Algunas consideraciones sobre el Espiritismo, leídas en la sesión general, por ocasión del paso del Sr. Allan Kardec por BurdeosPor el Dr. Bouché de Vitray
(14 de octubre de 1861) Hay ciertas épocas en que la idea gobierna el mundo, precediendo esos grandes cataclismos que transforman a los hombres y a los pueblos. La idea religiosa también contribuye para el gran movimiento social, mucho más que aquella que preside los intereses temporarios.
Absorbida con frecuencia por las preocupaciones materiales, ella se libera de las mismas, ya sea de repente o imperceptiblemente. Unas veces es el rayo que escapa de las nubes, otras veces es el volcán que sordamente va minando la montaña antes de transponer el cráter. Hoy, la idea religiosa afecta otro género de manifestación: después de haberse mostrado como un punto imperceptible en el horizonte del pensamiento, acabó por invadir la atmósfera. El aire está impregnado de la misma; dicha idea atraviesa el espacio, fecunda las inteligencias y produce conmoción en el mundo entero. No penséis que me sirvo aquí de una metáfora para expresar la realidad; no; es un fenómeno del cual se tiene conciencia y que difícilmente se traduce en palabras. Es como un fluido que nos comprime por todos lados; es algo vago e indeterminado, cuya influencia sienten todos, de que el cerebro está impregnado y que a menudo se exterioriza a través de éste como por intuición, raramente como un pensamiento formulado explícitamente. La idea religiosa –digamos espírita– tiene su lugar en el mostrador del comerciante, en el consultorio del médico, en el estudio del abogado y del procurador, en el taller del obrero, en el campo y en los cuarteles. El nombre de nuestro estimado y gran misionero espírita está en todas las bocas, como su imagen está en todos nuestros corazones, y todos los ojos están fijos en este punto culminante, digno intérprete de los ministros del Señor. Esta idea que recorre la inmensidad, que sobreexcita todos los cerebros humanos, que incluso existe instintivamente en los Espíritus encarnados más recalcitrantes, ¿no sería obra de esa multitud de inteligencias que nos envuelve, precediendo y facilitando nuestros trabajos apostólicos?
Sabemos que los testimonios de autenticidad de nuestra Doctrina se remontan a la noche de los tiempos; que los Libros Sagrados, base fundamental del Cristianismo, los relatan; que varios Padres de la Iglesia –Tertuliano y san Agustín, entre otros– confirman su realidad; inclusive obras contemporáneas hacen mención a los mismos, y no puedo resistir al deseo de citar el pasaje de un opúsculo publicado en 1843, que parece exponer analíticamente toda la quintaesencia del Espiritismo:
«Algunas personas ponen en duda la existencia de inteligencias superiores, incorpóreas, es decir, de genios que presiden la administración del mundo y que mantienen conversaciones espirituales con algunos seres privilegiados: es para ellas que escribo las siguientes líneas, esperando que éstas puedan ayudarlas en su convicción. En todos los reinos de la naturaleza existe una ley que escalona las especies, desde los infinitamente pequeños hasta los infinitamente grandes. Es por grados imperceptibles que se pasa del insecto al elefante, del pequeño grano de arena al más inmenso globo celestial. Esta gradación regular es evidente en todas las notables obras del Creador; por lo tanto, ¡ella debe encontrarse en sus obras maestras, para que la escala sea continua, a fin de elevarse hacia Él! La distancia prodigiosa que existe entre la materia inerte y el hombre dotado de razón parece ser llenada por los seres orgánicos, pero privados de esta noble prerrogativa. En la distancia infinita que hay entre el hombre y su Autor
se encuentra el lugar de los Espíritus puros. Su existencia es indispensable para que la Creación sea acabada en todos los sentidos.
«Así, existe también el mundo de los Espíritus, cuya variedad es tan grande como la de las estrellas que brillan en el firmamento; hay igualmente el universo de las inteligencias que, por la sutileza, prontitud y amplitud de su penetración, se aproximan cada vez más de la Inteligencia Soberana. Su designio, ya manifiesto en la organización del mundo visible, continúa hasta la perfecta consumación en el mundo invisible. Todas las religiones proclaman la existencia de esos seres inmateriales; todas los representan como participando en los asuntos humanos, en calidad de agentes secundarios; negar su intervención en las peripecias humanas, es negar evidentemente los hechos en los cuales reposan las creencias de todos los pueblos, de todos los filósofos y de todos los sabios, remontando a la más alta Antigüedad.»
Ciertamente, aquel que trazó este cuadro era espírita en el fondo de su alma. A este esbozo incompleto falta el principio esencial de la reencarnación, así como las consecuencias morales que la enseñanza de los Espíritus impone a los adeptos del Espiritismo. La Doctrina existía en estado de intuición en las inteligencias y en los corazones: vos aparecisteis, señor, vos, elegido de Dios; el Todopoderoso se apoyó en una vasta erudición, en un Espíritu elevado, en una rectitud completa y en una mediumnidad privilegiada. Todos los elementos de las verdades eternas estaban diseminados en el espacio; era preciso establecer la ciencia, llevar la convicción a las conciencias aún indecisas, reunir todas las inspiraciones emanadas de lo Más Alto en un cuerpo sustancial de doctrina. La obra avanzó y el polen escapado de esa antera intelectual produjo la fecundación. Vuestro nombre es la bandera bajo la cual nosotros nos colocamos a voluntad. Hoy venís en ayuda a los principiantes del Espiritismo, que apenas dan los primeros pasos en los rudimentos de esta ciencia, pero que un gran número de Espíritus atentos y benevolentes no desdeña de favorecer en sus inspiraciones celestiales. Ya –y nos congratulamos por esto–, en medio de este congreso de inteligencias de los dos mundos, las malas pasiones se agitan alrededor de la obra regeneradora; ya el falso saber, el orgullo, el egoísmo y los intereses humanos se levantan contra el Espiritismo, en testimonio de su poder, mientras que Dios, el gran motor de ese progreso ascensional hacia las regiones celestiales, oculto atrás de esa nube de teorías odiosas y quiméricas, permanece calmo y prosigue Su obra.
La obra se realiza, y en todos los puntos del globo se forman Centros Espíritas. Los jóvenes abandonan las ilusiones de la primera edad, que les preparan tantas desilusiones en la época de su madurez; los adultos aprenden a tomar la existencia en serio; los ancianos que usaron sus emociones en las fricciones de la vida, llenan ese vacío inmenso con gozos más reales que los que abandonan, y de todos esos elementos heterogéneos se forman agrupaciones que irradian al infinito.
Nuestra bella ciudad no ha sido la última en participar de este movimiento intelectual. Uno de esos hombres de corazón recto, de juicio sano, tomó la iniciativa. Su llamado fue escuchado por inteligencias que se armonizan con la suya; alrededor de ese foco luminoso gravita un gran número de Círculos Espíritas.
De todas partes surgen comunicaciones variadas que llevan la marca de su autor: es la madre que, desde su esfera gloriosa, con la perfección del detalle y su infinita ternura, se comunica con su hijo amado; es el padre o el abuelo, que une el amor paternal a la severidad de la forma; es Fenelón, que da al lenguaje de la caridad la impronta de la belleza antigua y la melodía de su prosa; es el conmovedor espectáculo de un hijo, que se ha vuelto Espíritu bienaventurado, devolviendo a aquella que lo llevó en su seno el eco de sus elevadas enseñanzas; es el de una madre que se revela a su hijo y que, con la cabeza coronada de estrellas, lo conduce de prueba en prueba al lugar que él debe ocupar junto a ella y en el seno de Dios por todas las eternidades (
sic); es el arzobispo de Utrecht, que transmite a su protegido sus inspiraciones elocuentes y que las somete al freno de la ortodoxia; es el ángel Gabriel, homónimo del gran arcángel, que toma espontáneamente, y con el permiso de Dios, la misión de guiar a su hermano, de seguirlo paso a paso, aliando así –Espíritu superior que es– el amor fraternal al amor divino; son los Espíritus puros, los santos, los arcángeles, que revisten sus instrucciones sublimes con el sello de la Divinidad; en fin, son las manifestaciones físicas, después de las cuales la duda no es más que un absurdo, si no fuere una profanación.
Apreciados colegas: después de haber elevado vuestras miradas a los grados superiores de la escala de los seres, consentid en bajarlos a los grados ínfimos, y los infinitamente pequeños os proporcionarán aún enseñanzas.
Hace aproximadamente diez años que las claridades del Espiritismo han resplandecido a mis ojos; pero era el Espiritismo en estado rudimentario, desprovisto de sus principales documentos y de su tecnología característica; era un reflejo, algunos rayos de fino fulgor: todavía no era la luz.
En lugar de tomar la pluma y el lápiz y, por este medio así simplificado, obtener comunicaciones rápidas, se recurría a la mesa a través de la tiptología o escritura mediata. La mesa era sólo un apéndice de la mano, pero este modo de comunicación, en general repulsivo para los Espíritus superiores, frecuentemente los mantenía a distancia. Por lo tanto, obtuve solamente mistificaciones, respuestas triviales u obscenas; yo mismo me alejé de esos misterios del Más Allá, que se traducían de una manera tan poco acorde con mis expectativas o, más bien, que se presentaban bajo un aspecto que me asustaba. Varios experimentos habían sido intentados, que llevaron a resultados análogos.
Entretanto, esas aparentes decepciones no eran más que pruebas temporarias que debían tener como consecuencia definitiva el fortalecimiento de mis convicciones.
A pesar de ello, el positivismo de mis estudios había influido sobre mis creencias filosóficas; pero yo era escéptico y no incrédulo, porque dudaba con mi mayor sentimiento y hacía vanos esfuerzos para rechazar el materialismo que, por sorpresa, había invadido mi alma y mi corazón. ¡Cómo son impenetrables los decretos de Dios! Justamente esta disposición moral sirvió para mi transformación. Yo tenía bajo los ojos la inmortalidad del alma revistiendo el aspecto de una realidad material y, para asentar esta fe tan nueva, ¡qué importaba –a fin de cuentas– si las manifestaciones me vinieran de un Espíritu superior o inferior, con tal que fuese de un Espíritu! ¿No sabía yo que un cuerpo inerte, como una mesa, puede ser el instrumento, pero no la causa de una manifestación inteligente? ¿Que dicha manifestación no entraba para nada en la esfera de mis ideas, y que todas las teorías fluídicas eran incapaces de explicarlas?
Por consiguiente, yo había sacudido esas tendencias materialistas, contra las cuales luchaba sin éxito con una energía desesperada, y francamente habría explorado esas regiones intelectuales –que apenas vislumbré– si no fuese la demonofobia del Sr. de Mirville y la impresión profunda que la misma había ejercido en mi alma. En contrapartida a su libro, era necesario aquel tratado tan luminoso, tan sustancial y tan lleno de verdades consoladoras, escrito bajo la dirección de inteligencias celestiales a un Espíritu encarnado, pero a un Espíritu de élite, al cual, desde aquel día, fue revelada su misión en la Tierra.
Hoy el reconocimiento me obliga a inscribir en esta página el nombre de uno de mis buenos amigos, el del Sr. Roustaing, distinguido abogado, y sobre todo concienzudo, destinado a desempeñar un marcado papel en los fastos del Espiritismo; de paso, debo este homenaje al reconocimiento y a la amistad.
Si en esta solemnidad yo no temiera abusar del empleo del tiempo, ciertamente podría citar numerosas comunicaciones de indiscutible interés; y entretanto, en medio de esta actividad puramente intelectual, dignos de nuestros incesantes contactos con el mundo de los Espíritus, perduran dos hechos que –por excepción– parecen protestar contra un mutismo absoluto. El primero se caracteriza por detalles íntimos y conmovedores que nos han emocionado hasta las lágrimas; el segundo, por la rareza del fenómeno, pertenece a la mediumnidad de videncia, y constituye una prueba tan palpable que seríamos llevados a negar la buena fe de los médiums si quisiésemos negar la realidad del hecho.
Algunos espíritas fervorosos se reúnen conmigo semanalmente para estudiar juntos, y más fructíferamente, la Doctrina de los Espíritus. Una fe plena y total, y la analogía –para la mayoría– de los estudios y de la educación, han hecho nacer una recíproca simpatía y una comunión de ideas y de pensamientos, que indudablemente son la disposición intelectual y moral más favorable para las comunicaciones serias.
En esa modesta reunión, uno de nosotros, dotado de la facultad mediúmnica en grado eminente, quiso evocar al Espíritu de una niña que él había conocido y que pienso que había fallecido de difteria, a la edad de 6 años; él se desempeñaba como médium y yo como evocador. Apenas terminada la evocación, llamaron nuestra atención algunos golpes muy apreciables dados contra uno de los muebles de la antecámara, lo que nos llevó a indagar si esos ruidos, de carácter insólito, provenían de una causa natural o de un efecto espírita. Nuestros guías respondieron que eran las compañeras de Estelle (nombre que la niña tenía en su existencia terrena), que venían adelante de su amiguita; y, a través del pensamiento, ¡seguimos ese gracioso cortejo cerniéndose en el espacio! Entre ellas fue designada Antonia, una chica que pasó rápidamente por la Tierra y que apenas había completado su cuarta primavera cuando cayó bajo los golpes de una guadaña asesina. Previendo que ellas irían a concluir sus pruebas en una nueva existencia, oré a mi ángel guardián, esa buena madre cuya ternura nunca me ha faltado, para que las tomase bajo sus cuidados y para que les mostrara ostensiblemente a su protectora celestial. El consentimiento no se hizo esperar; pero Dios sólo le permitió aparecer a una de ellas, y la elegida fue Antonia: «¿Qué ves, pequeña amiga mía? –exclamé al evocar a esta última. –¡Oh, qué bella señora! ¡Ella está toda resplandeciente de luces! –¿Y qué te dice esa bella señora? –Ella me dice: ¡Venid a mí, hija mía, yo te amo!» He aquí por qué he representado a esa tierna madre con la cabeza coronada de estrellas.
Si esta conmovedora anécdota, perteneciente al mundo espírita, no os parece sino el capítulo de una novela, es preciso renunciar a toda comunicación.
El otro hecho puede resumirse en dos palabras: Yo estaba con uno de mis compañeros espiritistas; a las once y media de la noche nos encontrábamos orando a Dios por los Espíritus sufridores, cuando de modo imprevisto entreví vagamente una sombra que salía de uno de los rincones de mi consultorio, describiendo una línea diagonal que se prolongaba hasta mi cama, situada en la pieza vecina. Al finalizar su trayecto, escuchamos un crujido muy claro, y la sombra se dirigió hacia la biblioteca, formando un ángulo agudo con la primera dirección.
Fui tomado por una emoción; pero a esa hora, en que todo dispone a las emociones y al misterio, creí al principio que se trataba de una alucinación, de una ilusión de óptica e interiormente tomé la resolución de guardar silencio sobre esa fantástica aparición; fue cuando mi compañero de incesantes estudios, volviéndose a mí, me preguntó si había visto algo. Yo estaba confundido, pero resolví esperar por una oportunidad más completa y me limité a indagar los motivos de su pregunta. Entonces me describió el extraño fenómeno que también él había testimoniado, con tal exactitud que no fue más posible que yo dudase, confirmando así la realidad de la aparición.
Dos días más tarde, nuestro médium por excelencia estaba presente; nuestros guías, al ser consultados, nos confirmaron la verdad, agregando que esa aparición espontánea era la de un Espíritu, conocido en su existencia terrena con el nombre de María de los Ángeles. Nos fue permitido evocarla, y el resultado de nuestras preguntas fue que ella había nacido en España, que allí había tomado el hábito y que su vida había sido exenta de reproches desde hacía mucho, pero que una falta grave, a la cual la muerte no dejó tiempo para la expiación, era la causa de sus sufrimientos en el mundo de los Espíritus.
Algunos días después, una circunstancia fortuita o, al contrario, la voluntad de Dios, nos proporcionó un segundo control de ese extraño hecho. Un espírita –joven mecánico de una notable inteligencia– había estado conmigo en la última parte de la tarde. Mientras conversaba con él, noté que fijaba sus ojos de un modo singular. Él no esperó que yo preguntara la explicación de esta circunstancia: «En el mismo instante en que me dirigíais la mirada, vi claramente la silueta de una mujer que, desde la ventana, se desplazó hacia un sillón próximo, ante el cual se arrodilló; ella tenía el aspecto de una persona de 25 años y estaba vestida de negro. Una mantilla cubría la parte superior del torso y, en la cabeza, tenía una especie de pañuelo o toca.»
Esta descripción concordaba perfectamente con la idea que me había hecho de la religiosa española, y el lugar en que ella se arrodilló es casi el mismo en el cual yo tengo la costumbre –en esa posición– de orar a Dios por los muertos. Para mí era María de los Ángeles.
Sin duda los incrédulos y los falsos espíritas se reirán de mi certeza, y verán en ese hecho a tres visionarios en lugar de uno; en cuanto a los espíritas sinceros, ellos me creerán, sobre todo porque doy mi palabra de honor. No le reconozco a nadie el derecho de poner en duda semejante testimonio.
Los trabajos del Espiritismo en Burdeos, por más modestos y reservados que sean, no por ello dejan de ser objeto de la curiosidad pública, y prácticamente no pasa un día en que yo no sea interrogado al respecto. Toda criatura profana, maravillada con los fenómenos espíritas, reclama con insistencia el favor de una experimentación; su alma oscila entre la propia duda y la convicción de los adeptos.
Introducidla en una asamblea seria, en una reunión de espíritas que suponemos profundamente concentrados, es decir, trayendo una disposición apropiada a la gravedad de las circunstancias; ¿qué pasará con dicha criatura? El médium escribiente, al manifestar bajo el dictado las inspiraciones de un Espíritu superior, ¿se las hará aceptar como tales? Yo tuve una de esas experiencias desagradables: si la comunicación lleva el sello de la inspiración celestial, aquella atribuirá el mérito de la misma al talento del médium; si el pensamiento del mensajero de Dios toma el matiz del medio donde sucede la manifestación, por cierto le parecerá una concepción totalmente humana. En esta circunstancia, he aquí mi regla de conducta: es la que ha sido trazada con anticipación por el hombre de la Providencia, por este misionero del pensamiento, al cual tenemos momentáneamente aquí y que, desde su centro habitual de actividad, continuará irradiando sobre nosotros los tesoros celestiales de que una gracia especial lo ha hecho el distribuidor. A los curiosos que vienen a inquirir la realidad de los hechos o a solicitar una audiencia, ya sea como objeto de distracción o como una emoción que atraviesa el corazón sin detenerse, me limito a exponer la gravedad del tema; al Espíritu pseudosabio encarnado, que en este globo es perfectamente representado en la 8ª clase y en el 3º orden del mundo espírita, le respondo con una negativa categórica. Pero a aquel que, aunque obsesionado con sus dudas, posee la verdad en estado de germen, que comienza por la buena fe para llegar a la fe, aconsejo los estudios teóricos, a los cuales no tarda en seguir el estudio práctico o la experimentación; así, a medida que un hecho nuevo se desprende de una idea nueva, él la registra al lado del hecho. Entonces, la ciencia espírita y sus consecuencias morales se derraman gota a gota en su corazón y en su cerebro, las cuales nos hacen ver, al cabo de esta larga sucesión de reveses, los trabajos y las pruebas que se alternan en las dos existencias, una eternidad radiante que transcurre en el seno de Dios, ¡fuente de felicidad y de vida!
BOUCHÉ DE VITRAY, Doctor en Medicina.