Revista Espírita Periódico de Estudios Psicológicos - 1861

Allan Kardec

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El Espiritismo en Lyon

Ante las reiteradas invitaciones que este año nos han hecho los espíritas lioneses, hemos aceptado visitar nuevamente aquella ciudad, y aunque conociéramos, por correspondencia, los progresos del Espiritismo en Lyon, el resultado superó en mucho nuestras expectativas. Ciertamente nuestros lectores han de apreciar que les demos algunas informaciones al respecto; allí verán una muestra de la marcha irresistible de la Doctrina y una prueba patente de sus consecuencias morales.

Pero antes de hablar de los espíritas de Lyon, no debemos olvidar a los espiritistas de Sens y de Mâcon, que hemos visitado en nuestro trayecto, a los cuales agradecemos por su simpática acogida. Allí también hemos podido constatar un progreso muy considerable, ya sea en el número de adeptos o en la opinión que se hace del Espiritismo en general. Por todas partes los escarnecedores se esclarecen y, mismo aquellos que no creen, observan aún con prudente reserva, debido al carácter y a la posición social de los que hoy no temen más en confesarse abiertamente partidarios y propagadores de las nuevas ideas. En presencia de la opinión que se pronuncia y que se generaliza, los incrédulos dicen que allí bien podría haber algo y que, en resumen, cada uno es libre en sus creencias; antes de hablar, quieren por lo menos saber de qué se trata, mientras que antes se hablaba primero sin saber al respecto. Ahora bien, para muchas personas, no se puede negar que esto sea un verdadero progreso. Volveremos más tarde a esos dos Centros, aún jóvenes –numéricamente hablando–, mientras que Lyon ya ha alcanzado su edad viril.

En efecto, no son más por centenas que allí se cuentan los espíritas, como hace un año, sino por millares; o, mejor dicho, no se los cuenta más y, al seguir las mismas progresiones, se estima que en uno o dos años serán más de treinta mil. El Espiritismo se ha extendido en todas las clases, pero es sobre todo en la clase obrera que Él se ha propagado con más rapidez, y esto no es de admirarse, pues siendo esta clase la que más sufre, la misma se vuelve hacia donde encuentra mayor consuelo. Vosotros, que gritáis contra el Espiritismo, ¿por qué no le ofrecéis algo mejor? Ella se volvería hacia vos; pero, en vez de esto, queréis arrebatarle lo que la ayuda a llevar su fardo de miserias. Es el medio más seguro de distanciaros de sus simpatías y de aumentar las filas de vuestros opositores. Lo que hemos visto con nuestros propios ojos es de tal modo característico –y contiene una enseñanza tan grande– que creemos un deber dedicar a los trabajadores la mayor parte de nuestro informe.

El año pasado no había más que un solo Centro de reunión –el de Brotteaux–, dirigido por el Sr. Dijoud, jefe de taller, y por su esposa; después se formaron otros en diferentes puntos de la ciudad, en Guillotière, en Perrache, en La Croix-Rousse, en Vaise, en Saint-Just, etc., sin contar un gran número de reuniones particulares. En total había allí apenas dos o tres médiums, aún principiantes; hoy los hay en todos los Grupos, y varios son sobresalientes; en un solo Grupo hemos visto a cinco médiums que escribían simultáneamente. También hemos visto a una joven, muy buena médium vidente, en la cual pudimos constatar el desarrollo de esta facultad en un grado muy alto.

Hemos observado una colección de dibujos extremamente notables, de un médium dibujante que no sabe diseñar; por su ejecución y complejidad, los mismos hacen rivalidad con los dibujos de Júpiter, aunque sean de otro género. No debemos olvidarnos de un médium curativo, tan recomendable por su devoción como por la fuerza de su facultad.

Sí, es indudable que los adeptos se multiplican; pero lo que vale aún más que el número es la cualidad. ¡Pues bien! Declaramos abiertamente que en ninguna parte hemos visto reuniones espíritas más edificantes que las de los obreros lioneses, desde el punto de vista del orden, de la concentración y de la atención que ellos dan a las instrucciones de sus Guías Espirituales. Allí hay hombres, ancianos, mujeres, jóvenes, incluso hasta niños, cuyos modales de respeto y de recogimiento contrastan con su edad; jamás un solo chico perturbó un instante el silencio de nuestras reuniones, a menudo muy prolongadas; ellos parecen casi tan interesados como sus padres en acoger nuestras palabras. Esto no es todo; el número de transformaciones morales, entre los obreros, es casi tan grande como entre los adeptos: hábitos viciosos reformados, pasiones serenadas, odios apaciguados, hogares pacificados, en una palabra, el desarrollo de las virtudes cristianas, y esto a través de la confianza –ahora inquebrantable– que las comunicaciones espíritas les dan de un futuro en que no creían. Para ellos es una felicidad asistir a esas instrucciones, de donde salen reconfortados para hacer frente a la adversidad. También se ven aquellos que caminan más de una legua, con cualquier tiempo, ya sea invierno o verano, y que enfrentan todo para no faltar a una sesión; sucede que en ellos no hay una fe vulgar, sino una fe basada en una convicción profunda, razonada y no ciega.

Los Espíritus que los instruyen saben admirablemente ponerse al alcance de sus oyentes. Sus dictados no son trechos de elocuencia, sino buenas instrucciones familiares, sin presunciones, y que por esto mismo se dirigen al corazón. Las conversaciones con los parientes y con los amigos desencarnados desempeñan allí un gran papel, de donde salen casi siempre lecciones útiles. Frecuentemente una familia entera se reúne, y la noche transcurre en una suave efusión con aquellos que han partido. Quieren tener noticias de los tíos, de las tías, de los primos y de las primas: desean saber si son felices. Nadie es olvidado; cada uno quiere que el abuelo le diga algo, y a cada uno él da un consejo. –Y a mí, abuelo, preguntaba un día un joven, ¿no me decís nada? –Sí, hijo mío, te diré algo: No estoy contento contigo; el otro día discutiste en el camino por una tontería, en vez de dirigirte directamente a tus quehaceres; esto no está bien. –Abuelo, ¿cómo sabéis eso? –Sin duda, lo sé; ¿será que nosotros, los Espíritus, no vemos todo lo que hacéis, ya que estamos a vuestro lado? –Perdón, abuelo; os prometo que no lo haré más.

¿No existe algo conmovedor en esta comunión entre los muertos y los vivos? Ahí está la vida futura, palpitante bajo sus ojos; no existe más la muerte, no hay más separación eterna, no existe más la nada; el Cielo está más cerca de la Tierra y es mejor comprendido. Si esto es una superstición, ¡quiera Dios que nunca hubiesen existido otras!

Un hecho digno de nota, y que nosotros hemos constatado, es la facilidad con la cual esos hombres –en su mayoría iletrados y curtidos en los más rudos trabajos– comprenden el alcance de la Doctrina; se puede decir que ven en Ella su lado serio. En las instrucciones que hemos dado a los diferentes Grupos, en vano hemos buscado mover la curiosidad por el relato de las manifestaciones físicas y, no obstante, ninguno de ellos ha visto una mesa girar; sin embargo, todo lo que se refería a las apreciaciones morales cautivaba su interés en el más alto grado.

La siguiente alocución nos ha sido dirigida por ocasión de nuestra visita al Grupo de Saint-Just; hacemos referencia a la misma, no para satisfacer una tonta y pueril vanidad, sino como prueba de los sentimientos que dominan a los obreros en los talleres, donde ha penetrado el Espiritismo, y porque sabemos ser gratos con aquellos que han tenido a bien darnos ese testimonio de simpatía. La transcribimos textualmente, porque tendríamos escrúpulos en agregarle una única palabra; sólo la ortografía ha sido corregida.

«Sr. Allan Kardec, discípulo de Jesús, intérprete del Espíritu de Verdad, vos sois nuestro hermano en Dios; estamos todos reunidos con el mismo corazón, bajo la protección de san Juan Bautista, protector de la humanidad y precursor del gran Maestro Jesús, nuestro Salvador.

«Os rogamos, querido maestro nuestro, que dirijáis vuestra mirada hacia lo más profundo de nuestros corazones, a fin de que podáis apreciar las simpatías que tenemos por vos. Somos trabajadores pobres, sin artificios; desde nuestra infancia, una cortina espesa fue extendida sobre nosotros para sofocar nuestra inteligencia; pero vos, querido maestro, por la voluntad del Todopoderoso, rasgáis esa cortina. Dicha cortina, que creían que era impenetrable, no puede resistir a vuestro digno coraje. ¡Oh, sí, hermano nuestro! Tomasteis el pesado pico y cavasteis para descubrir la semilla del Espiritismo que estaba guardada en un terreno de granito; vos la sembrasteis en los cuatro puntos del globo, y hasta en nuestros pobres barrios de ignorantes, que comienzan a saborear el pan de la vida.

«Todos nosotros os decimos esto del fondo de nuestro corazón; estamos animados por el mismo fuego y repetimos todos: ¡Gloria a Allan Kardec y a los Espíritus buenos que lo han inspirado! Y vosotros, valientes hermanos, Sr. Dijoud y Sra. de Dijoud, bendecidos por Dios, por Jesús y por María: estáis grabados en nuestros corazones para siempre, porque por nosotros habéis sacrificado vuestros intereses y vuestros placeres materiales. Dios lo sabe; Le agradecemos por haberos elegido para esta misión, y agradecemos también a san Juan Bautista, nuestro protector superior.

«Gracias, Sr. Allan Kardec; mil veces gracias, en nombre del Grupo de Saint-Just, por haber venido hacia nosotros, simples obreros y aún muy imperfectos en Espiritismo; vuestra presencia nos causa una gran alegría en medio de nuestras tribulaciones, que son grandes en este momento de crisis comercial; vos nos traéis el bálsamo benéfico que se llama esperanza, que apacigua los odios y que reanima en el corazón del hombre el amor y la caridad. Nosotros nos aplicaremos, querido maestro, en seguir vuestros buenos consejos y los de los Espíritus superiores que tengan la bondad de ayudarnos y de instruirnos, a fin de que todos nos volvamos espíritas verdaderos y buenos. Estimado maestro, tened la certeza de que lleváis con vos la simpatía de nuestros corazones para la eternidad: nosotros lo prometemos; somos y seremos siempre vuestros adeptos sinceros y leales. Permitid al médium y a mí daros el beso de amor fraternal, en nombre de todos los hermanos y hermanas que están aquí. Nos sentiríamos muy felices también si quisieseis brindar con nosotros.»

Veníamos de lejos y habíamos subido, con un calor agobiante, las alturas de Saint-Just. Algunos refrescos habían sido preparados en medio de los instrumentos de trabajo: pan, queso, algunas frutas, un vaso de vino, verdaderos ágapes ofrecidos con la simplicidad antigua y un corazón sincero. ¡Ah, brindar en nuestro honor con un vaso de vino!, porque esa buena gente no lo bebe todos los días; pero era una fiesta para ellos: se iba hablar de Espiritismo. ¡Oh! De todo corazón hemos brindado con ellos, y su modesta merienda, a nuestros ojos, tenía cien veces más valor que los más espléndidos banquetes. Que ellos tengan aquí la certeza de esto.

Alguien nos decía en Lyon: “El Espiritismo penetra entre los obreros a través del razonamiento; ¿no sería tiempo de hacerlo entrar a través del corazón?” Seguramente esa persona no conoce a los obreros; sería de desear que se encontrase tanto corazón en todo el mundo. Si semejante lenguaje no está inspirado por el corazón; si el corazón no significa nada para el que encuentra en el Espiritismo la fuerza de vencer sus malas inclinaciones, para el que lucha con resignación contra la miseria, para el que sofoca sus rencores y sus animosidades y para el que comparte su pedazo de pan con uno más desdichado, confesamos no saber dónde está el corazón.