Génesis espiritual
El principio espiritual • Unión del principio espiritual
con la materia • Hipótesis sobre el origen del cuerpo
humano • Encarnación de los Espíritus • Reencarnaciones •
Emigraciones e inmigraciones de los Espíritus • Raza adámica
• Doctrina de los ángeles caídos y del paraíso perdido.
El principio espiritual
1. La existencia del principio espiritual es un hecho que,
por decirlo así, no necesita más demostración que el de la existencia
del principio material. Es, en cierta forma, una verdad
axiomática: se confirma por sus efectos, como la materia por los
que le son propios.
De acuerdo con este principio: “Dado que todo efecto tiene
una causa, todo efecto inteligente debe tener una causa inteligente”,
no hay quien no haga la distinción entre el movimiento mecánico
de una campana agitada por el viento, y el movimiento de
esa misma campana para dar una señal, un aviso, lo que demuestra
por eso mismo que obedece a un pensamiento, a una intención.
Ahora bien, como a nadie se le puede ocurrir la idea de atribuir el
pensamiento a la materia de la campana, se debe concluir que la mueve una inteligencia a la cual le sirve de instrumento para que
se ponga de manifiesto.
Por esa misma razón, nadie tendrá la idea de atribuir el pensamiento
al cuerpo de un hombre muerto. Si cuando está vivo, el
hombre piensa, se debe a que hay en él algo que ya no existe cuando
está muerto. La diferencia que hay entre él y la campana consiste
en que la inteligencia que hace que esta se mueva está fuera de
ella, mientras que la que hace obrar al hombre está en él mismo.
2. El principio espiritual es el corolario de la existencia de Dios.
Sin ese principio, Dios no tendría razón de ser, puesto que no se podría
concebir que la soberana inteligencia reinara durante toda la eternidad
únicamente sobre la materia bruta, como no se podría concebir
que un monarca terrestre reinara durante toda su vida exclusivamente
sobre piedras. Puesto que no se puede admitir a Dios sin los atributos
esenciales de la Divinidad: la justicia y la bondad, esas cualidades serían
inútiles si Él sólo pudiera ejercitarlas sobre la materia.
3. Por otro lado, no se podría concebir un Dios soberanamente
justo y bueno, que creara seres inteligentes y sensibles, para
arrojarlos a la nada luego de algunos días de padecimientos sin
compensaciones, y que se recreara en esa sucesión indefinida de
seres que nacen sin haberlo pedido, pensando por un instante apenas
para que sólo conozcan el dolor y se extingan definitivamente
después de una efímera existencia.
Sin la supervivencia del ser pensante los padecimientos de
la vida serían, de parte de Dios, una crueldad sin objetivo. Por ese
motivo, el materialismo y el ateísmo son consecuencia uno del
otro: al negar la causa, no pueden admitir el efecto; al negar el efecto,
no pueden admitir la causa. El materialismo es, pues, coherente
consigo mismo, aunque no lo sea con la razón.
4. La idea de la perpetuidad del ser espiritual es innata en
el hombre; se encuentra en él en estado de intuición y de anhelo.
El hombre comprende que solamente ahí reside la compensación de las miserias de la vida. Esa es la causa por la que siempre ha
habido y habrá cada vez más espiritualistas que materialistas, y
más deístas que ateos.
A la idea intuitiva y al poder del razonamiento, el espiritismo
agrega la sanción de los hechos, la prueba material de la existencia
del ser espiritual, de su supervivencia, de su inmortalidad y
de su individualidad. Especifica y define lo que aquella idea tenía
de vago y abstracto. Muestra que el ser inteligente actúa fuera de la
materia, tanto después como durante la vida del cuerpo.
5. El principio espiritual y el principio vital, ¿son una sola y
la misma cosa?
A partir, como siempre, de la observación de los hechos,
diremos que si el principio vital fuese inseparable del principio
inteligente, habría alguna razón para confundirlos. Sin embargo,
dado que vemos seres que viven y no piensan, como las plantas;
cuerpos humanos que continúan animados por la vida orgánica
cuando ya no existe ninguna manifestación del pensamiento; que
en el ser vivo se producen movimientos vitales independientes de
la acción de la voluntad; que durante el sueño la vida orgánica
permanece en plena actividad, mientras que la vida intelectual no
se manifiesta por ningún signo exterior, cabe admitir que la vida
orgánica reside en un principio inherente a la materia, independiente
de la vida espiritual, que es propia del Espíritu. Ahora bien,
visto que la materia tiene una vitalidad independiente del Espíritu,
y que el Espíritu tiene una vitalidad independiente de la materia,
resulta evidente que esa doble vitalidad reposa sobre dos principios
diferentes. (Véase el Capítulo X, §§16 a 19.)
6. El principio espiritual, ¿tendrá origen en el elemento cósmico
universal? ¿Será sólo una transformación, un modo de existencia
de ese elemento, como la luz, la electricidad, el calor, etc.?
Si fuese así, el principio espiritual sufriría las vicisitudes de
la materia; se extinguiría por la desagregación, como el principio vital; el ser inteligente no tendría más que una existencia momentánea,
como la del cuerpo, y al morir volvería a la nada o, lo que
sería lo mismo, al todo universal. Estaríamos, en una palabra, ante
la confirmación de las doctrinas materialistas.
Las propiedades sui generis que se le reconocen al principio
espiritual prueban que este tiene existencia propia, independiente,
puesto que si su origen estuviese en la materia, le faltarían esas
propiedades. Dado que la inteligencia y el pensamiento no pueden
ser atributos de la materia, si nos remontamos de los efectos a la
causa, se llega a la conclusión de que el elemento material y el elemento
espiritual son dos principios constitutivos del universo. El
elemento espiritual individualizado constituye los seres llamados
Espíritus, como el elemento material individualizado constituye los
diferentes cuerpos de la naturaleza, orgánicos e inorgánicos.
7. Admitido el ser espiritual, como este no puede proceder
de la materia, ¿cuál es su origen, su punto de partida?
Para responder, no disponemos en absoluto de los medios
de investigación, como sucede con todo lo relativo al principio de
las cosas. El hombre sólo puede comprobar lo que existe, y acerca
de todo lo demás, no le cabe otra cosa que enunciar hipótesis. Y
ya sea porque ese conocimiento esté fuera del alcance de su inteligencia
actual, o porque en este momento pueda resultarle inútil o
perjudicial, Dios no se lo concede siquiera mediante la revelación.
Lo que Dios permite que sus mensajeros le digan y lo que,
por otra parte, el hombre puede deducir por sí mismo a partir
del principio de la soberana justicia, que es uno de los atributos
esenciales de la Divinidad, es que todos los Espíritus tienen el mismo
punto de partida: todos son creados simples e ignorantes, con
idéntica aptitud para progresar mediante sus actividades individuales;
todos alcanzarán el grado de perfección compatible con los
esfuerzos personales de las criaturas humanas; todos, porque son
hijos del mismo Padre, son objeto de igual solicitud: no existe ninguno más favorecido o mejor dotado que los otros, ni dispensado
del trabajo impuesto a los demás para que alcancen la meta.
8. Al mismo tiempo que creó, desde siempre, mundos materiales,
Dios también ha creado seres espirituales desde toda la
eternidad. Si no fuese así, los mundos materiales no tendrían ningún
sentido. Sería mucho más fácil si se concibieran los seres espirituales
sin los mundos materiales, que estos últimos sin aquellos.
Los mundos materiales debían proporcionar a los seres espirituales
elementos de actividad para el desarrollo de su inteligencia.
9. El progreso es la condición normal de los seres espirituales,
y la perfección relativa es la meta que deben alcanzar. Ahora
bien, como Dios ha creado desde toda la eternidad, y crea sin cesar,
también desde toda la eternidad han existido seres que alcanzaron
el punto culminante de la escala.
Antes de que la Tierra existiese, mundos incontables habían
sucedido a otros mundos, y cuando la Tierra salió del caos de los
elementos, el espacio ya estaba poblado de seres espirituales en
todos los grados de adelanto, desde los que surgían a la vida hasta
los que, desde toda la eternidad, habían tomado un lugar entre los
Espíritus puros, vulgarmente denominados ángeles.
Unión del principio espiritual con la materia
10. Puesto que la materia debía ser el objeto del trabajo
del Espíritu para el desarrollo de sus facultades, era necesario que
este pudiese actuar sobre ella, razón por la cual tuvo que habitarla,
como el leñador habita en del bosque. Como la materia debía
ser al mismo tiempo el objetivo y el instrumento del trabajo,
Dios, en vez de unir el Espíritu a la piedra rígida creó, para su
uso, cuerpos organizados, flexibles y capaces de recibir todos los
impulsos de su voluntad, así como también de prestarse a todos
sus movimientos.
Por lo tanto, el cuerpo es al mismo tiempo la envoltura y
el instrumento del Espíritu. A medida que este adquiere nuevas
aptitudes, se reviste con una envoltura apropiada al nuevo tipo de
trabajo que le corresponde realizar, tal como se hace con el operario
a quien se le confía una herramienta menos sencilla a medida
que demuestra su capacidad para realizar una tarea más delicada.
11. Para ser más exactos, es necesario expresar que el Espí-
ritu mismo es el que modela su envoltura y la adecua a sus nuevas
necesidades; perfecciona, desarrolla y completa su organismo
a medida que experimenta la necesidad de poner de manifiesto
nuevas facultades; en una palabra, lo adapta de acuerdo con su inteligencia.
Dios le proporciona los materiales, y a él le corresponde
hacer uso de ellos. A eso se debe que las razas más avanzadas tienen
un organismo o, si se quiere, un mecanismo cerebral más perfeccionado
que el de las razas primitivas. De ese modo también se
explica la marca especial que el carácter del Espíritu imprime a los
rasgos de la fisonomía y a las líneas del cuerpo. (Véase el Capítulo
VIII, § 7: El alma de la Tierra.)
12. Desde el momento en que un Espíritu nace a la vida
espiritual, en beneficio de su adelanto es necesario que haga uso de
sus facultades, rudimentarias al principio. Por esa razón se recubre
con una envoltura corporal adecuada a su estado de infancia intelectual,
envoltura que él abandona para tomar otra a medida que
sus fuerzas van en aumento. Ahora bien, como en todas las épocas
ha habido mundos, y como esos mundos dieron origen a cuerpos
organizados aptos para recibir Espíritus, en todas las épocas los Espíritus,
sea cual fuere el grado de adelanto que hubiesen alcanzado,
encontraron los elementos necesarios para la vida carnal.
13. Por ser exclusivamente material, el cuerpo sufre las vicisitudes
de la materia. Después de funcionar durante algún tiempo,
se desorganiza y se descompone. El principio vital, como ya no
encuentra un elemento para su actividad, se extingue y el cuerpo muere. El Espíritu, para quien el cuerpo privado de vida se torna
inútil, lo abandona, como se abandona una casa en ruinas o la ropa
que no sirve.
14. El cuerpo, pues, no es más que una envoltura destinada a
recibir al Espíritu, de modo que poco importan su origen y los materiales
que lo constituyen. Sea o no el cuerpo del hombre una creación
especial, lo cierto es que lo forman los mismos elementos que forman
el cuerpo de los animales, lo anima el mismo principio vital o, en otras
palabras, lo vivifica el mismo fuego, así como lo ilumina la misma luz
y se encuentra sujeto a las mismas vicisitudes y a las mismas necesidades.
Esta es una cuestión que no admite discusiones.
En caso de que se considere únicamente la materia, haciendo
abstracción del Espíritu, el hombre no tiene nada que lo distinga
del animal. Sin embargo, todo cambia de aspecto cuando se
establece la diferencia entre la habitación y el habitante.
Un gran señor, sea que se encuentre en una choza o esté cubierto
con las ropas de un campesino, no deja por eso de ser un gran
señor. Lo mismo sucede con el hombre. No es su vestimenta de
carne la que lo coloca por encima de los irracionales y lo convierte
en un ser aparte, sino el ser espiritual que existe en él, su Espíritu.
Hipótesis sobre el origen del cuerpo humano
15. De la semejanza de formas exteriores que existe entre el
cuerpo del hombre y el del mono, algunos fisiólogos arribaron a
la conclusión de que el primero es apenas una transformación del
segundo. Nada de eso es imposible y, de ser cierto, no hay razón
para que la dignidad del hombre se vea afectada. Es muy probable
que los cuerpos de los monos hayan servido de vestimenta a los
primeros Espíritus humanos, necesariamente poco adelantados,
que vinieron a encarnar en la Tierra, visto que esa vestimenta es
más apropiada a sus necesidades y más adecuada al ejercicio de sus facultades que el cuerpo de cualquier otro animal. En vez de que
se elaborase una envoltura especial para el Espíritu, este podría
haberlo hallado ya listo. Se vistió entonces con la piel del mono,
sin que dejara de ser un Espíritu humano, como algunas veces el
hombre se cubre con la piel de ciertos animales sin que por eso deje
de ser hombre.
Queda perfectamente entendido que aquí sólo se trata de
una hipótesis que de ninguna manera se enuncia como principio,
sino que se presenta solamente para mostrar que el origen del cuerpo
en nada perjudica al Espíritu, que es el ser principal, y que la
semejanza del cuerpo del hombre con el del mono no implica paridad
entre su Espíritu y el del mono.
16. Admitida esa hipótesis, se puede decir que, bajo la influencia
y por efecto de la actividad intelectual de su nuevo habitante, la
envoltura se modificó, se embelleció en los detalles y conservó la
forma general del conjunto (Véase el § 11). Mejorados a través de la
procreación, los cuerpos se reprodujeron en las mismas condiciones,
como ocurre con los árboles injertados. Dieron origen a una especie
nueva que poco a poco se apartó del tipo primitivo, a medida que el
Espíritu progresaba. El Espíritu mono, que no fue aniquilado, continuó
procreando para su uso cuerpos de mono, del mismo modo
que el fruto del árbol silvestre reproduce árboles de esa especie, y el
Espíritu humano procreó cuerpos de hombres, variantes del primer
molde en el que él se instaló. El tronco se bifurcó y produjo un reto-
ño, que a su vez se convirtió en tronco.
Como en la naturaleza no existen las transiciones bruscas, es
probable que los primeros hombres que aparecieron en la Tierra se
diferenciasen poco del mono por su forma exterior, y sin duda no
mucho tampoco por la inteligencia. Actualmente todavía existen salvajes
que, por la longitud de sus brazos y de sus pies, así como por la
conformación de la cabeza, conservan tanta similitud con el mono,
que sólo les falta ser peludos para que la semejanza sea completa.
Encarnación de los Espíritus
17. El espiritismo nos enseña de qué manera se produce la
unión del Espíritu con el cuerpo, en la encarnación.
Por su esencia espiritual, el Espíritu es un ser indefinido,
abstracto, que no puede ejercer una acción directa sobre la materia,
sino que precisa un intermediario. Ese intermediario es la envoltura
fluídica, que en cierto modo es parte integrante del Espíritu.
Se trata de una envoltura semimaterial, es decir, que pertenece a la
materia por su origen y a la espiritualidad por su naturaleza etérea.
Como toda la materia, es extraída del fluido cósmico universal, el
cual en esa circunstancia experimenta una modificación especial.
Esa envoltura, denominada periespíritu, hace de un ser abstracto,
el Espíritu, un ser concreto, definido, que puede ser aprehendido
mediante el pensamiento. Lo vuelve apto para actuar sobre la materia
tangible, conforme sucede con todos los fluidos imponderables,
que son, como se sabe, los más poderosos motores.
El fluido periespiritual constituye, por consiguiente, el lazo
de unión entre el Espíritu y la materia. Durante su unión con el
cuerpo sirve de vehículo al pensamiento del Espíritu, para transmitir
el movimiento a las diferentes partes del organismo, las cuales
actúan por impulso de la voluntad, y para hacer que repercutan en
el Espíritu las sensaciones producidas por los agentes exteriores.
Los nervios son sus hilos conductores, como en el telégrafo el fluido
eléctrico tiene como conductor al hilo metálico.
18. Cuando un Espíritu debe encarnar en un cuerpo humano
en vías de formación, un lazo fluídico, que no es más que una
expansión de su periespíritu, lo vincula al embrión que lo atrae
con una fuerza irresistible desde el momento de la concepción. A
medida que el embrión se desarrolla, el lazo se acorta. Bajo la influencia
del principio vital material del embrión, el periespíritu, que
posee ciertas propiedades de la materia, se une molécula a molécula al cuerpo que se forma. Por eso es posible decir que el Espíritu,
por intermedio de su periespíritu, se enraíza en cierto modo en ese
germen, como lo hace una planta en la tierra. Cuando el embrión
llega a la plenitud de su desarrollo, la unión es completa, y entonces
nace a la vida exterior.
Por un efecto contrario, esa unión del periespíritu y de la
materia carnal, que se efectúa bajo la influencia del principio vital
del embrión, cesa cuando ese principio deja de actuar, a consecuencia
de la desorganización del cuerpo. La unión, mantenida
hasta ese momento por una fuerza actuante, cesa en el momento
en que esa fuerza deja de actuar. Entonces, el periespíritu se desprende,
molécula a molécula, del mismo modo que se había unido,
y el Espíritu es devuelto a la libertad. Por lo tanto, no es la partida
del Espíritu la que causa la muerte del cuerpo, sino que esta es la que
causa la partida de aquel.
Dado que un instante después de la muerte la integridad del
Espíritu es completa, y que sus facultades adquieren incluso un mayor
poder de penetración, mientras que el principio de vida se ha
extinguido en el cuerpo, queda demostrado sin ninguna duda que el
principio vital y el principio espiritual son dos cosas distintas.
19. El espiritismo nos enseña, mediante los hechos cuya observación
nos facilita, los fenómenos que acompañan a esa separación.
Algunas veces esta es rápida, sencilla, delicada e indolora,
mientras que en otras es lenta, laboriosa y terriblemente penosa,
de conformidad con el estado moral del Espíritu, y puede durar
meses enteros.
20. Un fenómeno particular, que también muestra la
observación, acompaña siempre a la encarnación del Espíritu.
Desde que este es atrapado a través del lazo fluídico que lo
liga al embrión, entra en un estado de turbación que aumenta
a medida que el lazo se ajusta, y en los últimos momentos el
Espíritu pierde la conciencia de sí mismo, de modo que jamás presencia su nacimiento. Cuando el niño respira, el Espíritu
comienza a recobrar sus facultades, que se desarrollan a medida
que se forman y consolidan los órganos que habrán de servirle
para su manifestación.
21. Con todo, al mismo tiempo que el Espíritu recobra la
conciencia de sí mismo, pierde el recuerdo de su pasado, aunque
no pierde las facultades, las cualidades ni las aptitudes adquiridas
con anterioridad, que habían quedado transitoriamente en
estado latente y que, al volver a la actividad, lo ayudarán a desenvolverse
más y mejor que antes. Renace tal como había llegado a
ser mediante su trabajo anterior; su renacimiento constituye un
nuevo punto de partida, un nuevo peldaño que subir. Incluso
allí se manifiesta la bondad del Creador, dado que el recuerdo
del pasado, con frecuencia penoso y humillante, sumado a la
angustia de una nueva existencia, podría perturbarlo y crearle
impedimentos. Sólo recuerda lo que ha aprendido, porque eso le
es útil. Si en ocasiones conserva una vaga intuición de los acontecimientos
pasados, esa intuición es como el recuerdo de un
sueño fugitivo. Se trata, por consiguiente, de un hombre nuevo,
por más antiguo que sea su Espíritu. Adopta nuevos hábitos con
la ayuda de sus conquistas anteriores. Cuando regresa a la vida
espiritual, su pasado se despliega ante su mirada, y entonces evalúa
si ha empleado bien o mal su tiempo.
22. Así pues, no hay solución de continuidad en la vida
espiritual, a pesar del olvido del pasado. El Espíritu es siempre
él mismo, antes, durante y después de la encarnación, pues esta
es sólo una fase especial de su existencia. El olvido únicamente
se produce en el transcurso de la vida exterior de relación, ya
que durante el sueño el Espíritu se desprende parcialmente de
los lazos carnales, es restituido a la libertad y a la vida espiritual,
y recuerda entonces su pasado. Su visión espiritual no está tan
oscurecida por la materia.
23. Si se considera a la humanidad en el grado más bajo
de la escala intelectual, tal como se encuentra entre los salvajes
más atrasados, cabe la pregunta sobre si es ese el punto de partida
del alma humana.
Según la opinión de algunos filósofos espiritualistas, el principio
inteligente, distinto del principio material, se individualiza
y elabora al pasar por los diversos grados de la animalidad. Es ahí
que el alma se ensaya para la vida y desarrolla sus primeras facultades
mediante la ejercitación; sería, por así decirlo, su período de
incubación. Llegada al grado de desarrollo que ese estado permite,
recibe las facultades especiales que constituyen el alma humana.
Existiría entonces una filiación espiritual entre el animal y el hombre,
del mismo modo que existe una filiación corporal.
Es preciso convenir en que este sistema, basado en la gran
ley de unidad que rige la Creación, está en correspondencia con la
justicia y la bondad del Creador; otorga una salida, una finalidad,
un destino a los animales, que ya no son seres desheredados, sino
que en el porvenir que les está reservado encuentran una compensación
para sus padecimientos. Lo que constituye al hombre espiritual
no es su origen, sino los atributos especiales de los que está
dotado cuando ingresa en la humanidad, atributos que lo transforman
y hacen de él un ser distinto, así como el fruto sabroso es
diferente de la raíz amarga que le dio origen. Por el hecho de que
haya pasado por la experiencia de la animalidad, el hombre no
es menos hombre; ya no es animal, como el fruto no es la raíz, o
como el sabio no es el feto informe que lo instaló en el mundo.
No obstante, este sistema plantea numerosas cuestiones, cuyos
pros y contras no es oportuno discutir aquí, del mismo modo
que no se justifica el análisis de las diferentes hipótesis que se han
enunciado en relación con este asunto. Por consiguiente, sin que
investiguemos el origen del alma, ni que tratemos de conocer las
experiencias por las cuales pudo haber pasado, la consideramos a partir de su ingreso en la humanidad, en el punto en que, dotada de
sentido moral y de libre albedrío, comienza a ejercer la responsabilidad
de sus actos.
24. La obligación que tiene el Espíritu encarnado de ocuparse
del alimento del cuerpo, su seguridad y su bienestar, lo impulsa
a emplear sus facultades en investigaciones, a ejercitarlas y desarrollarlas.
De ese modo, su unión con la materia es de utilidad para su
adelanto, y por eso la encarnación es una necesidad. Además, a través
de la actividad inteligente que realiza para su beneficio sobre la
materia, contribuye a la transformación y al progreso material del
globo en el que habita. Así, a medida que progresa, colabora con la
obra del Creador, de la cual se convierte en un agente inconsciente.
25. Sin embargo, la encarnación del Espíritu no es constante
ni perpetua, sino transitoria. Cuando abandona un cuerpo no retoma
otro inmediatamente. Durante un lapso de tiempo más o menos
considerable vive la vida espiritual, que es su vida normal, de tal
modo que el tiempo que duran sus diferentes encarnaciones resulta
insignificante comparado con el que pasa en estado de Espíritu libre.
En el intervalo entre sus encarnaciones, el Espíritu también
progresa, en el sentido de que aplica para su adelanto los conocimientos
y la experiencia que obtuvo durante la vida corporal;
analiza lo que hizo mientras vivió en la Tierra, pasa revista a lo que
ha aprendido, reconoce sus faltas, elabora planes y toma resoluciones
mediante las cuales pretende guiarse en una nueva existencia,
con la intención de obrar mejor. De ese modo, cada existencia
representa un paso hacia adelante en el camino del progreso, una
especie de escuela de aplicación.
26. Por lo general, la encarnación no es un castigo para el
Espíritu, según piensan algunos, sino una condición inherente a
la inferioridad del Espíritu, así como también un medio para que
progrese. (Véase El Cielo y el Infierno, Primera parte, Capítulo III,
§ 8 y siguientes.)
A medida que progresa moralmente, el Espíritu se desmaterializa,
es decir, se depura al liberarse de la influencia de la materia;
su vida se espiritualiza, sus facultades y percepciones se amplían; su
felicidad es proporcional al progreso realizado. No obstante, como
actúa en virtud de su libre albedrío, puede por negligencia o mala
voluntad retardar su adelanto; prolonga, por consiguiente, la duración
de sus encarnaciones materiales, que entonces se convertirán en
un castigo, dado que por sus faltas permanece en las categorías inferiores,
obligado a recomenzar la misma tarea. Así pues, del Espíritu
depende abreviar, por medio del trabajo de purificación realizado
sobre sí mismo, la duración del período de las encarnaciones.
27. El progreso material de un globo acompaña el progreso
moral de sus habitantes. Ahora bien, como la creación de los mundos
y de los Espíritus es incesante, y como estos progresan más o
menos rápidamente, conforme al empleo que hagan de su libre albedrío,
resulta de ahí que hay mundos más o menos antiguos, con
grados diferentes de adelanto físico y moral, en los cuales la encarnación
es más o menos material y, por consiguiente, el trabajo para
los Espíritus es menos arduo. Desde este punto de vista, la Tierra
es uno de los globos menos adelantados. Poblado por Espíritus relativamente
inferiores, la vida corporal es en él más penosa que en
otros planetas. También los hay más atrasados, donde la existencia
es todavía más penosa que en la Tierra, y en comparación con los
cuales ésta sería un mundo relativamente feliz.
28. Después de que los Espíritus han realizado la totalidad
del progreso que el estado de ese mundo permite, lo abandonan
para encarnar en otro más adelantado, donde puedan adquirir
nuevos conocimientos, y así sucesivamente, hasta que ya no les
resulte provechosa la encarnación en cuerpos materiales. Entonces
pasan a vivir con exclusividad la vida espiritual, en la que continúan
su progreso en otro sentido y por otros medios. Cuando
alcanzan el punto culminante del progreso, gozan de la suprema felicidad. Admitidos en los consejos del Todopoderoso, conocen
su pensamiento, se convierten en sus mensajeros, sus ministros
directos en el gobierno de los mundos, y tienen bajo sus órdenes a
Espíritus de todos los grados de adelanto.
De esa manera, sea cual fuere el grado en que se encuentren
en la jerarquía espiritual, desde el más bajo al más elevado, todos
los Espíritus, encarnados o desencarnados, tienen sus atribuciones
en el gran mecanismo del universo; todos son útiles al conjunto,
y al mismo tiempo a sí mismos. A los menos adelantados, como
simples servidores, les corresponde el desempeño de una tarea material,
que al principio es inconsciente y después se torna cada vez
más inteligente. En el mundo espiritual existe actividad en todas
partes, y en ningún lado hay ociosidad improductiva.
La colectividad de los Espíritus constituye, en cierto modo, el
alma del universo. El elemento espiritual actúa en todo, por el influjo
del pensamiento divino. Sin ese elemento sólo existe la materia
inerte, carente de finalidad, sin inteligencia, sin otro motor que las
fuerzas materiales que dejan una infinidad de problemas sin resolver.
Con la acción del elemento espiritual individualizado, todo tiene
una finalidad, una razón de ser, y todo se explica. Por esa razón, sin
la espiritualidad el hombre tropieza con dificultades insuperables.
29. Cuando la Tierra se encontró en condiciones climáticas
apropiadas para la existencia de la especie humana, encarnaron en
ella Espíritus humanos. ¿De dónde provenían? Ya sea que hayan
sido creados en ese momento, o que hayan llegado completamente
formados del espacio, de otros mundos, o de la Tierra misma, su
presencia en este planeta a partir de una cierta época es un hecho,
pues antes de ellos sólo había animales. Se revistieron con cuerpos
adecuados a sus necesidades especiales, a sus aptitudes, y fisioló-
gicamente formaban parte de la animalidad. Bajo la influencia de
esos Espíritus, y por medio del ejercicio de sus facultades, esos
cuerpos se modificaron y se perfeccionaron: eso es lo que la observación demuestra. Dejemos, pues, de lado la cuestión del origen,
por el momento insoluble; tomemos al Espíritu, no en su punto de
partida, sino en el momento en que, al manifestarse en él los primeros
embriones del libre albedrío y del sentido moral, lo vemos
desempeñar su rol humano, sin que nos inquiete el medio donde
haya transcurrido el período de su infancia o, si se prefieren, de su
incubación. A pesar de la analogía entre su envoltura y la de los
animales, podremos diferenciarlo de estos últimos por las facultades
intelectuales y morales que lo caracterizan, así como debajo de
las mismas burdas vestimentas distinguimos al hombre rústico del
hombre refinado.
30. Aunque los primeros que surgieron debieron de ser
poco adelantados, por la razón misma de que tenían que encarnar
en cuerpos muy imperfectos, habría por cierto notorias diferencias
entre sus caracteres y aptitudes. Los Espíritus que se asemejaban
se agruparon naturalmente por analogía y simpatía. Así, la
Tierra se encontró poblada por Espíritus de diversas categorías,
más o menos aptos o rebeldes al progreso. Puesto que los cuerpos
recibían la impresión del carácter del Espíritu, y dado que
esos cuerpos se procreaban de conformidad con sus respectivos
tipos, resultaron de ahí diferentes razas, tanto en lo físico como
en lo moral (Véase el § 11). Al continuar encarnando preferentemente
entre los que se les asemejaban, los Espíritus similares
perpetuaron el carácter distintivo físico y moral de las razas y de
los pueblos, carácter que sólo con el tiempo desaparece, mediante
su fusión y el progreso de los Espíritus. (Véase la Revista Espírita,
julio de 1860: “Frenología y fisiognomía”.)
31. Los Espíritus que vinieron a poblar la Tierra pueden ser
comparados con esos grupos de emigrantes de orígenes diversos,
que van a establecerse en una tierra virgen. Allí encuentran madera
y piedra para levantar sus viviendas, a las que cada uno les imprime
su sello especial, de acuerdo con el grado de su saber y con su genio particular. Se agrupan entonces por analogía de orígenes y
de gustos, y los grupos acaban por formar tribus, después pueblos,
cada cual con costumbres y características propias.
32. Por consiguiente, el progreso no fue uniforme en toda
la especie humana. Como era natural, las razas más inteligentes
se adelantaron a las otras, incluso sin tomar en cuenta que
muchos Espíritus, recién nacidos a la vida espiritual, vinieron
a encarnar en la Tierra entre los primeros que llegaron, e hicieron
más evidente la diferencia en materia de progreso. En efecto,
sería imposible atribuir la misma antigüedad de creación a los
salvajes –que apenas se distinguen del mono– y a los chinos, y
menos aún a los europeos civilizados.
Con todo, los Espíritus de los salvajes también forman parte
de la humanidad, y un día alcanzarán el nivel en que se encuentran
sus hermanos mayores, pero sin duda no será en cuerpos de la misma
raza física, impropios para un cierto desarrollo intelectual y moral.
Cuando el instrumento ya no esté en correspondencia con su desarrollo,
los Espíritus emigrarán de ese medio para encarnar en un
grado superior, y así sucesivamente, hasta que hayan conquistado
todas las graduaciones terrestres. Después de eso dejarán la Tierra,
para pasar a mundos cada vez más adelantados. (Véase la Revista
Espírita, abril de 1862: “Perfectibilidad de la raza negra”.)
Reencarnaciones
33. El principio de la reencarnación es una consecuencia necesaria
de la ley del progreso. Sin la reencarnación, ¿cómo se explicaría
la diferencia que existe entre el actual estado social y el de los
tiempos de barbarie? Si las almas son creadas al mismo tiempo que
los cuerpos, las que nacen hoy son tan nuevas, tan primitivas como
las que vivían hace mil años. Además, no habría ninguna conexión
entre ellas, ninguna relación necesaria; serían absolutamente independientes unas de otras. ¿Por qué, entonces, las almas de la
actualidad habrían de estar mejor dotadas por Dios que las que
las precedieron? ¿Por qué comprenden mejor las cosas? ¿Por qué
poseen instintos más depurados, costumbres más moderadas? ¿Por
qué tienen la intuición de ciertas cosas sin haberlas aprendido? Invitamos
a que se resuelva este dilema, a menos que se admita que
Dios crea almas de diferentes calidades, de acuerdo con las épocas
y los lugares: proposición inconciliable con la idea de una justicia
soberana. (Véase el Capítulo II, § 19.)
Reconozcamos, por el contrario, que las almas de hoy ya han
vivido en tiempos lejanos; que posiblemente fueron bárbaras como
su época, pero que han progresado; que en cada nueva existencia
traen lo que han adquirido en las existencias anteriores; que, por
consiguiente, las almas de los tiempos civilizados no son almas
creadas más perfectas, sino que se perfeccionaron por sí mismas con
el transcurso del tiempo, y entonces tendremos la única explicación
admisible de la causa del progreso social. (Véase El Libro de
los Espíritus, Libro II, Capítulos IV y V.)
34. Algunas personas suponen que las diferentes existencias
del alma transcurren de mundo en mundo, y no en un mismo
globo, a donde cada Espíritu iría una única vez. Esta doctrina
sería admisible si todos los habitantes de la Tierra estuviesen exactamente
en el mismo nivel intelectual y moral. En ese caso, ellos
sólo podrían progresar yéndose a otro mundo, puesto que la encarnación
en la Tierra no les aportaría ninguna utilidad. Ahora
bien, Dios no hace nada inútil, y dado que aquí se encuentran la
inteligencia y la moralidad en todos los grados, desde el salvajismo
que linda con la animalidad hasta la civilización más avanzada, es
evidente que este mundo ofrece un vasto campo al progreso. Nos
preguntamos, entonces, ¿por qué el salvaje tendría que buscar en
otra parte el grado de progreso inmediatamente superior a aquel
en que se encuentra, cuando en realidad ese grado está al lado de él, y así sucesivamente? ¿Por qué el hombre adelantado no habría
sido capaz de hacer sus primeras etapas más que en mundos inferiores,
cuando alrededor suyo hay otros seres análogos a los de
esos mundos, sin mencionar que no sólo de un pueblo a otro pueblo,
sino en el seno del mismo pueblo y de la misma familia hay
diferentes grados de adelanto? Si fuese así, Dios habría realizado
algo inútil al colocar la ignorancia junto al saber, la barbarie junto
a la civilización, el bien junto al mal, cuando es justamente ese
contacto el que hace que los atrasados avancen.
No hay, pues, necesidad de que los hombres cambien de
mundo en cada etapa, así como no se justifica que un estudiante
cambie de colegio para pasar de una clase a otra. Lejos de ser ventajoso
para su progreso, ese hecho sería una traba, porque el Espí-
ritu estaría privado del ejemplo que le ofrece la observación de lo
que ocurre en los grados superiores, así como de la posibilidad de
reparar sus errores en el mismo medio y en presencia de aquellos a
quienes ofendió, posibilidad que representa para él el más poderoso
medio de adelanto moral. Si después de una breve cohabitación,
los Espíritus se dispersasen y se volvieran extraños unos a otros,
los lazos de familia y de amistad se romperían por falta de tiempo
suficiente para que se consolidaran.
Al inconveniente moral se sumaría un inconveniente material.
La naturaleza de los elementos, las leyes orgánicas y las
condiciones de existencia varían de acuerdo con los mundos; en
ese aspecto, no hay dos planetas perfectamente idénticos. Nuestros
tratados de física, de química, de anatomía, de medicina,
de botánica, etc., no servirían para nada en otros mundos; no
obstante, lo que aquí se aprende no esta perdido. No sólo eso desarrolla
la inteligencia, sino que también las ideas que se extraen
de esos tratados contribuyen a la adquisición de otras. (Véase el
Capítulo VI, § 61 y siguientes.) Si el Espíritu hiciese su aparición
apenas una única vez en un mismo mundo, aparición que a menudo es de corta duración, en cada migración se encontraría
en condiciones completamente diferentes; obraría cada vez sobre
elementos nuevos, con fuerzas y según leyes que le resultarían
desconocidas, antes de que hubiera tenido tiempo para elaborar
los elementos conocidos, estudiarlos y aplicarlos. Cada vez
debería hacer un nuevo aprendizaje, y esos cambios incesantes
representarían un obstáculo para su progreso. El Espíritu, por
consiguiente, debe permanecer en el mismo mundo hasta que
haya adquirido la suma de los conocimientos y el grado de perfección
que ese mundo admite. (Véase el § 31.)
Los Espíritus dejan por un mundo más adelantado aquel
del cual no pueden obtener nada más: eso es lo que debe ser y
lo que es. Esa es la regla. Si algunos lo dejan antes de tiempo, no
cabe duda de que eso se debe a causas individuales que Dios, en su
sabiduría, analiza atentamente.
Todo en la Creación tiene una finalidad. De lo contrario,
Dios no sería prudente ni sabio. Ahora bien, si la Tierra
no debiese ser más que una única etapa del progreso de cada
individuo, ¿de qué serviría, a los Espíritus de los niños que
mueren a temprana edad, pasar en ella algunos años, algunos
meses, algunas horas, durante los cuales nada pueden adquirir?
Lo mismo sucede con los deficientes mentales. Una teoría es
buena cuando resuelve todas las cuestiones que le atañen. El
caso de las muertes prematuras ha sido un escollo para todas
las doctrinas, excepto para la doctrina espírita, la única que lo
resolvió de una manera racional y completa.
Para el progreso de aquellos que en la Tierra llevan a cabo
una vida normal, es una verdadera ventaja que regresen al mismo
medio para continuar en él lo que han dejado inconcluso,
a menudo en la misma familia o en contacto con las mismas
personas, a fin de reparar el mal que hayan hecho o para que
sufran la pena del talión.
Emigraciones e inmigraciones
de los Espíritus
35. En el intervalo entre sus existencias corporales, los Espí-
ritus se encuentran en estado de erraticidad y forman la población
espiritual del ambiente del globo. A través de las muertes y de los nacimientos,
ambas poblaciones, la corporal y la espiritual, se mezclan
incesantemente la una con la otra. Hay, pues, a diario, emigraciones
del mundo corporal hacia el mundo espiritual e inmigraciones del
mundo espiritual hacia el mundo corporal: ese es el estado normal.
36. En ciertas épocas, reguladas por la sabiduría divina, esas
emigraciones e inmigraciones se producen en masas más o menos
considerables, a consecuencia de las grandes revoluciones que
les acarrean la partida simultánea en cantidades enormes, que de
inmediato son sustituidas por cantidades equivalentes de encarnaciones.
Por consiguiente, es preciso considerar los flagelos destructores
y los cataclismos como ocasiones de llegadas y partidas colectivas,
recursos providenciales para la renovación de la población
corporal del globo, que se robustece mediante la introducción de
nuevos elementos espirituales más purificados. Por cierto, si bien
en esas catástrofes se produce la destrucción de un gran número de
cuerpos, sólo se trata de vestimentas desgarradas, ya que ningún Espíritu
perece: apenas cambia de ambiente. En vez de partir aisladamente,
lo hacen en multitud; esa es la única diferencia, ya que por
una causa o por otra, tarde o temprano, fatalmente deberán partir.
Las renovaciones rápidas, casi instantáneas, que se producen
en el elemento espiritual de la población a consecuencia de los
flagelos destructores, aceleran el progreso social; si no fuera por
las emigraciones e inmigraciones que de tiempo en tiempo vienen
a darle un impulso violento, ese progreso sólo se realizaría con
extrema lentitud.
Es de notar que las grandes calamidades que diezman a las
poblaciones están seguidas invariablemente por una era de progreso
en el orden físico, intelectual o moral y, por consiguiente,
en el estado social de las naciones en las que estas tienen lugar.
Eso se debe a que tienen por finalidad producir una transformación
en la población espiritual, que es la población normal y
activa del globo.
37. Esa transfusión que ocurre entre la población encarnada
y la desencarnada de un mismo planeta, se efectúa también entre
los mundos, ya sea individualmente en las condiciones normales,
o de forma masiva en circunstancias especiales. Hay, pues, emigraciones
e inmigraciones colectivas de un mundo hacia otro, de
donde resulta la introducción, en la población de uno de ellos, de
elementos absolutamente nuevos. Nuevas razas de Espíritus, que
vienen a mezclarse con las existentes, constituyen nuevas razas de
hombres. Ahora bien, como los Espíritus no pierden nunca lo que
han conquistado, llevan consigo la inteligencia y la intuición de
los conocimientos que poseen y, por consiguiente, imprimen su
carácter peculiar a la raza corporal que van a animar. Para eso no
necesitan que se creen nuevos cuerpos exclusivamente para su uso.
La especie corporal existe, de modo que siempre encuentran cuerpos
listos para recibirlos. Por lo tanto, sólo son nuevos habitantes.
A su llegada a la Tierra integran primero la población espiritual,
para después encarnar como los demás.
Raza adámica
38. De acuerdo con la enseñanza de los Espíritus, fue una
de esas importantes inmigraciones, o si se prefiere, una de esas
colonias de Espíritus provenientes de otra esfera, la que dio origen
a la raza simbolizada en la persona de Adán, la cual por esa razón
se denomina raza adámica. A su llegada a la Tierra, el planeta ya estaba poblado desde tiempos inmemoriales, como América cuando
llegaron los europeos.
Más adelantada que las que la habían precedido en este globo,
la raza adámica es, en efecto, la más inteligente, la que impulsa
el progreso de las demás. El Génesis nos la muestra industriosa
desde sus comienzos, apta para las artes y las ciencias, sin que haya
pasado aquí por la infancia intelectual, lo que no sucede con las
razas primitivas, pero que concuerda con la opinión de que estaba
compuesta por Espíritus que ya habían alcanzado cierto progreso.
Todo prueba que la raza adámica no es antigua en la Tierra, y nada
se opone al hecho de que habita en este globo desde hace apenas
unos miles de años, lo que no estaría en contradicción ni con los
hallazgos geológicos ni con las investigaciones antropológicas, sino
que, por el contrario, tendería a confirmarlas.
39. En el estado actual de los conocimientos, es inadmisible
la doctrina según la cual el género humano en su totalidad proviene
de un solo individuo desde hace seis mil años. Las principales
consideraciones que la refutan, apoyadas tanto en el orden físico
como en el moral, se resumen en los siguientes enunciados:
Desde el punto de vista fisiológico, algunas razas presentan
tipos particulares característicos que no permiten atribuirles un
origen común. Hay diferencias que evidentemente no se deben al
efecto del clima, puesto que los blancos que se reproducen en los
países de los negros no se vuelven negros, y viceversa. El calor del
sol tuesta y oscurece la epidermis, pero nunca ha convertido a un
blanco en negro, ni le ha achatado la nariz, ni cambió sus rasgos
fisonómicos, ni le convirtió en crespo ni lanoso el cabello lacio y
sedoso. Hoy se sabe que el color del negro proviene de un tejido
subcutáneo especial, característico de la especie.
Debemos entonces considerar que las razas negra, mongó-
lica y caucásica tuvieron orígenes propios y nacieron simultánea
o sucesivamente en diferentes partes del globo. Su cruzamiento produjo las razas mixtas secundarias. Los caracteres fisiológicos de
las razas primitivas constituyen un indicio evidente de que provienen
de tipos especiales. Las mismas consideraciones se aplican, por
consiguiente, tanto para los hombres como para los animales, en
lo que respecta a la pluralidad de los troncos. (Véase el Capítulo
X, § 2 y siguientes.)
40. Adán y sus descendientes están representados en el Génesis
como hombres esencialmente inteligentes, puesto que desde la
segunda generación construyen ciudades, cultivan la tierra y forjan
los metales. Sus progresos en las artes y en las ciencias son rápidos
y duraderos. No se podría concebir, por lo tanto, que ese tronco
haya tenido como ramas numerosos pueblos tan atrasados, de inteligencia
tan rudimentaria, al tal punto que en nuestros días aún
rozan la animalidad, además de que han perdido la fisonomía e
incluso hasta el mínimo recuerdo tradicional de lo que hacían sus
padres. Una diferencia tan radical en las aptitudes intelectuales y
en el desarrollo moral constituye una prueba, no menos evidente,
de que existe una diferencia de origen.
41. Independientemente de los descubrimientos geológicos,
la prueba de la existencia del hombre en la Tierra antes de la época
determinada por el Génesis se extrae de la población del globo.
Sin aludir a la cronología china, que según algunos se remonta
a treinta mil años atrás, documentos de probada autenticidad
muestran que Egipto, la India y otros países ya estaban
poblados y florecientes, como mínimo tres mil años antes de la
Era Cristiana, es decir, mil años después de la creación del primer
hombre, según la cronología bíblica. Documentos y observaciones
recientes no dejan ninguna duda en cuanto a las relaciones que
han existido entre América y los antiguos egipcios, de donde deducimos
que esa región ya estaba poblada en aquella época. Sería
preciso, entonces, admitir que en mil años la posteridad de un solo
hombre fue capaz de poblar la mayor parte de la Tierra. Ahora bien, semejante fecundidad estaría en flagrante contradicción con
todas las leyes antropológicas. *
_______________________________________
* La Exposición Universal de 1867 exhibió antigüedades de México que no dejan el menor
margen de duda sobre las relaciones que los pueblos de ese país tuvieron con los antiguos
egipcios. El Sr. Léon Méchedin, en una nota expuesta en el templo mexicano de la Exposición,
manifestaba lo siguiente:
“No es conveniente que se den a publicidad prematuramente los descubrimientos realizados
desde el punto de vista de la historia del hombre por la reciente expedición científica
de México. No obstante, nada impide que el público esté en conocimiento, desde ahora,
de que la exploración permitió determinar la existencia de un gran número de ciudades
desaparecidas con el tiempo, pero a las que la piqueta y las explosiones pueden sacar de
sus mortajas. Las excavaciones pusieron al descubierto, por todas partes, tres estratos de
civilizaciones que parecen otorgar al mundo americano una antigüedad fabulosa”.
Es así como todos los días la ciencia desmiente con los hechos la doctrina que limita a
6.000 años la aparición del hombre en la Tierra y pretende hacerlo derivar de un único
tronco. (N. de Allan Kardec.)
42. Esa imposibilidad se vuelve aún más evidente cuando se
admite, de acuerdo con el Génesis, que el diluvio destruyó a todo
el género humano, con excepción de Noé y su familia, que no era
numerosa, en el año 1.656 del mundo, es decir, 2.348 años antes
de la Era Cristiana. En ese caso, la población de la Tierra apenas
se remontaría a Noé. Ahora bien, cuando los hebreos se establecieron
en Egipto, 612 años después del diluvio, ese país ya era un
poderoso imperio, que habría sido poblado –sin mencionar otras
regiones–, en menos de seis siglos, tan sólo por los descendientes
de Noé, lo cual no es admisible.
Observemos, asimismo, que los egipcios recibieron a los hebreos
como extranjeros. Sería sorprendente que aquellos hubiesen
perdido el recuerdo de un origen común tan cercano, cuando conservaban
religiosamente los monumentos de su historia.
Así pues, una rigurosa lógica, corroborada por los hechos,
demuestra de la manera más categórica que el hombre está en la
Tierra desde un lapso indeterminado, muy anterior a la época que
señala el Génesis. Ocurre lo mismo con la diversidad de los troncos
primitivos, dado que demostrar la falsedad de una proposición
equivale a demostrar la proposición contraria. Si la geología descubriera rastros auténticos de la presencia del hombre antes del gran
período diluviano, la demostración sería aún más completa.
Doctrina de los ángeles caídos
y del paraíso perdido *
________________________________________
* Cuando en la Revista Espírita de 1862 publicamos un artículo sobre la interpretación de la
doctrina de los ángeles caídos, presentamos esa teoría como una hipótesis, sin otra autoridad
más que la de una opinión personal controvertida, porque entonces nos faltaban elementos
suficientes para una afirmación categórica. La expusimos a título de ensayo, con
la intención de provocar el análisis de la cuestión, y decididos a abandonarla o modificarla
si fuese preciso. Hoy esa teoría ha pasado por la prueba del control universal; no sólo fue
aceptada por la inmensa mayoría de los espíritas como la más racional y la más conforme
con la soberana justicia de Dios, sino que ha sido confirmada también por la generalidad
de las instrucciones que los Espíritus han dado sobre el asunto. Lo mismo se verificó en lo
que respecta al origen de la raza adámica. (N. de Allan Kardec.)
43. Los mundos progresan físicamente mediante la elaboración
de la materia, y moralmente por la purificación de los Espí-
ritus que habitan en ellos. La felicidad que en esos mundos se disfruta
está en relación directa con la preponderancia del bien sobre
el mal, y esa preponderancia es el resultado del adelanto moral de
los Espíritus. No basta con el progreso intelectual, visto que con la
inteligencia ellos pueden hacer el mal.
Así pues, tan pronto como un mundo ha llegado a uno de
sus períodos de transformación, que le permitirá ascender en la jerarquía
de los mundos, se producen mutaciones en la población encarnada
y desencarnada. Entonces ocurren las grandes emigraciones
e inmigraciones (Véanse los §§ 34 y 35). Aquellos que a pesar de
su inteligencia y su saber han perseverado en el mal, en su rebeldía
contra Dios y contra sus leyes, se convertirían en adelante en un
obstáculo al posterior progreso moral, en una causa permanente de
perturbación para la tranquilidad y la dicha de los buenos, razón por
la que son excluidos de ese mundo, y enviados a mundos menos adelantados,
donde aplicarán la inteligencia y la intuición de los conocimientos que han adquirido al progreso de aquellos entre los cuales
fueron llamados a vivir, al mismo tiempo que expiarán, a través de
una serie de penosas existencias y por medio del trabajo arduo, sus
faltas pasadas y su voluntaria obstinación.
¿Qué serán esos seres, en medio de esas otras poblaciones,
nuevas para ellos y aún en la infancia de la barbarie, sino ángeles
o Espíritus caídos, llegados para expiar? La tierra de donde fueron
expulsados, ¿no es un paraíso perdido? Esa tierra, ¿no es un jardín de
delicias, en comparación con el medio ingrato donde van a quedar
relegados durante miles de siglos, hasta que hayan merecido liberarse
de él? El vago recuerdo intuitivo que conservan de aquella
tierra es para ellos como un espejismo lejano que les recuerda lo
que han perdido por su propia culpa.
44. Con todo, al mismo tiempo que los malos se alejan del
mundo en que habitaban, otros Espíritus mejores los sustituyen,
provenientes ya sea de la erraticidad de ese mismo mundo, o de un
mundo menos adelantado al que debieron abandonar. Para esos
Espíritus el nuevo hogar será una recompensa. De ese modo, la
población espiritual renovada y liberada de sus peores elementos,
al cabo de cierto tiempo contribuirá a que mejore el estado moral
de aquel mundo.
Algunas veces esas mutaciones son parciales, es decir, que se
circunscriben a un pueblo, a una raza; otras veces son generales,
cuando llega para el globo el período de renovación.
45. La raza adámica presenta todos los caracteres de una
raza proscripta. Los Espíritus que la integran fueron exiliados en
la Tierra, ya poblada pero por hombres primitivos, inmersos en la
ignorancia, en relación con los cuales aquellos tuvieron la misión
de hacerlos progresar, proveyéndoles las luces de una inteligencia
desarrollada. ¿No es ese el rol que, en efecto, esa raza ha desempe-
ñado hasta el presente? Su superioridad intelectual prueba que el
mundo de donde provenían los Espíritus que la componen estaba más adelantado que la Tierra. No obstante, como ese mundo debía
entrar en una nueva fase de progreso, y puesto que esos Espíritus,
a causa de su obstinación, no quisieron colocarse a la altura de
ese progreso, allá estarían desubicados y constituirían un obstáculo
para la marcha providencial de los acontecimientos. Por ese motivo
fueron excluidos y sustituidos por otros que lo merecían.
Al relegar a aquella raza a este mundo de trabajo y sufrimiento,
Dios tuvo motivo para decir: “Extraerás el alimento de la
tierra con el sudor de tu frente”. En su bondad, le prometió que
le enviaría un Salvador, es decir, alguien que habría de enseñarle el
camino que debería adoptar para salir de ese territorio de miserias,
de ese infierno, y alcanzar la felicidad de los elegidos. Dios envió
ese Salvador en la persona de Cristo, que enseñó la ley de amor y
caridad que esa raza ignoraba, y que sería una verdadera áncora
para su salvación.
Además, con el objetivo de contribuir a que la humanidad
progrese en un determinado sentido, los Espíritus superiores,
aunque sin tener las cualidades de Cristo, encarnan de tiempo en
tiempo en la Tierra para desempeñar misiones especiales, que también
son provechosas para su adelanto personal, en caso de que las
cumplan de acuerdo con los designios del Creador.
46. Sin la reencarnación, la misión de Cristo sería un despropósito,
al igual que la promesa hecha por Dios. Supongamos,
en efecto, que el alma de cada hombre fuera creada en ocasión
del nacimiento del cuerpo, y que no hiciera más que aparecer y
desaparecer en forma definitiva de la Tierra. No habría ninguna
relación entre las almas que vinieron desde Adán hasta Jesucristo,
ni entre las que vinieron después. Todas serían extrañas entre sí. La
promesa de enviar un Salvador, hecha por Dios, no podría aplicarse
a los descendientes de Adán, dado que sus almas todavía no habían
sido creadas. Para que la misión de Cristo tuviera correspondencia
con las palabras de Dios, era preciso que estas se aplicasen a las mismas almas. Si esas almas fueran nuevas, no podrían estar
manchadas por la falta del primer padre, que sería apenas un padre
carnal y no un padre espiritual. De otro modo, Dios habría creado
almas mancilladas por una falta que no podía dejar en ellas ningún
vestigio, puesto que no existían. La doctrina común del pecado
original implica, por consiguiente, la necesidad de una relación
entre las almas de la época de Cristo y las del tiempo de Adán;
implica, por lo tanto, la reencarnación.
Sostened que todas esas almas formaban parte de la colonia
de Espíritus exiliados en la Tierra en los tiempos de Adán,
y que estaban mancilladas por vicios debido a los cuales se las
excluyó de un mundo mejor, y entonces tendréis la única interpretación
racional del pecado original, pecado propio de cada
individuo, y no el producto de la responsabilidad de la falta de
otros a quienes jamás ha conocido. Sostened que esas almas o
Espíritus renacen en diversas ocasiones en la Tierra para la vida
corporal, a fin de que progresen y se purifiquen; que Cristo
vino para esclarecer a esas mismas almas, no sólo acerca de sus
vidas pasadas, sino también en relación con sus vidas posteriores,
y únicamente entonces daréis a su misión un objetivo real
y serio que pueda ser aceptado por la razón.
47. Un ejemplo habitual, destacable por su analogía, hará
más comprensibles aún los principios que se acaban de exponer:
El 24 de mayo de 1861, la fragata Ifigenia transportó a
Nueva Caledonia una compañía disciplinaria compuesta por 291
hombres. Al llegar, el comandante les comunicó un orden del día
redactado en los términos siguientes:
“Al poner los pies en esta tierra lejana, sin duda ya habréis
comprendido el rol que se os ha reservado.
”Conforme al ejemplo de los bravos soldados de nuestra marina,
que prestan servicio a vuestro lado, nos ayudaréis a trasladar
con lucimiento la antorcha de la civilización al seno de las tribus salvajes de Nueva Caledonia. Os pregunto, ¿no es esa una grata y
noble misión? Habréis de desempeñarla con dignidad.
”Escuchad la palabra y los consejos de vuestros superiores.
Estoy por encima de ellos. Entended debidamente mis palabras.
”La elección de vuestro comandante, de vuestros oficiales,
suboficiales y cabos constituye una garantía plena de que se aplicarán
todos los esfuerzos para hacer de vosotros excelentes soldados.
Digo más: para elevaros a la altura de los buenos ciudadanos y
transformaros en colonos honrados si así lo quisierais.
”Vuestra disciplina es severa, y así debe ser. Depositada en
nuestras manos será firme e inflexible, tomadlo en cuenta; y al
mismo tiempo, justa y paternal, sabrá distinguir el error del vicio
y la degradación…”
Vemos aquí un puñado de hombres expulsados por su mala
conducta de un país civilizado, y enviados como castigo al ámbito
de un pueblo bárbaro. ¿Qué les dice el jefe? “Habéis infringido las
leyes de vuestro país; en él os habéis convertido en causa de perturbación
y escándalo, y por eso fuisteis expulsados. Os envían aquí,
y aquí podéis rescatar vuestro pasado; podéis, mediante el trabajo,
crearos una posición honrosa y convertiros en ciudadanos honestos.
Tenéis una hermosa misión que cumplir: trasladar la civilización
a estas tribus salvajes. La disciplina será severa, pero justa, y
sabremos reconocer a quienes procedan correctamente. Tenéis el
destino en vuestras manos; podréis mejorarlo si así lo quisierais,
porque tenéis libre albedrío”.
Para aquellos hombres arrojados en medio de salvajes, ¿no
es la madre patria un paraíso que ellos perdieron por sus propias
faltas y por rebelarse contra la ley? En aquella tierra lejana, ¿no son
ellos ángeles caídos? El lenguaje del comandante, ¿no es idéntico
al que Dios empleó cuando se dirigió a los Espíritus exiliados en la
Tierra? “Habéis desobedecido mis leyes, y por eso os he expulsado
del mundo donde habríais podido vivir felices y en paz. Aquí es taréis condenados al trabajo; pero podréis, por vuestra buena conducta,
haceros merecedores del perdón y de reconquistar la patria
que por vuestra falta habéis perdido, es decir, el cielo.”
48. A primera vista, la idea de la caída parece estar en contradicción
con el principio según el cual los Espíritus no pueden
retrogradar. Sin embargo, es preciso considerar que no se trata de
un retroceso al estado primitivo. El Espíritu, aunque en una posición
inferior, no pierde nada de lo que ha adquirido; su desarrollo
moral e intelectual es el mismo, sea cual fuere el medio en el que
sea colocado. Él está en la misma situación del hombre que ha sido
condenado a la prisión por sus delitos. Ciertamente, ese hombre se
encuentra degradado, en decadencia desde el punto de vista social,
pero no se vuelve ni más torpe ni más ignorante.
49. ¿Se podrá creer que esos hombres enviados a Nueva Caledonia
van a transformarse súbitamente en modelos de virtud, y
que van a abjurar de repente de sus errores del pasado? Quien así
pensase demostraría que no conoce a la humanidad. Por la misma
razón, los Espíritus de la raza adámica, una vez trasladados a la
tierra de exilio, no se despojaron inmediatamente de su orgullo
ni de sus malos instintos; por mucho tiempo aún conservaron las
tendencias que traían, un resto de su antigua efervescencia. Ahora
bien, ¿no es ese el verdadero pecado original?