EL GÉNESIS LOS MILAGROS Y LAS PROFECÍAS SEGÚN EL ESPIRITISMO

Allan Kardec

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2. Con estas palabras, Jesús enunció una verdad que se convirtió en proverbial, vigente para todos los tiempos, y a la cual se podría dar mayor alcance diciendo que nadie es profeta en vida.


En el lenguaje usual, esta máxima se aplica al crédito de que goza un hombre entre los suyos y entre aquellos en cuyo seno vive, a la confianza que él les inspira por la superioridad de su saber y su inteligencia. Si tiene algunas excepciones, estas son raras y en ningún caso absolutas. El principio de esa verdad proviene de una consecuencia natural de la debilidad humana, y se puede explicar de este modo:


El hábito de encontrarse desde la infancia en las circunstancias ordinarias de la vida, establece entre los hombres una especie de igualdad material, que a menudo lleva a que la mayoría de ellos se niegue a reconocer la superioridad moral de alguien que ha sido su compañero o su comensal, que salió del mismo medio que ellos, y de cuyas debilidades iniciales todos han sido testigos. Se resiente su orgullo porque se ven obligados a reconocer el ascendiente del otro. Quienquiera que se eleve por encima del nivel común siempre es el blanco de los celos y la envidia. Quienes se sienten incapaces de llegar a la altura en que aquel se encuentra, se esfuerzan por rebajarlo mediante la difamación, la maledicencia y la calumnia; tanto más fuerte gritan, cuanto más inferiores son, y suponen que se enaltecen y lo eclipsan con el ruido que promueven. Esa ha sido y será la historia de la humanidad, hasta tanto los hombres no hayan comprendido su naturaleza espiritual, y ampliado su horizonte moral. Semejante prejuicio es, por lo tanto, propio de los espíritus mezquinos y vulgares, que toman a su propia personalidad como modelo.


Por otro lado, las personas que sólo conocen a los hombres por su espíritu, suelen hacer de ellos una idealización, que crece a medida que pasa el tiempo y que sus respectivas posiciones se van distanciando. Se los despoja de todo rasgo de humanidad; pareciera que no deben hablar ni sentir como los demás; que tanto sus pensamientos como el lenguaje que emplean deben vibrar constantemente en el tono de la sublimidad, sin tomar en cuenta que el espíritu no podría permanecer constantemente en estado de tensión, de perpetua sobreexcitación. A través del contacto diario de la vida privada, se percibe en todo momento que el hombre material en nada se diferencia del común. El hombre corporal, el que impresiona a los sentidos, casi sofoca al hombre espiritual, que sólo impresiona al espíritu. A la distancia, sólo se ven los destellos del genio; de cerca, se ven las limitaciones del espíritu.


Después de la muerte ya no se puede hacer ninguna comparación; sólo subsiste el hombre espiritual, y este parece tanto más grande cuanto más lejano se torna el recuerdo del hombre corporal. A eso se debe que aquellos cuyo paso por la Tierra ha quedado señalado por obras de verdadero valor, sean más apreciados después de la muerte que cuando estaban vivos. Se los juzga con mayor imparcialidad porque, como ya han desaparecido los envidiosos y los celosos, se han acabado los antagonismos personales. La posteridad es un juez desinteresado que aprecia la obra del espíritu y la acepta sin entusiasmo ciego cuando es buena, y la rechaza sin rencor cuando es mala, prescindiendo de la individualidad que la produjo.


Jesús no podía escapar a las consecuencias de este principio, inherente a la naturaleza humana, si se considera que él vivía en un medio de escasa ilustración y entre hombres dedicados por entero a la vida material. Sus compatriotas sólo veían en Él al hijo del carpintero, al hermano de hombres tan ignorantes como ellos mismos, y por eso no percibían aquello que le daba superioridad y lo investía del derecho de censurarlos. Así, cuando Jesús comprobó que su palabra tenía menos autoridad sobre los suyos, porque lo despreciaban, que sobre los extranjeros, prefirió ir a predicar entre quienes lo escuchaban y a quienes inspiraba simpatía.


Es posible hacerse una idea de los sentimientos que alimentaban sus compatriotas, en relación con Él, por el hecho de que sus propios hermanos, acompañados por su madre, fueron a una reunión donde Él se encontraba, para prenderlo, diciendo que había perdido el juicio. (Véase San Marcos, 3:20 y 21, 31 a 35; y El Evangelio según el espiritismo, Capítulo XIV.)


De ese modo, por un lado, los sacerdotes y los fariseos acusaban a Jesús de obrar en nombre del demonio; por otro, era tildado de loco por sus parientes más cercanos. ¿No es eso lo que sucede actualmente en relación con los espíritas? ¿Deberán estos quejarse de que sus conciudadanos no los traten mejor que como fue tratado Jesús? Lo que causa extrañeza es que en el siglo diecinueve, y en el seno de naciones civilizadas, ocurra eso mismo que hace dos mil años no tenía nada de sorprendente para un pueblo ignorante.