Revista Espírita Periódico de Estudios Psicológicos - 1861

Allan Kardec

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Conclusión de Erasto

Después del torneo literario y filosófico que ha tenido lugar en las últimas sesiones de vuestra Sociedad, y al cual hemos asistido con verdadera satisfacción, creo que es necesario comunicaros –desde el punto de vista puramente espírita– algunas reflexiones que me han sido suscitadas por este interesante debate, en el cual, además, yo no quiero intervenir de modo alguno. Mas, ante todo, dejadme deciros que si vuestra reunión ha sido animada, esta animación no fue nada en comparación con la que reinaba entre los numerosos grupos de Espíritus eminentes que esas sesiones casi académicas habían atraído. ¡Ah! Ciertamente si os hubieseis vuelto instantáneamente videntes, vosotros habríais quedado sorprendidos y confusos delante de ese areópago superior. Pero yo no tengo la intención de develaros hoy lo que ha sucedido entre nosotros; mi objetivo es únicamente transmitiros algunas palabras sobre el provecho que debéis extraer de ese debate, desde el punto de vista de vuestra instrucción espírita.

Conocéis a Lamennais desde hace mucho tiempo y ciertamente apreciáis cuán apasionado continuó este filósofo por la idea abstracta; indudablemente habéis notado cómo él acompaña con persistencia y –debo decirlo– con talento, sus teorías filosóficas y religiosas. Lógicamente debéis deducir de esto que el ser personal pensante prosigue –incluso más allá de la tumba– sus estudios y sus trabajos, y que por medio de esa lucidez, que es el patrimonio particular de los Espíritus, al comparar su pensamiento espiritual con su pensamiento humano, debe suprimir todo aquello que lo obnubilaba materialmente. ¡Pues bien! Lo que es verdadero para Lamennais lo es también para los otros, y cada uno, en la vasta erraticidad, conserva sus aptitudes y su originalidad.

Buffon, Gérard de Nerval, el vizconde de Launay, Bernardin de Saint-Pierre conservan, como Lamennais, los gustos y la forma literaria que observabais en ellos cuando estaban encarnados. Pienso que es útil llamar vuestra atención sobre esta condición de ser de nuestro mundo del Más Allá, para que no creáis que uno abandona instantáneamente sus inclinaciones, sus costumbres y sus pasiones al despojarse de la vestimenta humana. En la Tierra, los Espíritus son como prisioneros que la muerte debe libertar; no obstante, del mismo modo que el que está encarcelado tiene las mismas propensiones y conserva la misma individualidad que cuando está en libertad, también los Espíritus conservan sus tendencias, su originalidad y sus aptitudes al llegar entre nosotros, con excepción de los que han pasado, no por una vida de trabajo y de pruebas, sino por una vida de punición, como los idiotas, los cretinos y los locos. Para éstos, las facultades inteligentes, que han permanecido en estado latente, no despiertan sino a la salida de su cárcel terrestre. Como pensáis, esto debe entenderse con relación al mundo espiritual inferior o medio, y no con referencia a los Espíritus elevados, liberados de la influencia corporal.

Iréis entrar de vacaciones, señores socios; permitidme dirigiros algunas palabras amigas antes de separarnos por algún tiempo. Pienso que la Doctrina consoladora que nosotros hemos venido a enseñaros sólo cuenta, entre vosotros, con fervorosos adeptos; es por eso que, como es esencial que cada uno se someta a la ley del progreso, creo un deber aconsejaros a examinar, en lo profundo de vuestros corazones, qué provecho habéis extraído personalmente de nuestros trabajos espíritas y qué mejoramiento moral ha resultado de ello en vuestros propios medios. Porque –vos lo sabéis– no basta decir: Soy espírita, y esconder de uno mismo esta creencia; lo que es indispensable que sepáis es si vuestros actos están de acuerdo con las prescripciones de vuestra nueva fe, que es –no estaría de más repetirlo– Amor y Caridad. ¡Que Dios sea con vosotros!

ERASTO