fuera del alcance del mal que se las quiere hacer; la una siempre está ansiosa, es de una susceptibilidad sombría y llena de hiel; la otra está serena, llena de mansedumbre y de caridad.

Desgraciado del que dice: yo no perdonaré nunca, porque si no es condenado por los hombres, ciertamente lo será por Dios. ¿Con qué derecho reclamará el perdón de sus propias faltas, si él mismo no perdona las de los otros? Jesús nos enseña que la misericordia no debe tener límites, cuando dice que debe perdonar-se al hermano, no siete veces, sino setenta veces siete veces.

Mas hay dos modos muy diferentes de perdonar; el primero, es grande, noble, verdaderamente generoso, sin segunda intención, que maneja con delicadeza el amor propio y la susceptibilidad del adversario, aunque este último tuviera toda la culpa; el segundo, es cuando el ofendido, o el que cree estarlo impone al otro condiciones humillantes y hace sentir el peso de un perdón, que irrita en vez de calmar; si le tiende la mano, no es por benevolencia, sino con ostentación, a fin de poder decir a todo el múndo: ¡Mirad si soy generoso! En tales circunstancias, es imposible que la reconciliación sea sincera de una y otra parte. No, ésta no es la generosidad, es uno de los modos de satisfacer el orgullo. En toda contienda, el que se manifiesta más conciliador, el que prueba más desinterés, más caridad y más verdadera grandeza de alma, ese se captará siempre la simpatía de las personas imparciales.


Reconciliarse con sus enemigos.

5. Acomódate luego con tu contrario mientras que estás con él en el camino: no sea que tu contrario te entregue al juez y el juez te entregue al ministro, y seas echado en la cárcel. En verdad te digo, que no saldrás de allí basta que pagues el último cuadrante. (San Mateo, cap. V, v. 25 y 26).

6. En la práctica del perdón y en la del bien en general, más que un efecto moral hay también un efecto material. Se sabe que la muerte no nos libra de nuestros enemigos; los espíritus vengativos persiguen muchas veces con un odio más allá de la tumba, a aquellos a quienes han conservado rencor; por esto el proverbio que dice: "Muerto el perro acabada la rabia", es falso en cuanto se aplica al hombre. El espíritu malo espera que aquel a quien quiere mal esté encadenado a su cuerpo y menos libre, para atormentarle más fácilmente y perjudicarle en sus intereses o en sus afectos más íntimos. En este hecho ha de verse la causa de la mayor parte de las obsesiones; sobre todo de aquellas que presentan cierta gravedad, como la subyugación y la posesión. El obsesado y el poseído son casi siempre víctimas de una venganza anterior, a la que probablemente dieron lugar con su conducta. Dios lo permite para castigarles del mal que ellos mismos han hecho, o si no lo han hecho, por haber faltado a la indulgencia y a la caridad no perdonando. Conviene, pues, desde el punto de vista de su futura tranquilidad, reparar lo más pronto posible los daños que se han podido causar al prójimo, perdonar a sus enemigos con el fin de desvanecer, antes de morir, todo motivo de disensiones y toda causa fundada de animosidad ulterior; por este medio, de un enemigo encarnizado en este mundo, puede uno hacerse un amigo en el otro; al menos el buen derecho está en su parte, y Dios no deja a merced de la venganza ajena al que ha perdonado. Cuando Jesús recomienda reconciliarse lo más pronto posible con su adversario, no es sólo con la mira de apaciguar las discordias durante la existencia actual, si que también con la de evitar que se perpetúen en las existencias futuras. Él dijo: no saldréis de allí hasta que paguéis el último óbolo, es decir, satisfecha completamente la justicia de Dios.


El sacrificio más agradable a Dios

7. Por tanto, si fueres a ofrecer tu ofrenda al altar y allí te acordares que tu hermano tiene alguna cosa contra tí: - Deja allí tu ofrenda delante del altar y ve primeramente a reconcilarte con tu hermano y entonces ven a ofrecer tu ofrenda. (San Mateo, cap. V, v. 23 y 24).

8. Cuando Jesús dijo: "Id a reconciliaros con vuestro hermano antes de presentar vuestra ofrenda al altar", enseñó que el sacrificio más agradable al Señor es el del resentimiento propio, que antes de presentarse para ser perdonado, es preciso que perdone él mismo, y que si ha hecho algún daño a sus hermanos, es preciso que se haya reparado; sólo entonces será agradable la ofrenda, porque procederá de un corazón puro de todo mal pensamiento. Materializa este precepto porque los judíos ofrecían sacrificios materiales y debían conformar sus palabras a sus usos. El cristiano no ofrece dones materiales: ha espiritualizado el sacrificio, pero el precepto tiene por ello más fuerza; ofrece su alma a Dios, y esta alma debe estar purificada; "entrando en el templo del Señor, debe dejar fuera todo sentimiento de odio y de animosidad, todo mal pensamiento contra su hermano"; sólo entonces es cuando su plegaria será llevada por los ángeles a los pies del Eterno. Esto es lo que enseña Jesús con estas palabras: Dejad vuestra ofrenda al pie del altar; id primero a reconciliaros con vuestro hermano, si queréis ser agradables al Señor.


La paja y la viga en el ojo

9. "Por qué, pues, ves la pajita en el ojo de tu hermano y no ves la viga en tu ojo?" - ¿O cómo dices a tu hermano: Deja, sacaré la pajita de tu ojo; y se está viendo una viga en el tuyo? - Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás para sacar la mota del ojo de tu hermano. (San Mateo, capítulo VII, v. 3, 4 y 5).

10. Una de las extravagancias de la humanidad es el ver el mal del otro antes de ver el propio. Para juzgarse uno mismo, sería preciso poderse mirar en un espejo, transportarse de algún modo fuera de sí y considerarse como otra persona, preguntándose: ¿Qué pensarías si vieses hacer a otro lo que tú haces? Incontestablemente el orgullo es el que hace al hombre disimular sus propias faltas, tanto en lo moral como en lo físico. Esta extravagancia es esencialmente contraria a la caridad, porque la verdadera caridad es modesta, sencilla e indulgente; la caridad, orgullosa es un contrasentido, puesto que esos dos sentimientos se neutralizan uno a otro. En efecto, ¿cómo un hombre, bastante vano para creer en la importancia de su personalidad y en la supremacía de sus cualidades, puede tener al mismo tiempo bastante abnegación para hacer resaltar en otro el bien que podía eclipsarle, en lugar del mal que podría realzarle? Si el orgullo es el origen de muchos de nuestros vicios, es también la negación de muchas virtudes; se la encuentra en el fondo y como móvil de casi todas las acciones. Por esto Jesús se empeñó en combatirlo como el principal obstáculo del progreso.


No juzguéis para que no os juzguen. El que esté sin pecado le arroje la primera piedra

11. No queráis juzgar para que no seáis juzgados. - Pues con el juicio con que juzguéis, seréis juzgados; y con la medida con que midiéreis, os volverán a medir. (San Mateo, capítulo VII, v. 1 y 2).

12. Y los Escribas y los Fariseos le trajeron una mujer, sorprendida en adulterio; y la pusieron en medio. -Y le dijeron: Maestro, esta mujer ha sido ahora sorprendida en adulterío. - Y Moisés nos mandó en la ley apedrear a estas tales. ¿Pues tú, qué dices? - Y esto lo decían tentándole para poderle acusar: Mas Jesús, inclinado hacía abajo, escribía con el dedo en tierra. - Y como porfiasen en preguntarle, se enderezó, y les dijo: El que entre vosotros esté sin pecado, tire contra ella la piedra el primero. - E inclinándose de nuevo, continuaba escribiendo en tíerra. - Ellos, cuando esto oyeron, se salieron los unos en pos de los otros, y los más ancianos los primeros: y quedó Jesús solo, y la mujer que estaba en pie en medio. Y enderezándose Jesús, la dijo: Mujer, ¿en dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te ha condenado?-Dijo ella: Ninguno, Señor. Y dijo Jesús. Ni yo tampoco te condenaré. Vete y no peques ya más. (San Juan, cap. VIII, v. 3 a 11).

13. "El que esté sin pecado, tire contra ella la piedra el primero", dijo Jesús. Esta máxima hace un deber de la indulgencia, porque no hay nadie que no tenga necesidad de que se la tenga a él. La indulgen cia nos enseña que no debemos juzgar a los otros con mas severidad que nos juzgamos a nosotros mismos, ni condenar en otro lo que en nosotros perdonamos. Antes de echar en cara una falta a alguien, miremos si podía recaer sobre nosotros la misma reprobación.

La reprobación de la conducta de otro puede tener dos móviles: reprimir el mal o desacreditar a la persona cuyos actos se critican; este último motivo no tiene nunca excusa, porque es maledicencia y maldad. Lo primero puede ser laudable, y es un deber en ciertos casos, porque de ello debe resultar un bien, y porque sin esto, el mal nunca se reprimiría en la sociedad; por otra parte, el hombre ¿no debe, acaso, favorecer el progreso de su semejante? No es, pues, preciso tomar este principio en el sentido absoluto: "No juzguéis si no queréis ser juzgados", porque la letra mata y el espíritu vivifica.

Jesús no podía impedir la reprobación del mal, puesto que él mismo nos dió el ejemplo y lo hizo en términos enérgicos; pero quiso decir que la autoridad de la reprobación está en razón de la autoridad moral del que la pronuncia; hacerse culpable de lo que uno recrimina a otro, es abdicar esta autoridad; es, además, apropiarse el derecho de represión. La conciencia íntima, por lo demás, niega todo respeto y toda sumisión voluntaria, al que estando investido de algún poder, viola las leyes, y los principios que está encargado de aplicar: "No hay autoridad legítima a los ojos de Dios, sino aquella que se apoya en el ejemplo que da del bien"; esto es lo que resulta igualmente de las palabras de Jesús.


Perdón y olvido de las ofensas

14. ¿Cuántas veces perdonaré a mi hermano? Le perdonarás no siete veces, sino setenta veces siete veces. Aquí tenéis una máxima de Jesús que debe llamar vuestra atención, y hablar muy alto a vuestro corazón. Fijáos en esas palabras de misericordia de la oración tan sencilla, tan reasumida y tan grande en sus aspiraciones que Jesús da a sus discípulos, encontraréis siempre el mismo pensamiento. Jesús, el justo por excelencia, responde a Pedro: Tú perdonarás, pero sin límites; tú perdonarás siempre que ofensa te sea hecha; tú enseñarás a tus hermanos ese olvido de sí mismo que le hace invulnerable contra el ataque, los malos procederes y las injurias; tú serás benigno y humilde de corazón no midiendo nunca tu mansedumbre; tu harás, en fin, lo que desees que el Padre celeste haga por tí; ¿ no tiene El que perdonarte muy a menudo, y cuenta, acaso, el número de veces que su perdón desciende a borrar tus faltas?

Escuchad, pues, esa respuesta de Jesús y, como Pedro, aplicáosla; perdonad, sed indulgentes, caritativos, generosos y hasta pródigos de vuestro amor. Dad, porque el Señor os dará; perdonad, porque el Señor os perdonará; bajáos, porque el Señor os levantará; humilláos, porque el Señor os hará sentar a su derecha.

Id, amigos míos, estudiad y comentad estas palabras que os dirijo de parte de Aquél que desde lo alto de los esplendores celestes, tiene siempre la vista dirigida hacia vosotros, y continúa con amor la tarea ingrata que empezó hace dieciocho siglos. Perdonad, pues, a vuestros hermanos, como tenéis necesidad de que os perdonen a vosotros mismos. Si sus actos os han perjudicado personalmente, mayor motivo tenéis para ser indulgentes, porque el mérito del perdón es proporcionado a la gravedad del mal, y no habría ninguno en perdonar los daños de vuestros hermanos si sólo os hubiesen hecho pequeñas heridas.

Espiritistas, no olvidéis nunca que tanto en palabras como en acciones, el perdón de las injurias no debe ser una palabra vana. Si os llamáis espiritistas, sedlo pues; olvidad el mal que os han podido hacer y no penséis sino en una cosa: el bien que podáis hacer. El que ha entrado en este camino, no debe separarse de él ni con el pensamiento, porque sois responsables de vuestros pensamientos, que Dios conoce. Haced, pues, que estén despojados de todo sentimiento de rencor; Dios sabe lo que mora en el fondo del corazón de cada uno. Feliz, pues, aquel que todos los días puede dormirse, diciendo: "Nada tengo contra mi prójimo". (Simeón, Bordeaux, 1862).

15. Perdonar a sus enemigos es pedir perdón para si mismo; perdonar a sus amigos es darles una prueba de amistad; perdonar las ofensas es reconocer que uno se vuelve mejor. Perdonad, pues, amigos míos, a fin de que Dios os perdone, porque sois duros, exigentes, inflexibles, y si además tenéis rigor por una ligera ofensa, ¿cómo queréis que Dios olvide, cuando todos los días tenéis gran necesidad de indulgencia? ¡Oh! desgraciado aquel que dice: "Yo no perdonaré nunca", porque pronuncia su propia condenación. ¿Quién sabe, además, si descendiendo en tí mismo, no has sido tú el agresor? ¿Quién sabe, si en esa lucha que empieza por un alfilerazo y concluye por un rompimiento, tú empezaste por dar el primer golpe? ¿Si tal vez te ha escapado una palabra ofensiva? ¿Si no has usado de toda la moderación necesaria? Sin duda tu adversario no tiene razón en manifestarse demasiado susceptible, pero esto es una razón para que seas indulgente, y no merezca los reproches que le diriges. Admitamos que tú hayas sido realmente el ofendido en alguna circunstancia; ¿quién te dice que tú mismo no hayas envenenado el asunto con las represalias, y que hayas hecho degenerar en querella formal lo que fácilmente hubiera podido quedar en olvido? Si dependía de ti el impedir las consecuencias, y no lo has hecho, eres culpable. Admitamos, en fin, que no tengas ningún cargo que hacerte; entonces tendrás mucho más mérito eu demostrate clemente.

Mas hay que dos modos muy diferentes de perdonar: hay el perdón de boca y el de corazón. Muchas personas dicen que perdonan a su adversario, mientras que interiormente experimentan un placer secreto del mal que les sucede, diciendo para sí: esto es lo que él merece. Otros dicen "yo perdono" y añaden: "pero no me reconciliaré nunca; no lo volveré a ver en mi vida". ¿Acaso es esto el perdón según el Evangelio? No; porque, el verdadero perdón, el perdón cristiano, es aquel que echa un velo sobre lo pasado, el único que os será tomado en cuenta, porque Dios no se contenta con las apariencias; sondea el fondo de los corazones y los pensamientos más secretos; no se le contenta con palabras y vanos simulacros. El olvido completo y absoluto de las ofensas es propio de almas grandes; el rencor siempre es una señal de bajeza y de inferioridad. No olvidéis que el verdadero perdón se reconoce en los actos mucho más que en las palabras. (Pablo, apóstol, Lyon, 1861).

La indulgencia


16. Espiritistas, hoy queremos hablaros de la indulgencia, de este sentimiento tan dulce, tan fraternal que todo hombre debe tener para con sus hermanos, pero que muy pocos practican.

La indulgencia no ve los defectos de los otros, o si los ve se guarda de hablar de ellos o de divulgarlos; por el contrario, los oculta con el fin de que sólo él los conozca; y si la malevolencia los descubre, siempre tiene a mano una excusa para paliarlos, es decir, una excusa plausible, formal y nada tiene de aquellas que queriendo atenuar la falta, la hacen resaltar con pérfida maestría.

La indulgencia nunca se ocupa de los actos malos de los demás a menos que no sea para hacer un favor, y aun así tiene cuidado de atenuarlos tanto como le es posible. No hace observaciones que choquen; ni tiene reproches a mano, sino consejos, lo más a menudo disfrazados. Cuando criticáis, ¿qué consecuencias deben sacarse de vuestras palabras? Vosotros los que vituperáis, ¿no habréis hecho tal vez lo que reprocháis, valdréis, acaso, más que el culpable? ¡Oh, hombres! ¿cuándo juzgaréis por vuestros propios corazones, vuestros propios pensamientos, vuestros propios actos, sin ocuparos de lo que hacen vuestros hermanos? ¿Cuando no abriréis vuestros ojos severos sino para vosotros mismos?

Sed, pues, severos para con vosotros e indulgentes para con los demás. Pensad en el que juzga sin apelación que ve los pensamientos secretos de cada corazón y que por consiguiente, excusa muy a menudo las faltas que vosotros vituperáis, o condena lo que excusáis, porque conoce el móvil de todos los actos y porque vosotros, que gritáis tan alto ¡anatema!, quizás habéis cometido faltas más graves.

Sed indulgentes, amigos mios, porque la indulgencia atrae, calma, corrige; mientras que el rigor desalienta, aleja e irrita. (José, espíritu protector, Bordeaux 1863).

17. Sed indulgentes para con las faltas de los otros, cualesquiera que sean; sólo debéis juzgar con severidad vuestras acciones, y el Señor usará de indulgencia con vosotros, así como vosotros la habréis usado para con los demás.

Sostened a los fuertes animándoles a la perseverancia; fortificad a los débiles enseñándoles la bondad de Dios, que toma en cuenta el menor arrepentimiento; mostrad a todos el ángel del arrepentimiento extendiendo sus blancas alas sobre las faltas de los humanos, velándolas de este modo a los ojos de aquél que no puede ver lo que es impuro. Comprended toda la misericordia infinita de vuestro Padre, y no os olvidéis jamás de decirle con vuestro pensamiento; y sobre todo con vuestros actos: "Perdonad nuestras ofensas así como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido". Comprended bien el valor de esas sublimes palabras: no sólo su letra es admirable, sí que también la enseñanza que encierra. ¿Qué solicitáis del Señor cuando le pedís que os perdone? Es sólo el olvido de vuestras ofensas, olvido que os deja en la nada, porque Dios se contenta con olvidar vuestras faltas, no castiga, "pero tampoco recompensa". La recompensa no puede ser el precio del bien que no se ha hecho y aun menos del mal causado, aun cuando este mal fuese olvidado. Pidiéndole el perdón de vuestras infracciones, me pedís el favor de sus gracias para no volver a caer en la falta y la fuerza necesaria para entrar en el buen camino, camino de sumisión y de amor en el que podéis añadir la reparación al arrepentimiento.

Cuando perdonéis a vuestros hermanos, no os contentéis con correr el velo del olvido sobre sus faltas; este velo es a menudo muy transparente a vuestros ojos; cuando les perdonéis, ofrecedles al mismo tiempo vuestro amor; haced por ellos lo que quisiérais que vuestro Padre celeste hiciere por vosotros. Reemplazad la cólera que mancha por el amor que purifica. Predicad con vuestro ejemplo esa caridad activa, infatigable, que Jesús os ha enseñado: predicadla como El mismo lo hizo todo el tiempo que vivió en la tierra visible a los ojos del cuerpo, y como la ha predicado también sin cesar desde que sólo es visible a los ojos del espíritu. Seguid a ese divino modelo; no os apartéis de sus pasos; ellos os conducirán al lugar de refugio en donde encontraréis el reposo después de la lucha. Cargáos, como él, con vuestra cruz, y subid penosamente, pero con ánimo, vuestro calvario; en la cumbre está la glorificación. (Juan, obispo de Bordeaux, 1862).

18. Queridos amigos, sed severos para con vosotros mismos e indulgentes para con las debilidades de los otros; también esto es una práctica de la santa caridad que muy pocas personas observan. Todos vosotros tenéis malas inclinaciones que vencer, defectos que corregir, costumbres que modificar, todos vosotros tenéis una carga más o menos pesada que depositar para subir a la cumbre de la montaña del progreso. ¿Por qué, pues, veis tanto para el prójimo, y sois tan ciegos para vosotros mismos? ¿Cuándo, pues, cesaréis de advertir en el ojo de vuestro hermano una arista de paja que le hiere, sin mirar en el vuestro la viga que os ciega, y os hace marchar de precipicio en precipicio? Creed en vuestros hermanos los espíritus: Todo hombre bastante orgulloso para creerse superior en virtud y en mérito a sus hermanos encarnados es insensato y culpable, y Dios le castigará en el día de su justicia. El verdadero carácter de la caridad, es la modestia y la humildad que consiste en no ver superficialmente los defectos para dedicarse a hacer volver lo que hay en el bueno y virtuoso; porque si el corazón humano es un abismo de corrupción, existe siempre en algunos de sus pliegues más escondidos, el gérmen de buenos sentimientos, chispa brillante de la esencia espiritual.

¡Espiritismo, doctrina consoladora y bendita; felices los que te conocen y se aprovechan de las saludables enseñanzas de los espíritus del Señor! Para ellos el camino es claro, y durante todo el viaje pueden leer estas palabras que les indican el medio de llegar al fin: caridad práctica, caridad de corazón, caridad para el prójimo como para sí mismo, en una palabra, caridad para todos y amor de Dios sobre todas las cosas, porque el amor de Dios resume todos los deberes y porque realmente es imposible amar a Dios sin practicar la caridad, de la que hace una ley para con todas sus criaturas. (Dufétre, obispo de Nevers, Bordeaux).


"Si nadie es perfecto, ¿se sigue de esto que nadie tiene el derecho de corregir a su vecino?"

19. "Si nadie es perfecto, ¿se sigue de esto que nadie tiene el derecho de corregir a su vecino?"

Seguramente que no, puesto que cada uno de vosotros debe trabajar para el progreso de todos, y sobre todo de aquellos cuya tutela se os ha confiado; pero hay una razón para hacerlo con moderación, con un fin útil, y no como se hace la mayor parte de las veces por el placer de denigrar. En este último caso la censura es una maldad; en el primero es un deber que la caridad manda cumplir con toda prudencia posible, y aun la censura que se quiere hacer a otro, debe uno hacérsela a sí mismo al propio tiempo y preguntarse si también la merece. (San Luis. París, 1860).

20. "¿Es uno reprensible por observar las imperfecciones de los otros cuando no puede resultar ningún provecho para ellos, aun cuando no las divulgue?"

Todo depende de la intención; ciertamente no está prohibido ver el mal cuando el mal existe, y aun habría inconveniente en ver por todas partes el bien; esta ilusión perjudicaria al progreso. Lo malo es hacer recaer esta observación en detrimento del prójimo, desacreditándole, sin necesidad, en la opinión. Sería también reprensible haciéndolo para complacerse a sí mismo en sus sentimientos de malevolencia y de alegría al encontrar a los otros en falta. Lo contrario sucede cuando echando un velo sobre el mal para el público, se limita uno a observarlo para su provecho personal, es decir, para estudiarse y evitar lo que se censura en los otros. Por lo demás, esta observación, ¿no es acaso, útil, al moralista? ¿Cómo pintaría los males de la humanidad si no estudiase los modelos? (San Luis, París, 1860).


21. "¿Hay casos en que sea útil el descubrir el mal de otro?"

Esta pregunta es muy delicada, y aquí es cuando debe recurrirse a la caridad bien comprendida. Si las imperfecciones de una persona sólo dañan a ella misma, nunca hay utilidad en hacerlas conocer; pero si pueden ocasionar perjuicio a otro es menester preferir el interés del mayor número al interés de uno solo. Según las circunstancias, descubrir la hipocresía y la mentira, puede ser un deber, porque vale más que un hombre caiga que no que muchos vengan a ser su ludibrio y sus víctimas. En tal caso, se han de pesar las ventajas y los inconvenientes. (San Luis. París, 1860).