EL EVANGELIO SEGÚN EL ESPIRITISMO

Allan Kardec

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CAPÍTULO XVII - Sed perfectos

Caracteres de la perfección. - El hombre de bien. - Los buenos espiritistas. - Parábola de la semilla. - Instrucciones de los espíritus: El deber. - La virtud. - Los superiores y los inferiores. - El hombre en el mundo. - Cuidad del cuerpo y del espíritu.

Caracteres de la perfección

1. Mas yo os digo: Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen: y rogad por los que os persiguen y calumnian. - Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿No hacen también lo mismo los publicanos? - Y si saludáreis tan solamente a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen esto mismo los gentiles? -"Sed, pues, vosotros perfectos, así como vuestro Padre celestial es perfecto". (San Mateo, cap. V, v. 44, 46, 47 y 48.)

2. Puesto que Dios posee la perfección infinita en todas las cosas, esta máxima: "Sed, pues, vosotros perfectos, así como vuestro Padre celestial es perfecto", tomada literalmente supondría la posibilidad de alcanzar la perfección absoluta. Si le fuese dable a la criatura el ser también perfecta como el Criador, sería igual a El, lo que es inadmisible. Pero los hombres a quienes se dirigía Jesús no hubieran comprendido esta diferencia, y por eso se limita a presentarles un modelo y les dice que se esfuercen en conseguirlo.

Es, pues, preciso entender por estas palabras la perfección relativa de la que la Humanidad es susceptible y que más la aproxima a la Divinidad. ¿En qué consiste esta perfección? Jesús lo dijo: "Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen, rogad por los que os persiguen y calumnian". El enseña con esto que la esencia de la perfección es la caridad en su más alta acepción, porque abraza la práctica de todas las demás virtudes.

En efecto, si se observan los resultados de todos los vicios y aun los simples efectos, se reconocerá que no hay uno siquiera que no áltere más o menos el sentimiento de la caridad, porque todos tienen su principio en el egoísmo y en el orgullo, que son su negación, porque todo aquello que excita el sentimiento de la personalidad, destruye, o al menos debilita, los elementos de la verdadera caridad, que son la benevolencia, la indulgencia, la abnegación, y el afecto. El amor al prójimo llevado hasta el amor de sus enemigos, no pudiéndose unir con ningún defecto contrario a la caridad, es, por lo mismo, indicio de mayor o menor superioridad moral; de donde se sigue que el grado de la perfección está en razón de la extensión de este amor; por esto Jesús, después de haber dado a sus discípulos las reglas de caridad en lo que tienen de más sublime, les dijo: "Sed, pues, vosotros perfectos, así como vuestro padre celestial es perfecto".

El hombre de bien

3. El verdadero hombre de bien es el que practica la ley de justicia, de amor y de caridad en su más grande pureza. Si pregunta a su conciencia sobre sus propios actos, mira si ha violado esta ley; si no ha hecho daño, si ha hecho todo el bien "que ha podido", si ha despreciado voluntariamente alguna ocasión de ser útil, si alguien tiene quejas contra él; en fin, si ha hecho a otro lo que hubiera querido que hicieran por él.

Tiene fe en Dios, en su voluntad, en su justicia y en su sabiduría; sabe que nada sucede sin su permiso, y se somete en todas las cosas a su voluntad.

Tiene fe en el porvenir; por esto coloca los bienes espirituales sobre los temporales.

Sabe que todas las vicisitudes de la vida, todos los dolores, todos los desengaños, son pruebas o expiaciones y las acepta sin murmurar.

El hombre penetrado del sentimiento de caridad y de amor al prójimo hace bien por hacer bien, sin esperanza de recompensa; devuelve bien por mal, toma la defensa del débil contra el fuerte, y sacrifica siempre su interés a la justicia.

Encuentra su satisfacción en los beneficios que hace, en los servicios que presta, en las felicidades que reparte, en las lágrimas que enjuga y en los consuelos que da a los afligidos. Su primer impulso es pensar en los otros antes que pensar en sí, buscar el interés de los otros antes que el suyo propio. El egoísta, al contrario, calcula los provechos y las pérdidas de toda acción generosa.

Es bueno, humano y benévolo para con todo el mundo, sin excepción "de razas ni de creencias", porque mira a todos los hombres como hermanos.

Respeta en los demás todas las convicciones sinceras, y no anatematiza a los que no piensan como él.

En todas las circunstancias la caridad es su guía; dice que el que causa perjuicio a otro con palabras malévolas, que hiere la susceptibilidad de otro por su orgullo y desdén, que no retrocede ante la idea de causar una pena, una contrariedad, aun cuando sea ligera, pudiendo evitarlo, falta al deber de amor al prójimo y no merece la clemencia del Señor.

No tiene odio, ni rencor, ni deseo de venganza; a ejemplo de Jesús, perdona y olvida las ofensas y sólo se acuerda de los beneficios; porque sabe que él será perdonado, así como él mismo habrá perdonado.

Es indulgente para con las debididades de otro; porque sabe que él mismo necesita de indulgencia y se acuerda de aquellas palabras de Cristo: "Que el que esté sin pecado arroje la primera piedra".

No se complace en buscar los defectos de otro ni en ponerlos en evidencia. Si la necesidad le obliga, busca siempre el bien que puede atenuar el mal.

Estudia sus propias imperfecciones y trabaja sin cesar para combatirlas. Todos sus esfuerzos consisten en poder decir al día siguiente, que hay en él alguna cosa mejor que en la víspera.

Nunca procura hacer valer su imaginación ni su talento a expensas de otro; por el contrario, busca todas las ocasiones de hacer resaltar lo que es ventajoso para los demás.

No está envanecido por su fórtuna, ni por sus ventajas personales, porque sabe que todo lo que se le ha dado, puede perderlo.

Usa, pero no abusa de los bienes concedidos, porque sabe que es un depósito del cual deberá dar cuenta y que el empleo más perjudicial que pudiese hacer de ellos para sí mismo, es hacerlos servir para satisfacción de sus pasiones.

Si el orden social ha colocado a los hombres bajo su dependencia, les trata con bondad y benevolencia, porque son sus iguales delante de Dios; usa de su autoridad para moralizarles y no para abrumarles por su orgullo, evitando lo que puede hacer más penosa su posición subalterna.

El subordinado, por su parte, comprende los deberes de su posición y procura cumplirlos religiosamente. (Cap. XVII, nº 9).

El hombre de bien, en fin, respeta en su semejante todos los derechos que dan las leyes de la naturaleza como quisiera que se respetaran en él.

Esta no es la relación de todas las cualidades que distinguen al hombre de bien; pero cualquiera que se esfuerce en poseerlas, está en camino de poseer las demás.

Los buenos espiritistas

4. El Espiritismo bien comprendido, pero, sobre todo, bien sentido, conduce forzosamente a los resultados expresados más arriba, que caraterizan al verdadero espiritista como al verdadero cristiano, siendo los dos una misma cosa. El espiritismo no viene a crear una moral nueva; facilita a los hombres la inteligencia y la práctica de la de Cristo, dando una fe sólida e ilustrada a los que dudan o vacilan.

Pero muchos de los que creen en las manifestaciones no comprenden ni sus consecuencias, ni su objeto moral; o, si los comprenden, no se las aplican a si mismos. ¿En qué consiste esto? ¿es un defecto de precisión de la doctrina? No, porque no contiene ni alegorías ni figuras que puedan dar lugar a falsas interpretaciones; su esencia es la misma caridad, y esto es lo que constituye su fuerza, porque se dirige a la inteligencia. Nada tiene de misterioso, y sus iniciados no están en posesión de ningún secreto oculto para el vulgo.

Para comprenderla, ¿es preciso una inteligencia privilegiada? No, porque se ven hombres de una capacidad notoria que no la comprenden, mientras que las inteligencias vulgares, y aun de jóvenes apenas salidos de la adolescencia, comprenden sus matices más delicados con admirable precisión. Esto depende de que la parte de algún modo "material" de la ciencia, sólo requiere vista para observar, mientras que la parte "esencial" requiere cierto grado de sensibilidad que se puede llamar la "madurez del sentido moral", madurez independiente de la edad y del grado de instrucción, porque es inherente al desarrollo, en un sentido especial, del espíritu encarnado. En los unos, los lazos de la materia son aún muy tenaces para permitir al espíritu desprenderse de las cosas de la tierra; la niebla que los rodea les quita la vista del infinito; por esto no dejan fácilmente ni sus gustos, ni sus costumbres, ni comprenden nada mejor de lo que ellos poseen; la creencia en los espíritus es para ellos un simple hecho, pero modifica muy poco o nada sus tendencias instintivas; en una palabra, sólo ven un rayo de luz insuficiente para conducirles y darles una aspiración poderosa y capaz de vencer sus inclinaciones. Se fijan en los fenómenos más que en la moral, que les parece venal y monótona; piden sin cesar a los espíritus que les inicien en nuevos misterios, sin preguntar si se han hecho dignos de entrar en los secretos del Criador. Estos son los espiritistas imperfectos, de los cuales algunos se quedan en el camino o se alejan de sus hermanos en creencias, porque retroceden ante la obligación de reformarse, o reservan sus simpatías para los que participan de sus debilidades o de sus prevenciones. Sin embargo, la acepción del principio de la doctrina es el primer paso que les hará el segundo más fácil en otra existencia.

El que puede con razón calificarse de verdadero y sincero espiritista está en un grado superior de adelantamiento moral; el espíritu, que domina más completamente la materia, le da una percepción más clara del porvenir; los principios de la doctrina hacen vibrar en él las fibras que permanecen mudas en los primeros; en una palabra, "tienen el corazón enternecido"; su fé es también a toda prueba. El primero es como el músico que se conmueve por ciertos acordes, mientras el otro sólo comprende los sonidos. "Se reconocé el verdadero espiritista por su transformación moral y por los esfuerzos que hace para dominar sus malas inclinaciones", mientras el uno se complace en un horizonte limitado, el otro, que comprende alguna cosa mejor, se esfuerza en ir más allá y lo consigue siempre cuando para ello tiene una firme voluntad.

Parábola de la semilla

5. En aquel día saliendo Jesús de la casa, se sentó a la orilla del mar. - Y se llegaron a El muchas gentes por manera que entrando en un barco se sentó, y toda ella estaba de pie en la ribera. Y les habló muchas cosas por parábolas, diciendo: He aquí que salió un sembrador a sembrar. - Y cuando sembraba, algunas semillas cayeron junto al camino, y vinieron las aves del cielo y las comieron.

Otras cayeron en lugares pedregosos, en donde no tenían mucha tierra; y nacieron luego porque no tenían tierra profunda. - Mas en saliendo el sol, se quemaron y se secaron, porque no tenían raíz.

Y otras cayeron sobre las espinas; y crecieron las espinas y las ahogaron. - Y otras cayeron en tierra buena; y rendían fruto, una a ciento, otra a sesenta, y otra a treinta.

El que tenga orejas para oir, oiga. (San Mateo. cap. XIII, v. de 1 a 9).

Vosotros, pues, oíd la parábola del que siembra.

Cualquiera que oye la palabra del reino, y no la entiende, viene el malo y arrebata lo que se sembró en su corazón: éste es el que fué sembrado junto al camino.

Mas el que fué sembrado sobre las piedras, éste es el que oye la palabra, y por el pronto la recibe con gozo. - Pero no tiene en sí raíz, antes es de poca duración. Y cuando le sobreviene tribulación y persecución por la palabra, luego se escandaliza.

Y el que fué sembrado entre las espinas, éste es el que oye la palabra, pero los cuidados de este siglo y el engaño de las riquezas, ahogan la palabra, y queda infructuosa.

Y el que fué sembrando en tierra buena, éste es el que oye la palabra, y la entiende y lleva fruto; y una lleva a ciento y otra a sesenta y otra a treinta. (San Mateo, cap. XIII, v. de 18 a 23).

6. La parábola de la semilla representa perfectamente los cambios que existen en la manera de aprovecharse de las enseñanzas del Evangelio. ¡Cuántas personas hay, en efecto, para las cuales es sólo una letra muerta, que, semejante a la semilla que cavó en las piedras, no produce ningún fruto!

Encuentra una aplicación no menos justa en las diferentes categorías de los espiritistas. ¿Acaso no es este el emblema de aquéllos que sólo se concretan a fenómenos materiales, y no sacan de ellos ninguna consecuencia porque sólo ven un objeto de curiosidad? ¿De aquéllos que sólo buscan la brillantez en las comunicaciones de los espíritus y no las toman con interés sino cuando satisfacen su imaginación, pero que después de haberlas oido están tan fríos e indiferentes como antes? ¿Que encuentran los consejos muy buenos y los admiran, pero los aplican a los demás y no a ellos mismos? ¿De aquellos, en fin, para quienes estas instrucciones son como la semilla que cayó en tierra buena y produce frutos?

INSTRUCCIONES DE LOS ESPÍRITUS

El deber

7. El deber es la obligación moral, primero con respecto a sí mismo, y en seguida con respecto a los otros. El deber es la ley de la vida, se encuentra en los más ínfimos detalles, lo mismo que en los actos elevados. Yo hablo sólo de deber moral, y no del que imponen las profesiones.

En el orden de sentimientos, el deber es muy difícil de cumplir, porque es el antagonismo de las seducciones del interés y del corazón, sus victorias no tienen testigos y sus derrotas no tienen represión. El deber intimo del hombre está abandonado a su libre albedrío: el aguijón de la conciencia, esta guardiana de la probidad interior, le advierte y le sostiene, pero a menudo permanece impotente ante los sofismas de la pasión. El deber del corazón fielmente observado, eleva al hombre; pero este deber ¿cómo se precisa? ¿En dónde empieza? ¿En dónde se para? "Empieza, precisamente, en el punto en que amenazáis la felicidad o el reposo de vuestro prójimo y termina en el límite que no quisiérais ver traspasar para vosotros".

Dios ha criado a todos los hombres iguales para el dolor; pequeños o grandes, ignorantes o ilustrados, sufren por las mismas causas, a fin de que cada uno juzgue sanamente el mal que puede hacer. No existe el mismo criterio para el bien, es infinitamente variado en sus expansiones. "La igualdad ante el dolor es una sublime previsión de Dios, que quiere que sus hijos instruídos, por la experiencia común, no cometan el mal arguyendo la ignorancia de sus efectos".

El deber es el resumen práctico de todas las experiencias morales; es una bravura del alma que desafía las agonías de la lucha; es austero y flexible y pronto a doblarse a las diversas complicaciones, permaneciendo inflexible ante las tentaciones. "El hombre que cumple su deber, ama a Dios más que a las criaturas y a las criaturas más que a sí mismo"; es, a la vez, juez y esclavo de su propia causa.

El deber es el más hermoso florón de la razón, y depende de ella como el hijo depende de su madre. El hombre debe amar el deber, no porque preserve de los males de la vida, a los cuales la humanidad no puede sustraerse, sino porque da al alma el vigor necesario para su desarrollo.

El deber engrandece y radia bajo una forma más elevada en cada una de las etapas superiores a la humanidad; la obligación moral no cesa nunca en la criatura de Dios; debe reflejar las virtudes del Eterno, que no acepta un bosquejo imperfecto, porque quiere que la hermosura de su obra resplandezca ante él. (Lázaro. París, 1863).

La virtud

8. La virtud, en su más alto grado, encierra el conjunto de todas las cualidades esenciales que constituyen el hombre de bien. Ser bueno, caritativo, laborioso, sobrio y modesto, son las cualidades del hombre virtuoso. Desgraciadamente estas cualidades están muchas veces acompañadas de pequeñas flaquezas morales que las quitan el brillo y las atenúan. El que hace gala de su virtud, no es virtuoso, puesto que le falta la caridad principal: la modestia, y puesto que tiene el vicio más contrario: el orgullo. La virtud, verdaderamente digna de este nombre, no pretende adquirir fama; se adivina, pero se oculta en la obscuridad, y huye de la admiración de la multitud. San Vicente de Paul era virtuoso; el digno cura de Ars era virtuoso, y también muchos otros poco conocidos del mundo, pero conocidos de Dios. Todos esos hombres de bien ignoraban ellos mismos que fuesen virtuosos; se dejaban llevar por la corriente de sus santas inspiraciones y practicaban el bien con un desinterés completo y un entero olvido de sí mismos.

A esa virtud, comprendida y practicada de este modo, os convido, hijos míos; a esta virtud verdaderamente cristiana y verdaderamente espiritista, os exhorto a que os consagréis; pero alejad de vuestros corazones el pensamiento del orgullo, de la vanidad y del amor propio que paralizan todas estas hermosas cualidades. No imitéis a ese hombre que se presenta como modelo y él mismo pregona sus propias cualidades a todos los oídos complacientes. Esta virtud de ostentación, oculta, muy a menudo, una multitud de pequeñas torpezas y odiosas falsedades.

En principio, el hombre que se exalta a sí mismo, que levanta una estatua a su propia virtud, sólo por este hecho aniquila todo el mérito efectivo que puede tener. Pero ¿qué diré de aquel cuyo valor consiste en parecer lo que no es? Yo quiero admitir que el hombre que hace bien, sienta en el fondo de su corazón una satisfacción íntima, pero desde que esta satisfacción se manifiesta, fuera para recoger elogios, degenera en amor propio.

¡Oh, todos vosotros a quienes la fe espiritista ha calentado con sus rayos, y que sabéis cuán lejos está el hombre de la perfección, no caigáis nunca en semejante falta! La virtud es una gracia que yo deseo a todos los sinceros espiritistas, pero les diré: Más vale menos virtud con la modestia, que mucha con el orgulío. Por el orgullo las humanidades sucesivas se perdieron y por la humildad deberán redimirse un día. (Francisco-Nicolás-Madaleine. París, 1863).

Los superiores y los inferiores

9. La autoridad, lo mismo que la fortuna, es una delegación de la que se pedirá cuenta al que está revestido de ella; no creáis que se la haya dado para procurarle el vano placer de mandar, ni como lo creen falsamente la mayor parte de los poderosos de la tierra, como un derecho, una propiedad. Dios, sin embargo, les prueba muy bien que no es ni lo uno ni lo otro, puesto que se la retira cuando le place. Si fuese un privilegio unido a la persona, sería inalienable. Nadie puede, pues, decir que una cosa le pertenece, cuando se le puede quitar sin su consentimiento. Dios la da a titulo de misión o de prueba, cuando así le conviene, y la retira del mismo modo.

Cualquiera que sea depositario de la autoridad, sea cual fuere su extensión, desde el señor sobre su servidor, hasta el soberano sobre su pueblo, no puede negar que tiene el encargo de almas; él responderá de la buena o mala dirección que habrá dado a sus subordinados, y las faltas que éstos podrán cometer, los vicios a los cuales serán arrastrados a consecuencia de esta dirección o de los malos ejemplos, recaerán sobre él, mientras que recogerá los frutos de su solicitud para conducirles al bien. Todo hombre tiene en la tierra una posición grande o pequeña; cualquiera que sea, siempre se la ha dado para el bien; es, pues, faltar si la falsea en su principio.

Si Dios pregunta al rico: ¿Qué has hecho de la fortuna que debía ser entre tus manos un manantial que esparciese la fecundidad a tu alrededor?, preguntará también al que posee una autoridad cualquiera: ¿Qué uso has hecho de esa autoridad? ¿Qué males has evitado? ¿Qué progresos has becho hacer? Si te he dado subordinados, no ha sido para que de ellos hicieras esclavos de tu voluntad, ni instrumentos dóciles de tus caprichos o de tu avaricia; te hice fuerte y te confié a los débiles para sostenerles y ayudarles a subir hacia mí.

El Superior que está penetrado de las palabras de Cristo, no desprecia a ninguno de aquellos que están a sus órdenes, porque sabe que las distinciones sociales no existen delante de Dios. El Espiritismo le enseña que si hoy le obedecen, le han podido mandar o le mandarán más tarde, y entonces será tratado como él haya tratado a los otros.

Si el superior tiene deberes que cumplir, el inferior los tiene también por su parte, que no son menos sagrados. Si este último es espiritista, su conciencia le dirá aún mejor que no está dispensado de ellos, aun cuando su jefe no cumpla los suyos; porque sabe que no debe devolver mal por mal, y que las faltas de los unos no autorizan las de los otros. Si sufre por su posición, dice que seguramente lo ha merecido, porque él mismo ha podido abusar en otro tiempo de su autoridad, y porque debe resistir a la vez los inconvenientes de lo que ha hecho sufrir a los otros. Si se ve forzado a sufrir esta posición por no encontrar otra mejor, el Espiritismo le enseña a resignarse como una prueba de su humildad necesaria a su adelantamiento. Su creencia le guía en su conducta; obra como quisiera que sus subordinados obrasen con él, si fuera el jefe. Por esto mismo es más escrupuloso en el cumplimiento de sus obligaciones, porque comprende que todo descuido en el trabajo que se le ha confiado, es un perjuicio para el que le remunera y a quien debe su tiempo y sus cuidados; en una palabra, está solícito, por el cumplimiento del deber que le da su fe, y la certeza de que toda desviación del camino derecho, es una deuda que será preciso purgar tarde o temprano. (FranciscoNicolás-Madaleine, cardenal Morlot. París, 1863).

El hombre en el mundo

10. Un sentimiento de piedad debe siempre animar el corazón de aquellos que se reunen bajo el amparo del Señor e imploran la asistencia de buenos espíritus. Purificad, pues, vuestros corazones: no permitáis que tome raíces en él ningún pensamiento mundano o fútil; elevad vuestro espíritu hacia aquellos a quienes llamáis, a fin de que, encontrando en vosotros las disposiciones necesarias, puedan esparcir con profusion la semilla que debe germinar en vuestros corazones, y producir en ellos frutos de caridad y de justicia.

Sin embargo, no creáis que excitándoos sin cesar a la oración y a la evolución mental, os induzcamos a vivir místicamente, colocándoos fuera de las leyes de la sociedad en donde estáis condenados a vivir. No; vivid con los hombres de vuestra época como deben vivir las personas, y sacrificáos a las necesidades aun a las frivolidades del día; pero sacrificáos con un sentimiento de pureza que pueda santificarías.

Estáis llamados a estar en contacto con genios de naturaleza diferente, con caracteres opuestos; no choquéis con ninguno de aquellos con quienes os encontraréis. Sed alegres, sed felices, pero con la alegría que da una buena conciencia y con la felicidad del heredero del cielo que cuenta los días que le aproximan a su herencia.

La austeridad de conducta y de corazón no consiste en revestirse de un aspecto severo, ni rechazar los placeres que vuestras condiciones humanas permiten; basta dedicar todos los actos de vuestra existencia al Criador que os ha dado esta vida, basta que cuando empecéis o acabéis una obra, dirijáis vuestro pensamiento al Criador y pidáis, por un impulso del alma, ya sea su protección para salir bien, ya sea su bendición pbr la obra concluída. No hagáis nada nunca sin remontaros al orígen de todas las cosas; no hagáis jamás nada sin que la memoria de Dios venga a purificar y santificar vuestros actos.

La perfección es completa, como ha dicho Cristo, con la práctica de la caridad absoluta; pero los deberes de la caridad se extienden a todas las posiciones sociales, desde el más pequeño hasta el más grande. El hombre que viviese solo, no tendría con quién ejercer la caridad; únicamente en el contacto de sus semejantes y en las luchas más penosas, encuentra esta ocasión. El que se aisla, pues, se priva voluntariamente del más poderoso medio de perfección; no teniendo en quién pensar, su vida es la del egoísta. (Cap. V, núm. 26).

No os imaginéis, pues, que para vivir en comunicación constante con nosotros, para vivir a la vista del Señor, sea preciso revestir el silicio y cubrirse de ceniza; no, no, lo repito; sed felices según las felicidades de la humanidad, pero que en vuestra felicidad no entre nunca, ni un pensamiento, ni un acto que pueda ofenderle o hacer bajar la frente de los que os aman y dirigen. Dios es amor y bendice a los que aman santamente. (Un Espíritu protector. Bordeaux, 1863).

Cuidad el cuerpo y el espíritu

11. La perfección moral, ¿consiste en la maceración del cuerpo? Para resolver esta cuestión me apoyo en los principios elementales, y empiezo por demostrar la necesidad de cuidar el cuerpo, que, según las alternativas de salud y de enfermedad, influye de una manera muy importante en el alma, que es preciso considerar como una cautiva de la carne. Para que esta prisionera viva, se recree y conciba aún las ilusiones de la libertad, el cuerpo debe estar sano, dispuesto, animoso. Sigamos la comparación. Los dos están en perfecto estado, ¿qué deben hacer para mantener el equilibrio entre sus aptitudes y sus necesidades tan diferentes?

Tenemos dos sistemas a la vista: el de los ascetas, que quieren echar por el suelo el cuerpo y el de los materialistas, que quieren rebajar el alma; dos violencias, que casi tan insensata es la una como la otra. Al lado de esos grandes partidos hormiguea la numerosa tribu de los indiferentes, que sin convicción y sin pasión, aman con tibieza y gozan con cconomía. ¿En dónde está, pues, la prudencia? ¿En dónde está, pues, la ciencia de vivir?

En ninguna parte; y este gran problema quedaría enteramente por resolver, si el Espiritismo no viniese en ayuda de los que buscan, demostrándoles las relaciones que existen entre el cuerpo y el alma, y diciendo que, puesto que son necesarios el uno a la otra, es preciso cuidarlos a los dos. Amad, pues, vuestra alma, pero cuidad también el cuerpo, instrumento del alma; desconocer las necesidades que están indicadas por la misma naturaleza, es desconocer la ley de Dios. No le castiguéis por las faltas que vuestro libre albedrío le ha hecho cometer y de las que tampoco tiene responsabilidad, como no la tiene el caballo mal dirigido por los daños que causa. ¿Seréis, acaso, más perfectos, si martirizando vuestro cuerpo no sois menos egoístas, orgullosos y poco caritativos con vuestro prójimo? No, la perfección no consiste en esto; está enteramente en las reformas que haréis sufrir a vuestro espíritu; suavizadle, sometejlle, humilladle, mortificadle; éste es el medio de hacerle dócil a la voluntad de Dios y el único que conduce a la perfección. (Georges. Espíritu protector. París, 1863).