Revista Espírita Periódico de Estudios Psicológicos - 1861

Allan Kardec

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El Hospital General de París
(Comunicación obtenida por el Sr. A. Didier, médium de la Sociedad)

Una noche de invierno yo seguía por los muelles sombríos, contiguos a Notre-Dame; como bien lo ha dicho un poeta, es el barrio de la desesperación y de la muerte. Ese barrio siempre ha sido, desde la Corte de los Milagros hasta la Morgue, el escondrijo de todas las miserias humanas. Hoy, que todo se desmorona, esos inmensos monumentos de la agonía, que el hombre llama de Hospitales Generales, tal vez se desmoronen también. Yo observaba las luces macilentas que atraviesan esos muros sombríos y me decía: ¡Cuántas muertes desesperadas! ¡Qué fosa común del pensamiento que entierra diariamente a tantos corazones transformados, a tantas inocencias gangrenadas! ¡Ha sido ahí –me decía– que han muerto tantos soñadores, poetas, artistas o sabios! Hay un pequeño puente sobre el río, que se agita pesadamente; es por allí que pasan los que ya no están. Entonces, los muertos entran en otro edificio, en cuya fachada debería escribirse como en la puerta del Infierno: Abandonad toda esperanza. En efecto, es allá que el cuerpo es cortado para servir a la Ciencia; pero también es allí que la Ciencia roba a la fe el último vestigio de esperanza. Tomado de tales pensamientos yo había dado algunos pasos, pero el pensamiento va más rápido que nosotros. Fui alcanzado por un joven, pálido y tiritando de frío, que sin ceremonia me pidió fuego para su pipa; era un estudiante de Medicina. Dicho y hecho; yo también fumaba y comencé a conversar con el desconocido; pálido, delgado y cansado por las vigilias, frente ancha y mirada triste, tal era, a primera vista, el aspecto de ese joven. Él parecía pensativo, y yo le transmití mis pensamientos. –Acabo de disecar –dijo él–, pero no encontré más que materia. ¡Ah, Dios mío!, agregó con mucha sangre fría, si queréis libraros de esa extraña enfermedad llamada creencia en la inmortalidad del alma, id a ver todos los días –como yo– deshacerse con tanta uniformidad esa materia a la que llamamos cuerpo; id a ver cómo se extinguen esos cerebros entusiastas, esos corazones generosos o degradados; id a ver si la nada que los sorprende no es la misma para todos. ¡Qué locura creer! –Yo le pregunté su edad. –Tengo 24 años, me dijo; ahora os dejo, porque hace mucho frío.

Entonces, al verlo alejarse, me pregunté: ¿es este el resultado de la Ciencia?

Continuaré.

GÉRARD DE NERVAL


Nota – Algunos días más tarde la Sra. de Costel recibió, en particular, la siguiente comunicación, cuya analogía con la anterior ofrece una particularidad notable.

«Una noche yo seguía por los muelles desiertos; el tiempo estaba bueno y hacía calor. Las estrellas de oro sobresalían en el cielo oscuro; la luna se presentaba con su círculo elegante, y las aguas profundas eran iluminadas como una sonrisa por el claro de luna. Los álamos –guardias silenciosos de la ribera– alzaban sus formas esbeltas, y yo pasaba despacio mirando alternativamente el reflejo de los astros en el agua y el reflejo de Dios en el firmamento. Delante mío caminaba una mujer y, con una curiosidad pueril, yo seguía sus pasos, que parecían ajustar los míos. Caminamos así durante un largo tiempo; cuando llegamos a la fachada del Hospital General de París, que aquí y allí presentaba puntos luminosos, ella se detuvo y, al volverse hacia mí, me dirigió súbitamente la palabra, como si yo fuese su compañero. –Amigo –dijo ella–, ¿crees que los que sufren aquí, sufren más del alma que del cuerpo? ¿O tú crees que el dolor físico extingue la centella divina? –Yo creo, respondí profundamente sorprendido, que para la mayoría de los infelices que a esta hora sufren y agonizan, el dolor físico es la tregua y el olvido de sus miserias habituales. –Te equivocas, amigo, replicó ella sonriendo gravemente; la enfermedad es una suprema angustia para los desheredados de la Tierra, para los pobres, los ignorantes y los abandonados; ella no echa en el olvido sino a los que, semejantes a ti, sufren solamente la nostalgia de los bienes soñados y no conocen más que los dolores idealizados, coronados de violetas. Quise hablar, pero ella me hizo una seña para que hiciese silencio y, levantando su mano blanca hacia el hospital, dijo: –Allí se agitan los infelices que calculan el número de horas que la enfermedad robó a su salario; allí hay mujeres angustiadas que piensan que el cabaré aturde los pesares y que hace que sus maridos olviden el pan de sus hijos; aquí, allá y en todas partes las preocupaciones terrenas oprimen y sofocan el pálido destello de la esperanza, que no puede iluminar a esas almas desoladas. Dios, en su paciente labor, es aún más olvidado por esos infelices, vencidos por el sufrimiento; es que Dios está muy alto y bien lejos, mientras que la miseria está cerca. ¿Qué hacer, entonces, a fin de dar a esos hombres y a esas mujeres la fuerza moral necesaria para que se despojen de su envoltura carnal, no como insectos que se arrastran, sino como criaturas inteligentes, o para que entren menos sombríos y menos desesperados en la batalla de la vida? Tú, soñador; tú, poeta que rimas sonetos a la luna, ¿nunca has pensado en ese formidable problema que sólo dos palabras pueden resolver: caridad y amor?

La mujer parecía crecer, y el estremecimiento de las cosas divinas corría en mí. –Escucha más –continuó ella–, y su gran voz parecía llenar la ciudad con su armonía: Id todos, los poderosos, los ricos, los inteligentes; id a divulgar una noticia maravillosa: decid a los que sufren y que están abandonados, que Dios, su Padre, no está más refugiado en el cielo inaccesible y que Él les envía, para consolarlos y asistirlos, a los Espíritus de aquellos que han partido; que sus padres, sus madres, sus hijos, estando a la cabecera y hablándoles en lengua conocida, les enseñarán que más allá de la tumba brilla una nueva aurora, que disipa –como una nube– los males terrenos. El ángel abrió los ojos de Tobit; que el ángel del amor abra, a su turno, a las almas cerradas de los que sufren sin esperanza. Y al decir esto, la mujer tocó levemente mis párpados y yo vi, a través de los muros del hospital, a los Espíritus, como puras llamas que hacían resplandecer los cuartos desolados. Su unión con la Humanidad se consumaba, y las heridas del alma y del cuerpo eran tratadas y aliviadas con el bálsamo de la esperanza. Legiones de Espíritus, más innumerables y más brillantes que las estrellas, expulsaban delante de ellos –como a vapores impuros– a la desesperación y a la duda. Del aire, de la tierra y del río se escuchaba una sola palabra: amor.

Permanecí un largo tiempo inmóvil y transportado hacia fuera de mí mismo; después las tinieblas invadieron nuevamente la Tierra; el espacio se volvió desierto. Cuando miré a mi alrededor, la mujer no estaba más; un gran estremecimiento me agitó y quedé ajeno a lo que me rodeaba. Desde esa noche me llamaron de soñador y de loco. ¡Oh, qué dulce y sublime locura la que cree en el despertar de la tumba! Pero ¡cómo es desconsoladora y estúpida la locura que muestra a la nada como la única compensación de nuestras miserias, como la única recompensa a las virtudes ocultas y modestas! ¿Quién es aquí el verdadero loco: el que espera o el que desespera?

ALFRED DE MUSSET


Después de la lectura de esta comunicación, Gérard de Nerval dictó espontáneamente la siguiente, a través de otro médium, el Sr. Didier:

«Mi noble amigo Musset terminó por mí: nosotros ya lo habíamos acordado; puesto que la continuación era exactamente la respuesta a la primera parte que dicté, sólo era necesario un estilo diferente e imágenes más consoladoras.»