Reunión general de los espíritas de Burdeos
14 de octubre de 1861
Discurso del Sr. Sabò
Señoras, señores:
Rindamos a Dios el sincero homenaje de nuestro reconocimiento por haber lanzado sobre nosotros Su mirada paternal y benevolente, concediéndonos el precioso favor de recibir las enseñanzas de los Espíritus buenos que, por Su orden, vienen diariamente a ayudarnos a discernir la verdad del error, a darnos la certeza de una felicidad futura, a mostrarnos que la punición es proporcional a la ofensa, pero jamás eterna, y a hacernos comprender esta justa y equitativa ley de la reencarnación, piedra angular del edificio espírita, que sirve para purificarnos y para hacernos progresar hacia el bien.
¡He dicho la reencarnación! Pero para volver más comprensible este vocablo, cedamos un instante la palabra a uno de nuestros guías espirituales que, para nuestra instrucción espírita, ha tenido a bien desarrollar en algunas palabras este tema tan serio e interesante para nuestra pobre humanidad.
Dice él: «La reencarnación es el infierno; la reencarnación es el purgatorio; la reencarnación es la expiación; la reencarnación es el progreso; en fin, ella es la santa escalera por la cual deben subir todos los hombres. Sus escalones son las fases de las diferentes existencias a recorrer para llegar a lo más alto, porque Dios lo ha dicho: para ir hacia Él es necesario nacer, morir y renacer hasta que se hayan alcanzado los límites de la perfección, y nadie llega a Él sin haberse purificado a través de la reencarnación.»
Aún principiante en la ciencia espírita, no teníamos para divulgarla sino el fervor y la buena voluntad; Dios se contentó con esto y bendijo nuestros débiles esfuerzos, haciendo germinar en el corazón de algunos hermanos nuestros de Burdeos la semilla de la palabra divina.
En efecto, desde el mes de enero que nos dedicamos a la ciencia práctica; vimos que se unían a nosotros un cierto número de hermanos que se ocupaban aisladamente de la misma; otros escucharon hablar de ella por la voz de la prensa o a través de la opinión pública, esa trompeta retumbante que se encargó de anunciar a todos los puntos de nuestra ciudad la aparición de esta fe consoladora, testimonio irrecusable de la bondad de Dios para con Sus hijos.
A pesar de las dificultades que hemos encontrado en nuestro camino, fortalecidos por la pureza, por la rectitud de nuestras convicciones y amparados por los consejos de nuestro amado y venerado jefe, el Sr. Allan Kardec, tenemos la grata satisfacción –después de nueve meses de apostolado, con la ayuda de algunos hermanos nuestros–, de poder reunirnos hoy en su presencia para la inauguración de esta Sociedad que, así lo espero, continuará dando frutos en abundancia y se esparcirá como un rocío benéfico sobre los corazones resecados por el materialismo, endurecidos por el egoísmo, llenos de orgullo, y llevará el bálsamo de la resignación a los afligidos, a los que sufren, a los pobres y a los desheredados de los bienes terrenos, diciéndoles: «Confianza y coraje; las pruebas terrestres son cortas en comparación con la felicidad eterna que Dios os reserva como recompensa por vuestros sufrimientos y por vuestras luchas en este mundo.»
Sí –lo confieso en voz alta–, estoy feliz por ser el intérprete de un gran número de miembros de la Sociedad Espírita de Burdeos, proclamando nuestra fidelidad en seguir el camino trazado por nuestro estimado misionero aquí presente, pues comprendemos que el progreso, para ser seguro, no puede darse sino gradualmente, y al combatir demasiado fuertemente ciertas ideas recibidas hace siglos, retardaríamos el momento de nuestra emancipación espiritual. Sobre esto, es posible que entre nosotros haya opiniones divergentes: respetamos esas opiniones. A nuestro entender, devemos marchar poco a poco, siguiendo esta máxima de la sabiduría de las naciones: que va piano va sano. Tal vez lleguemos más tarde, pero llegaremos más seguros, porque no habremos reñido con la fe de nuestros antepasados, que será siempre sagrada para nosotros, sea ella cual fuere. Sirvámonos de la luz del Espiritismo, no para derribar, sino para mejorarnos y progresar. Al soportar con coraje y resignación las vicisitudes de esta vida, donde solamente estamos de paso, mereceremos el favor de ser conducidos al término de nuestras pruebas, por los Espíritus del Señor, a fin de gozar la inmortalidad para la cual hemos sido creados.
Querido maestro: permitid que, en nombre de los miembros que os rodean de esta Sociedad, yo os agradezca el honor que nos habéis dado al venir a inaugurar personalmente esta reunión familiar, que es una fiesta para todos nosotros y que indudablemente ha de quedar marcada en los anales del Espiritismo. Recibid igualmente en este día, que quedará grabado en nuestros corazones de una manera muy particular, la expresión bien sincera de nuestro vivo reconocimiento por la bondad paternal con la que habéis estimulado nuestros frágiles trabajos. Es a vos que debemos el camino trazado y estamos felices en seguiros, convencidos de antemano que vuestra misión es la de hacer marchar el progreso espiritual en nuestra bella Francia que, a su turno, dará un impulso a las otras naciones de la Tierra para que poco a poco lleguen a la felicidad, a través del progreso intelectual y moral.
Algunas consideraciones sobre el Espiritismo, leídas en la sesión general, por ocasión del paso del Sr. Allan Kardec por BurdeosPor el Dr. Bouché de Vitray
(14 de octubre de 1861) Hay ciertas épocas en que la idea gobierna el mundo, precediendo esos grandes cataclismos que transforman a los hombres y a los pueblos. La idea religiosa también contribuye para el gran movimiento social, mucho más que aquella que preside los intereses temporarios.
Absorbida con frecuencia por las preocupaciones materiales, ella se libera de las mismas, ya sea de repente o imperceptiblemente. Unas veces es el rayo que escapa de las nubes, otras veces es el volcán que sordamente va minando la montaña antes de transponer el cráter. Hoy, la idea religiosa afecta otro género de manifestación: después de haberse mostrado como un punto imperceptible en el horizonte del pensamiento, acabó por invadir la atmósfera. El aire está impregnado de la misma; dicha idea atraviesa el espacio, fecunda las inteligencias y produce conmoción en el mundo entero. No penséis que me sirvo aquí de una metáfora para expresar la realidad; no; es un fenómeno del cual se tiene conciencia y que difícilmente se traduce en palabras. Es como un fluido que nos comprime por todos lados; es algo vago e indeterminado, cuya influencia sienten todos, de que el cerebro está impregnado y que a menudo se exterioriza a través de éste como por intuición, raramente como un pensamiento formulado explícitamente. La idea religiosa –digamos espírita– tiene su lugar en el mostrador del comerciante, en el consultorio del médico, en el estudio del abogado y del procurador, en el taller del obrero, en el campo y en los cuarteles. El nombre de nuestro estimado y gran misionero espírita está en todas las bocas, como su imagen está en todos nuestros corazones, y todos los ojos están fijos en este punto culminante, digno intérprete de los ministros del Señor. Esta idea que recorre la inmensidad, que sobreexcita todos los cerebros humanos, que incluso existe instintivamente en los Espíritus encarnados más recalcitrantes, ¿no sería obra de esa multitud de inteligencias que nos envuelve, precediendo y facilitando nuestros trabajos apostólicos?
Sabemos que los testimonios de autenticidad de nuestra Doctrina se remontan a la noche de los tiempos; que los Libros Sagrados, base fundamental del Cristianismo, los relatan; que varios Padres de la Iglesia –Tertuliano y san Agustín, entre otros– confirman su realidad; inclusive obras contemporáneas hacen mención a los mismos, y no puedo resistir al deseo de citar el pasaje de un opúsculo publicado en 1843, que parece exponer analíticamente toda la quintaesencia del Espiritismo:
«Algunas personas ponen en duda la existencia de inteligencias superiores, incorpóreas, es decir, de genios que presiden la administración del mundo y que mantienen conversaciones espirituales con algunos seres privilegiados: es para ellas que escribo las siguientes líneas, esperando que éstas puedan ayudarlas en su convicción. En todos los reinos de la naturaleza existe una ley que escalona las especies, desde los infinitamente pequeños hasta los infinitamente grandes. Es por grados imperceptibles que se pasa del insecto al elefante, del pequeño grano de arena al más inmenso globo celestial. Esta gradación regular es evidente en todas las notables obras del Creador; por lo tanto, ¡ella debe encontrarse en sus obras maestras, para que la escala sea continua, a fin de elevarse hacia Él! La distancia prodigiosa que existe entre la materia inerte y el hombre dotado de razón parece ser llenada por los seres orgánicos, pero privados de esta noble prerrogativa. En la distancia infinita que hay entre el hombre y su Autor
se encuentra el lugar de los Espíritus puros. Su existencia es indispensable para que la Creación sea acabada en todos los sentidos.
«Así, existe también el mundo de los Espíritus, cuya variedad es tan grande como la de las estrellas que brillan en el firmamento; hay igualmente el universo de las inteligencias que, por la sutileza, prontitud y amplitud de su penetración, se aproximan cada vez más de la Inteligencia Soberana. Su designio, ya manifiesto en la organización del mundo visible, continúa hasta la perfecta consumación en el mundo invisible. Todas las religiones proclaman la existencia de esos seres inmateriales; todas los representan como participando en los asuntos humanos, en calidad de agentes secundarios; negar su intervención en las peripecias humanas, es negar evidentemente los hechos en los cuales reposan las creencias de todos los pueblos, de todos los filósofos y de todos los sabios, remontando a la más alta Antigüedad.»
Ciertamente, aquel que trazó este cuadro era espírita en el fondo de su alma. A este esbozo incompleto falta el principio esencial de la reencarnación, así como las consecuencias morales que la enseñanza de los Espíritus impone a los adeptos del Espiritismo. La Doctrina existía en estado de intuición en las inteligencias y en los corazones: vos aparecisteis, señor, vos, elegido de Dios; el Todopoderoso se apoyó en una vasta erudición, en un Espíritu elevado, en una rectitud completa y en una mediumnidad privilegiada. Todos los elementos de las verdades eternas estaban diseminados en el espacio; era preciso establecer la ciencia, llevar la convicción a las conciencias aún indecisas, reunir todas las inspiraciones emanadas de lo Más Alto en un cuerpo sustancial de doctrina. La obra avanzó y el polen escapado de esa antera intelectual produjo la fecundación. Vuestro nombre es la bandera bajo la cual nosotros nos colocamos a voluntad. Hoy venís en ayuda a los principiantes del Espiritismo, que apenas dan los primeros pasos en los rudimentos de esta ciencia, pero que un gran número de Espíritus atentos y benevolentes no desdeña de favorecer en sus inspiraciones celestiales. Ya –y nos congratulamos por esto–, en medio de este congreso de inteligencias de los dos mundos, las malas pasiones se agitan alrededor de la obra regeneradora; ya el falso saber, el orgullo, el egoísmo y los intereses humanos se levantan contra el Espiritismo, en testimonio de su poder, mientras que Dios, el gran motor de ese progreso ascensional hacia las regiones celestiales, oculto atrás de esa nube de teorías odiosas y quiméricas, permanece calmo y prosigue Su obra.
La obra se realiza, y en todos los puntos del globo se forman Centros Espíritas. Los jóvenes abandonan las ilusiones de la primera edad, que les preparan tantas desilusiones en la época de su madurez; los adultos aprenden a tomar la existencia en serio; los ancianos que usaron sus emociones en las fricciones de la vida, llenan ese vacío inmenso con gozos más reales que los que abandonan, y de todos esos elementos heterogéneos se forman agrupaciones que irradian al infinito.
Nuestra bella ciudad no ha sido la última en participar de este movimiento intelectual. Uno de esos hombres de corazón recto, de juicio sano, tomó la iniciativa. Su llamado fue escuchado por inteligencias que se armonizan con la suya; alrededor de ese foco luminoso gravita un gran número de Círculos Espíritas.
De todas partes surgen comunicaciones variadas que llevan la marca de su autor: es la madre que, desde su esfera gloriosa, con la perfección del detalle y su infinita ternura, se comunica con su hijo amado; es el padre o el abuelo, que une el amor paternal a la severidad de la forma; es Fenelón, que da al lenguaje de la caridad la impronta de la belleza antigua y la melodía de su prosa; es el conmovedor espectáculo de un hijo, que se ha vuelto Espíritu bienaventurado, devolviendo a aquella que lo llevó en su seno el eco de sus elevadas enseñanzas; es el de una madre que se revela a su hijo y que, con la cabeza coronada de estrellas, lo conduce de prueba en prueba al lugar que él debe ocupar junto a ella y en el seno de Dios por todas las eternidades (
sic); es el arzobispo de Utrecht, que transmite a su protegido sus inspiraciones elocuentes y que las somete al freno de la ortodoxia; es el ángel Gabriel, homónimo del gran arcángel, que toma espontáneamente, y con el permiso de Dios, la misión de guiar a su hermano, de seguirlo paso a paso, aliando así –Espíritu superior que es– el amor fraternal al amor divino; son los Espíritus puros, los santos, los arcángeles, que revisten sus instrucciones sublimes con el sello de la Divinidad; en fin, son las manifestaciones físicas, después de las cuales la duda no es más que un absurdo, si no fuere una profanación.
Apreciados colegas: después de haber elevado vuestras miradas a los grados superiores de la escala de los seres, consentid en bajarlos a los grados ínfimos, y los infinitamente pequeños os proporcionarán aún enseñanzas.
Hace aproximadamente diez años que las claridades del Espiritismo han resplandecido a mis ojos; pero era el Espiritismo en estado rudimentario, desprovisto de sus principales documentos y de su tecnología característica; era un reflejo, algunos rayos de fino fulgor: todavía no era la luz.
En lugar de tomar la pluma y el lápiz y, por este medio así simplificado, obtener comunicaciones rápidas, se recurría a la mesa a través de la tiptología o escritura mediata. La mesa era sólo un apéndice de la mano, pero este modo de comunicación, en general repulsivo para los Espíritus superiores, frecuentemente los mantenía a distancia. Por lo tanto, obtuve solamente mistificaciones, respuestas triviales u obscenas; yo mismo me alejé de esos misterios del Más Allá, que se traducían de una manera tan poco acorde con mis expectativas o, más bien, que se presentaban bajo un aspecto que me asustaba. Varios experimentos habían sido intentados, que llevaron a resultados análogos.
Entretanto, esas aparentes decepciones no eran más que pruebas temporarias que debían tener como consecuencia definitiva el fortalecimiento de mis convicciones.
A pesar de ello, el positivismo de mis estudios había influido sobre mis creencias filosóficas; pero yo era escéptico y no incrédulo, porque dudaba con mi mayor sentimiento y hacía vanos esfuerzos para rechazar el materialismo que, por sorpresa, había invadido mi alma y mi corazón. ¡Cómo son impenetrables los decretos de Dios! Justamente esta disposición moral sirvió para mi transformación. Yo tenía bajo los ojos la inmortalidad del alma revistiendo el aspecto de una realidad material y, para asentar esta fe tan nueva, ¡qué importaba –a fin de cuentas– si las manifestaciones me vinieran de un Espíritu superior o inferior, con tal que fuese de un Espíritu! ¿No sabía yo que un cuerpo inerte, como una mesa, puede ser el instrumento, pero no la causa de una manifestación inteligente? ¿Que dicha manifestación no entraba para nada en la esfera de mis ideas, y que todas las teorías fluídicas eran incapaces de explicarlas?
Por consiguiente, yo había sacudido esas tendencias materialistas, contra las cuales luchaba sin éxito con una energía desesperada, y francamente habría explorado esas regiones intelectuales –que apenas vislumbré– si no fuese la demonofobia del Sr. de Mirville y la impresión profunda que la misma había ejercido en mi alma. En contrapartida a su libro, era necesario aquel tratado tan luminoso, tan sustancial y tan lleno de verdades consoladoras, escrito bajo la dirección de inteligencias celestiales a un Espíritu encarnado, pero a un Espíritu de élite, al cual, desde aquel día, fue revelada su misión en la Tierra.
Hoy el reconocimiento me obliga a inscribir en esta página el nombre de uno de mis buenos amigos, el del Sr. Roustaing, distinguido abogado, y sobre todo concienzudo, destinado a desempeñar un marcado papel en los fastos del Espiritismo; de paso, debo este homenaje al reconocimiento y a la amistad.
Si en esta solemnidad yo no temiera abusar del empleo del tiempo, ciertamente podría citar numerosas comunicaciones de indiscutible interés; y entretanto, en medio de esta actividad puramente intelectual, dignos de nuestros incesantes contactos con el mundo de los Espíritus, perduran dos hechos que –por excepción– parecen protestar contra un mutismo absoluto. El primero se caracteriza por detalles íntimos y conmovedores que nos han emocionado hasta las lágrimas; el segundo, por la rareza del fenómeno, pertenece a la mediumnidad de videncia, y constituye una prueba tan palpable que seríamos llevados a negar la buena fe de los médiums si quisiésemos negar la realidad del hecho.
Algunos espíritas fervorosos se reúnen conmigo semanalmente para estudiar juntos, y más fructíferamente, la Doctrina de los Espíritus. Una fe plena y total, y la analogía –para la mayoría– de los estudios y de la educación, han hecho nacer una recíproca simpatía y una comunión de ideas y de pensamientos, que indudablemente son la disposición intelectual y moral más favorable para las comunicaciones serias.
En esa modesta reunión, uno de nosotros, dotado de la facultad mediúmnica en grado eminente, quiso evocar al Espíritu de una niña que él había conocido y que pienso que había fallecido de difteria, a la edad de 6 años; él se desempeñaba como médium y yo como evocador. Apenas terminada la evocación, llamaron nuestra atención algunos golpes muy apreciables dados contra uno de los muebles de la antecámara, lo que nos llevó a indagar si esos ruidos, de carácter insólito, provenían de una causa natural o de un efecto espírita. Nuestros guías respondieron que eran las compañeras de Estelle (nombre que la niña tenía en su existencia terrena), que venían adelante de su amiguita; y, a través del pensamiento, ¡seguimos ese gracioso cortejo cerniéndose en el espacio! Entre ellas fue designada Antonia, una chica que pasó rápidamente por la Tierra y que apenas había completado su cuarta primavera cuando cayó bajo los golpes de una guadaña asesina. Previendo que ellas irían a concluir sus pruebas en una nueva existencia, oré a mi ángel guardián, esa buena madre cuya ternura nunca me ha faltado, para que las tomase bajo sus cuidados y para que les mostrara ostensiblemente a su protectora celestial. El consentimiento no se hizo esperar; pero Dios sólo le permitió aparecer a una de ellas, y la elegida fue Antonia: «¿Qué ves, pequeña amiga mía? –exclamé al evocar a esta última. –¡Oh, qué bella señora! ¡Ella está toda resplandeciente de luces! –¿Y qué te dice esa bella señora? –Ella me dice: ¡Venid a mí, hija mía, yo te amo!» He aquí por qué he representado a esa tierna madre con la cabeza coronada de estrellas.
Si esta conmovedora anécdota, perteneciente al mundo espírita, no os parece sino el capítulo de una novela, es preciso renunciar a toda comunicación.
El otro hecho puede resumirse en dos palabras: Yo estaba con uno de mis compañeros espiritistas; a las once y media de la noche nos encontrábamos orando a Dios por los Espíritus sufridores, cuando de modo imprevisto entreví vagamente una sombra que salía de uno de los rincones de mi consultorio, describiendo una línea diagonal que se prolongaba hasta mi cama, situada en la pieza vecina. Al finalizar su trayecto, escuchamos un crujido muy claro, y la sombra se dirigió hacia la biblioteca, formando un ángulo agudo con la primera dirección.
Fui tomado por una emoción; pero a esa hora, en que todo dispone a las emociones y al misterio, creí al principio que se trataba de una alucinación, de una ilusión de óptica e interiormente tomé la resolución de guardar silencio sobre esa fantástica aparición; fue cuando mi compañero de incesantes estudios, volviéndose a mí, me preguntó si había visto algo. Yo estaba confundido, pero resolví esperar por una oportunidad más completa y me limité a indagar los motivos de su pregunta. Entonces me describió el extraño fenómeno que también él había testimoniado, con tal exactitud que no fue más posible que yo dudase, confirmando así la realidad de la aparición.
Dos días más tarde, nuestro médium por excelencia estaba presente; nuestros guías, al ser consultados, nos confirmaron la verdad, agregando que esa aparición espontánea era la de un Espíritu, conocido en su existencia terrena con el nombre de María de los Ángeles. Nos fue permitido evocarla, y el resultado de nuestras preguntas fue que ella había nacido en España, que allí había tomado el hábito y que su vida había sido exenta de reproches desde hacía mucho, pero que una falta grave, a la cual la muerte no dejó tiempo para la expiación, era la causa de sus sufrimientos en el mundo de los Espíritus.
Algunos días después, una circunstancia fortuita o, al contrario, la voluntad de Dios, nos proporcionó un segundo control de ese extraño hecho. Un espírita –joven mecánico de una notable inteligencia– había estado conmigo en la última parte de la tarde. Mientras conversaba con él, noté que fijaba sus ojos de un modo singular. Él no esperó que yo preguntara la explicación de esta circunstancia: «En el mismo instante en que me dirigíais la mirada, vi claramente la silueta de una mujer que, desde la ventana, se desplazó hacia un sillón próximo, ante el cual se arrodilló; ella tenía el aspecto de una persona de 25 años y estaba vestida de negro. Una mantilla cubría la parte superior del torso y, en la cabeza, tenía una especie de pañuelo o toca.»
Esta descripción concordaba perfectamente con la idea que me había hecho de la religiosa española, y el lugar en que ella se arrodilló es casi el mismo en el cual yo tengo la costumbre –en esa posición– de orar a Dios por los muertos. Para mí era María de los Ángeles.
Sin duda los incrédulos y los falsos espíritas se reirán de mi certeza, y verán en ese hecho a tres visionarios en lugar de uno; en cuanto a los espíritas sinceros, ellos me creerán, sobre todo porque doy mi palabra de honor. No le reconozco a nadie el derecho de poner en duda semejante testimonio.
Los trabajos del Espiritismo en Burdeos, por más modestos y reservados que sean, no por ello dejan de ser objeto de la curiosidad pública, y prácticamente no pasa un día en que yo no sea interrogado al respecto. Toda criatura profana, maravillada con los fenómenos espíritas, reclama con insistencia el favor de una experimentación; su alma oscila entre la propia duda y la convicción de los adeptos.
Introducidla en una asamblea seria, en una reunión de espíritas que suponemos profundamente concentrados, es decir, trayendo una disposición apropiada a la gravedad de las circunstancias; ¿qué pasará con dicha criatura? El médium escribiente, al manifestar bajo el dictado las inspiraciones de un Espíritu superior, ¿se las hará aceptar como tales? Yo tuve una de esas experiencias desagradables: si la comunicación lleva el sello de la inspiración celestial, aquella atribuirá el mérito de la misma al talento del médium; si el pensamiento del mensajero de Dios toma el matiz del medio donde sucede la manifestación, por cierto le parecerá una concepción totalmente humana. En esta circunstancia, he aquí mi regla de conducta: es la que ha sido trazada con anticipación por el hombre de la Providencia, por este misionero del pensamiento, al cual tenemos momentáneamente aquí y que, desde su centro habitual de actividad, continuará irradiando sobre nosotros los tesoros celestiales de que una gracia especial lo ha hecho el distribuidor. A los curiosos que vienen a inquirir la realidad de los hechos o a solicitar una audiencia, ya sea como objeto de distracción o como una emoción que atraviesa el corazón sin detenerse, me limito a exponer la gravedad del tema; al Espíritu pseudosabio encarnado, que en este globo es perfectamente representado en la 8ª clase y en el 3º orden del mundo espírita, le respondo con una negativa categórica. Pero a aquel que, aunque obsesionado con sus dudas, posee la verdad en estado de germen, que comienza por la buena fe para llegar a la fe, aconsejo los estudios teóricos, a los cuales no tarda en seguir el estudio práctico o la experimentación; así, a medida que un hecho nuevo se desprende de una idea nueva, él la registra al lado del hecho. Entonces, la ciencia espírita y sus consecuencias morales se derraman gota a gota en su corazón y en su cerebro, las cuales nos hacen ver, al cabo de esta larga sucesión de reveses, los trabajos y las pruebas que se alternan en las dos existencias, una eternidad radiante que transcurre en el seno de Dios, ¡fuente de felicidad y de vida!
BOUCHÉ DE VITRAY, Doctor en Medicina.
Discurso del Sr. Allan Kardec
Señoras y señores:
Es con felicidad que atendí al llamado que habéis tenido a bien hacerme, y la simpática acogida que recibo de vosotros es una de esas satisfacciones morales que dejan en el corazón una impresión profunda e inolvidable. Si me siento feliz con esta acogida cordial, es porque veo en la misma un homenaje rendido a la Doctrina que profesamos y a los Espíritus buenos que nos la enseñan, mucho más que a mí personalmente, que no soy más que un instrumento en las manos de la Providencia. Convencido de la verdad de esta Doctrina y del bien que Ella está llamada a producir, he tratado de coordinar sus elementos; me he esforzado por volverla clara e inteligible para todos; ésta es toda la parte que me corresponde y es por eso que jamás me he considerado su creador: el honor pertenece enteramente a los Espíritus; por lo tanto, es sólo a ellos que deben ser dirigidos los testimonios de vuestra gratitud, y no acepto los elogios que me hacéis sino como un estímulo para proseguir mi tarea con perseverancia.
En los trabajos que he realizado para alcanzar el objetivo que me había propuesto, sin duda he sido ayudado por los Espíritus, como ellos mismos me lo han dicho varias veces, pero sin ninguna señal exterior de mediumnidad. Por lo tanto, no soy médium en el sentido usual de la palabra, y hoy comprendo que es mejor para mí que haya sido así. Con una mediumnidad efectiva, yo solamente habría escrito bajo una misma influencia; habría sido llevado a sólo aceptar como verdad lo que me hubiera sido dado, y esto quizá equivocadamente; mientras que, en mi posición, convenía que tuviese una libertad absoluta para tomar lo bueno en todos los lugares donde lo encontrase y del lado donde viniera. De este modo, he podido hacer una selección de diversas enseñanzas, sin prevención y con total imparcialidad. He visto, estudiado y observado mucho, pero siempre con una mirada impasible, y nada más ambiciono sino ver que la experiencia que he adquirido pueda ser aprovechada por los demás, a los cuales me siento feliz por poder evitarles los escollos inseparables de todo aprendizaje.
Si he trabajado mucho, y si trabajo todos los días, soy muy ampliamente recompensado por la marcha tan rápida de la Doctrina, cuyos progresos superan todo lo que era permitido esperar por los resultados morales que Ella produce, y estoy dichoso por ver que la ciudad de Burdeos, no solamente no se queda atrás de este movimiento, sino que se dispone a marchar adelante, ya sea por el número como por la cualidad de los adeptos. Si consideramos que el Espiritismo debe su propagación a sus propias fuerzas, sin el apoyo de ninguno de los auxiliares que comúnmente dan resultado, y a pesar de los esfuerzos de una oposición sistemática o, más bien, debido inclusive a tales esfuerzos, no podemos dejar de ver en eso el dedo de Dios. Si sus enemigos –a pesar de ser poderosos– no han podido paralizar el progreso de la Doctrina, es preciso concordar que el Espiritismo es más poderoso que ellos y, así como la serpiente de la fábula, utilizan en vano sus dientes contra la lima de acero.
Si decimos que el secreto de su poder está en la voluntad de Dios, los que no creen en Dios escarnecerán de eso. Hay también personas que no niegan a Dios, pero piensan que son más fuertes que Él; éstos no se ríen: oponen barreras que creen infranqueables y, no obstante, el Espiritismo las franquea todos los días ante sus ojos. En efecto, es que el Espiritismo extrae de su naturaleza, en su propia esencia, una fuerza irresistible. Por lo tanto, ¿cuál es el secreto de esta fuerza? ¿Tendremos que esconderlo, por miedo a que, una vez conocido, sus enemigos saquen provecho de ese secreto –a ejemplo de Sansón– y venzan? De ninguna manera; en el Espiritismo no hay misterios: todo se hace a la luz del día, y podemos sin temor revelarlo abiertamente. Aunque yo ya lo haya dicho, tal vez no esté fuera de propósito repetirlo aquí, para que se sepa bien que si entregamos a nuestros adversarios el secreto de nuestras fuerzas, es porque también conocemos el lado débil de ellos.
La fuerza del Espiritismo tiene dos causas preponderantes: la primera es que vuelve felices a aquellos que lo conocen, lo comprenden y lo practican; ahora bien, como hay muchas personas infelices, Él recluta a un innumerable ejército entre los que sufren. ¿Quieren quitarle ese elemento de propagación? Que vuelvan a los hombres de tal modo felices, moral y materialmente, que no tengan nada más que desear, ni en este mundo ni en el otro; no pedimos más, desde que el objetivo sea alcanzado. La segunda causa es que el Espiritismo no reposa sobre la cabeza de ningún hombre que se pueda derribar; Él no tiene un foco único que se pueda extinguir: su foco está en todas partes, porque en todas partes hay médiums que pueden comunicarse con los Espíritus; no hay familia que no los tenga en su seno, y estas palabras del Cristo se cumplen: Vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán, y verán visiones. En fin, el Espiritismo es una idea, y no hay barreras impenetrables a la idea, ni lo bastante altas como para que no las pueda franquear. Mataron al Cristo, a sus apóstoles y a sus discípulos; pero el Cristo había sembrado en el mundo la idea cristiana, y esta idea ha triunfado sobre la persecución de los Césares omnipotentes. Por lo tanto, ¿por qué el Espiritismo, que no es otra cosa sino el desarrollo y la aplicación de la idea cristiana, no triunfaría sobre algunos burlones o antagonistas que, hasta el presente y a pesar de sus esfuerzos, no han podido oponerle sino una negación estéril? ¿Hay en esto una pretensión quimérica? ¿Un sueño reformista? Los hechos están ahí para responder: el Espiritismo –contra viento y marea– penetra en todas partes; como el polen fecundante de las flores, es llevado por los vientos y echa raíces en los cuatro puntos del mundo, porque en todas partes Él encuentra una tierra fecunda en sufrimientos, sobre la cual derrama su bálsamo consolador. Suponed, pues, el estado más absoluto que la imaginación pueda soñar, reclutando a todos los esbirros para detener el paso de dicha idea; ¿esto impedirá que los Espíritus lleguen y se manifiesten espontáneamente? ¿Impedirán que los médiums se reúnan en la intimidad de las familias? Supongamos que se fuera lo suficientemente fuerte como para que se impidiese escribir o para que se prohibiera la lectura de los libros, ¿pueden impedir que se escuche, considerándose que hay médiums auditivos? ¿Impedirán que el padre reciba los consuelos del hijo que ha desencarnado? Por lo tanto, veis que es imposible, y que yo tenía razón en decir que el Espiritismo puede, sin temor, entregar el secreto de sus fuerzas a sus enemigos.
Está bien –dirán; cuando una cosa es inevitable, es preciso aceptarla; mas si fuere una idea falsa o mala, ¿no habría razón para obstaculizarla? Primero sería necesario probar que es falsa; ahora bien, hasta el presente, ¿qué oponen sus adversarios? Burlas y negaciones que, en buena lógica, nunca han sido argumentos; pero una refutación seria, sólida, o una demostración categórica, evidente, ¿dónde la encontráis? En ningún lugar, ni en las críticas de la Ciencia ni en otra parte. Por otro lado, cuando una idea se propaga con la rapidez del relámpago; cuando encuentra innumerables ecos en las clases más esclarecidas de la sociedad; cuando tiene sus raíces en todos los pueblos, desde que hay hombres en la Tierra; cuando los mayores filósofos sacros y profanos la han proclamado, es ilógico suponer que solamente repose sobre la mentira y la ilusión. Todo hombre sensato, que no esté cegado por la pasión o por el interés personal, dirá que debe haber allí algo de verdadero, y por lo menos el hombre prudente, antes de negar, suspenderá su juicio.
¿La idea es mala? Si es verdadera, si no es más que una aplicación de las leyes de la naturaleza, parece difícil que pueda ser mala, a menos que se admita que Dios haya realizado mal aquello que hizo. ¿Cómo una Doctrina sería mala cuando vuelve mejores a los que la profesan, cuando consuela a los afligidos, da resignación en la infelicidad, restablece la paz en las familias, calma la efervescencia de las pasiones e impide el suicidio? Dicen algunos que el Espiritismo es contrario a la religión. He aquí la gran palabra con la que intentan asustar a los tímidos y a los que no conocen la Doctrina Espírita. ¿Cómo una Doctrina que vuelve mejores a las personas, que enseña la moral evangélica, que sólo predica la caridad, el olvido de las ofensas, la sumisión a la voluntad de Dios, sería contraria a la religión? Es un contrasentido; afirmar semejante cosa sería acusar a la propia religión; es por eso que yo digo que aquellos que hablan así no conocen el Espiritismo. Si ese fuera el resultado, ¿por qué Él conduciría a las ideas religiosas a los que no creen en nada? ¿Por qué haría orar a aquellos que se habían olvidado de hacerlo desde su niñez?
Además, hay otra respuesta igualmente perentoria: el Espiritismo es ajeno a toda cuestión dogmática. A los materialistas, Él prueba la existencia del alma; a los que únicamente creen en la nada, Él prueba la vida eterna; a los que creen que Dios no se ocupa con las acciones de los hombres, la Doctrina Espírita prueba las penas y las recompensas futuras. Al destruir el Materialismo, la Doctrina destruye la mayor llaga social: he aquí su objetivo. En cuanto a las creencias especiales, no se ocupa de las mismas, y deja total libertad a cada uno; el materialista es el mayor enemigo de la religión; al conducirlo al Espiritualismo, el Espiritismo le hace recorrer tres cuartas partes del camino para entrar en el seno de la Iglesia. Le corresponde a la Iglesia hacer el resto; pero si la comunión hacia la cual él tendería a unirse lo rechaza, sería de temerse que él se volviera hacia otra.
Al deciros esto, señores –y vosotros lo sabéis tan bien como yo–, es como predicar a los convertidos. Pero hay otro punto sobre el cual es útil decir algunas palabras.
Si los enemigos de afuera nada pueden contra el Espiritismo, lo mismo no sucede con los de dentro; me refiero a los que son más espíritas de nombre que de hecho, sin hablar de los que usan una máscara y dicen que profesan el Espiritismo. El lado más bello del Espiritismo es el lado moral: por sus consecuencias morales es que Él ha de triunfar, pues ahí está su fuerza, porque ahí es invulnerable. Él inscribe en su bandera: Amor y Caridad, y ante ese paladión más poderoso que el de Minerva, porque viene del Cristo, la propia incredulidad se inclina. ¿Qué puede oponerse a una Doctrina que lleva a los hombres a amarse como hermanos? Si no se admite la causa, por lo menos se ha de respetar el efecto; ahora bien, el mejor medio de probar la realidad del efecto es aplicarlo a sí mismo; es mostrar a los enemigos de la Doctrina, con nuestro propio ejemplo, que Ella nos vuelve realmente mejores. Pero ¿cómo hacer creer que un instrumento puede producir armonía si emite sonidos disonantes? Del mismo modo, ¿cómo persuadir que el Espiritismo debe llevar a la concordia si aquellos que lo profesan, o que supuestamente lo profesan –lo que para los adversarios es lo mismo–, se tiran piedras? ¿Si basta una simple susceptibilidad de amor propio o de preferencia para dividirlos? ¿No es este el medio de contradecir su propio argumento? Por lo tanto, los enemigos más peligrosos del Espiritismo son aquellos que se desmienten a sí mismos al no practicar la ley que proclaman. Sería pueril provocar disidencias por matices de opinión; habría una evidente malevolencia, un olvido del primer deber del verdadero espírita en separarse por una cuestión personal, porque el sentimiento de personalismo es fruto del orgullo y del egoísmo.
Señores, es necesario no olvidarse que los enemigos del Espiritismo son de dos órdenes: de un lado, tenéis a los burlones y a los incrédulos, los cuales reciben diariamente los desmentidos de los hechos; tenéis razón en no temerlos. Sin quererlo, sirven a nuestra causa y, por esto, debemos agradecerles. De otro lado, están las personas interesadas en combatir a la Doctrina; a éstas no esperéis encaminarlas mediante la persuasión, pues no buscan la luz; en vano mostraréis a sus ojos la evidencia del Sol: son ciegas porque no quieren ver. No os atacan porque estéis equivocados, sino porque estáis con la verdad y, con o sin motivo, creen que el Espiritismo es perjudicial a sus intereses materiales; si estuviesen persuadidas de que es una quimera, lo dejarían absolutamente tranquilo. También el encarnizamiento crece en razón del progreso de la Doctrina, de tal manera que se puede medir la importancia de la misma por la violencia de los ataques. En cuanto sólo veían en el Espiritismo un juego de mesas giratorias, no dijeron nada, contando con el capricho de la moda; pero hoy, que a pesar de su mala voluntad ven la insuficiencia de la burla, usan otros medios. Sean cuales fueren, estos medios nos han demostrado su impotencia; entretanto, si no pueden sofocar esa voz que se eleva en todas las partes del mundo y si no pueden detener ese torrente que los invade de todos lados, ellos harán de todo para ponerle obstáculos y, si pudieren hacer retroceder el progreso por un solo día, dirán entonces que es un día que ganaron.
Esperad, pues, que el terreno sea disputado paso a paso, porque el interés material es el más tenaz de todos; para éste, los derechos más sagrados de la Humanidad no son nada; tenéis la prueba de ello en la lucha norteamericana: «¡Que perezca la unión que hacía nuestra gloria, en vez de nuestros intereses!» –dicen los esclavistas. Así hablan los adversarios del Espiritismo, porque la cuestión humanitaria es la menor de sus preocupaciones. ¿Qué oponerles? Una bandera que los haga palidecer, porque ellos saben bien que ésta lleva las siguientes palabras que salieron de la boca del Cristo: Amor y Caridad, palabras que son una sentencia para ellos. Alrededor de esta bandera, que todos los verdaderos espíritas se unan, y serán fuertes, porque la unión hace la fuerza. Por lo tanto, reconoced a los verdaderos defensores de vuestra causa, no por palabras vanas, que no cuestan nada, sino por la práctica de la ley de amor y de caridad, por la abnegación de la personalidad. El mejor soldado no es aquel que blande más alto el sable, sino el que sacrifica valientemente su vida. Observad, pues, haciendo causa común con vuestros enemigos, a todos aquellos que tienden a arrojar entre vosotros el fermento de la discordia, porque voluntaria o involuntariamente proveen armas contra vosotros; en todo caso, no contéis más con ellos, que son como esos malos soldados que huyen al primer tiro de fusil.
Entretanto –diréis–, si las opiniones están divididas sobre algunos puntos de la Doctrina, ¿cómo reconocer de qué lado está la verdad? Es la cosa más fácil. En primer lugar, tenéis como peso vuestro juicio y como medida la lógica sana e inflexible. En segundo lugar, tendréis el consentimiento de la mayoría, porque –creedlo– el número creciente o decreciente de los partidarios de una idea os da la medida de su valor. Si es falsa, no podría conquistar más voces que la verdad: Dios no lo permitiría; Él puede dejar que el error se presente por aquí y por allí, para hacernos ver sus procedimientos y enseñarnos a reconocer la verdad; sin esto, ¿dónde estaría nuestro mérito si no tuviésemos la libertad de elegir? ¿Queréis otro criterio de la verdad? He aquí uno que es infalible. Ya que la divisa del Espiritismo es Amor y Caridad, reconoceréis la verdad por la práctica de esta máxima, y tendréis la certeza de que aquel que arroja piedras al otro no puede estar, en absoluto, con la verdad. En cuanto a mí, señores, habéis escuchado mi profesión de fe. Que Dios no lo permita, pero si surgieren disidencias entre vosotros –lo digo con pesar–, yo me distanciaría abiertamente de los que desertasen de la bandera de la fraternidad, porque éstos no podrían ser considerados como verdaderos espíritas, a mis ojos.
En todo caso, de ninguna manera os inquietéis con algunas disidencias pasajeras; luego tendréis la prueba de que las mismas no tienen consecuencias graves; son pruebas para vuestra fe y vuestro juicio; frecuentemente son también medios que Dios y los Espíritus buenos permiten para dar la medida de vuestra sinceridad y para hacer conocer a aquellos con los cuales podemos realmente contar en caso de necesidad, lo que evita así ponerse en evidencia. Son pequeñas piedras puestas en vuestro camino, a fin de habituaros a ver en qué os apoyáis.
Me queda por hablaros, señores, sobre la organización de la Sociedad. Puesto que consentís en solicitar mi opinión, os diré lo que he dicho el año pasado en Lyon; los mismos motivos me llevan a disuadiros, con todas mis fuerzas, del proyecto de formar una Sociedad única abarcando a todos los espíritas de la ciudad, lo que sería totalmente impracticable por el número creciente de sus adeptos. No tardaríais en ser detenidos por obstáculos materiales y por dificultades morales aún mayores, que os mostrarían su imposibilidad; es mejor, pues, no emprender una cosa a la que seríais obligados a renunciar. Todas las consideraciones en apoyo a esta opinión están completamente desarrolladas en la nueva edición de El Libro de los Médiums, que os invito a consultar. No agregaré sino unas pocas palabras.
Lo que es difícil obtener en una reunión numerosa es más fácil conseguirlo en los Grupos particulares; los mismos se forman por una afinidad de gustos, de sentimientos y de hábitos. Dos Grupos separados pueden tener una manera de ver diferente sobre algunos puntos de detalle y no por ello dejan de caminar en armonía, mientras que si estuviesen reunidos, la divergencia de opiniones traería inevitablemente perturbaciones.
El sistema de la multiplicación de los Grupos tiene también como resultado poner término a las rivalidades de supremacía y de presidencia. Cada Grupo es naturalmente presidido por el dueño de la casa o por el que fuere designado, y todo pasa en familia. Si la alta dirección del Espiritismo, en una ciudad, incumbe a alguien, éste será llamado por la fuerza de las cosas, y un consentimiento tácito lo designará muy naturalmente en razón de su mérito personal, de sus cualidades conciliadoras, de la dedicación y abnegación de las que habrá dado prueba, de los servicios reales que habrá prestado a la causa. Así, y sin buscarla, adquirirá una fuerza moral que nadie pensará en discutirle, porque todos la reconocerán en él, mientras que aquel que –por su autoridad privada– buscara imponerse o que fuera llevado por una camarilla, encontraría oposición por parte de todos aquellos que no le reconociesen las cualidades morales necesarias, surgiendo de ahí una causa inevitable de divisiones.
Es una cosa seria conferir a alguien la dirección suprema de la Doctrina; antes de hacerlo, es necesario estar muy seguro de él en todos los aspectos, porque si el mismo tiene ideas erróneas podría arrastrar a la Sociedad a una pendiente perjudicial y tal vez a su ruina. En los Grupos particulares, cada uno puede dar pruebas de habilidad y someterse –para más tarde– al sufragio de sus colegas, si fuere conveniente; pero nadie puede pretender ser general antes de haber sido soldado. Así como al buen general se lo reconoce por su coraje y por sus talentos, al verdadero espírita se lo reconoce por sus cualidades; ahora bien, la primera de que se debe dar pruebas es la abnegación de la personalidad; por lo tanto, es por sus actos que lo reconocemos, más que por sus palabras. Lo que es necesario para tal dirección es un verdadero espírita, y el verdadero espiritista no es movido por la ambición, ni por el amor propio. Señores, llamo para este asunto vuestra atención sobre las diversas categorías de espíritas, cuyos caracteres distintivos están claramente definidos en El Libro de los Médiums (ítem N° 28).
Además, sea cual fuere la naturaleza de la reunión, numerosa o no, las condiciones que debe cumplir para alcanzar su objetivo son las mismas; es a esto que es preciso dar todos nuestros cuidados, y aquellos que cumplan dichas condiciones serán fuertes, porque tendrán necesariamente el apoyo de los Espíritus buenos. Esas condiciones se encuentran en El Libro de los Médiums (ítem N° 341).
Un error bastante frecuente entre algunos adeptos nuevos es el de creerse que se han vuelto maestros después de algunos meses de estudio. Como sabéis, el Espiritismo es una ciencia inmensa, cuya experiencia sólo puede adquirirse con el tiempo, ya sea en esto como en todas las cosas. En esa pretensión de no necesitar más de consejos ajenos y de creerse por encima de todos hay una prueba de insuficiencia, ya que falta a uno de los primeros preceptos de la Doctrina: la modestia y la humildad. Cuando los Espíritus malos encuentran semejantes disposiciones en un individuo, no dejan de sobreexcitarlas y fomentarlas, persuadiéndolo de que sólo él posee la verdad. Es uno de los escollos que pueden ser encontrados y contra el cual he creído un deber precaveros, agregando que no basta decirse espírita, como no basta decirse cristiano: es necesario demostrarlo en la práctica.
Si a través de la formación de Grupos se evita la rivalidad de los individuos, ¿no puede existir esa rivalidad entre los propios Grupos que, al caminar por sendas un poco divergentes, podrían producir cismas, mientras que una Sociedad única mantendría la unidad de principios? A esto respondo que el inconveniente señalado no sería evitado, puesto que aquellos que no adoptasen los principios de la Sociedad se separarían de la misma y nada los impediría que se aislaran. Los Grupos son como pequeñas Sociedades, que necesariamente avanzarán en la misma senda si todos adoptan la misma bandera y las bases de la ciencia consagradas por la experiencia. Al respecto, llamo también vuestra atención para el ítem Nº 348 de El Libro de los Médiums. Por lo demás, nada impide que un Grupo Central esté formado por delegados de diversos Grupos particulares que tendrían así un punto de unión y una comunicación directa con la Sociedad de París. Después, todos los años, una asamblea general podría reunir a todos los adeptos y volverse así una verdadera fiesta del Espiritismo. Además, acerca de esos diversos puntos, he preparado una instrucción detallada que tendré el honor de transmitiros ulteriormente, ya sea sobre la organización, como sobre el orden de los trabajos. Aquellos que la sigan se mantendrán naturalmente en la unidad de principios.
Señores, tales son los consejos que creo un deber daros, puesto que habéis consentido en consultar mi opinión. Me siento feliz en añadir que encontré en Burdeos a excelentes personas y un progreso mucho mayor de lo que esperaba; he encontrado a un gran número de verdaderos y sinceros espíritas, y llevo de mi visita la esperanza fundada de que nuestra Doctrina se desarrollará acá sobre las más amplias bases y en excelentes condiciones. Creed realmente que mi colaboración nunca faltará en todo lo que esté a mi alcance, a fin de secundar los esfuerzos de aquellos que son sincera y concienzudamente dedicados de corazón a esta noble causa, que es la de la Humanidad.
El Espíritu Erasto, señores, que ya conocéis por las notables disertaciones que habéis leído de su autoría, también quiere aportaros el tributo de sus consejos. Antes de mi partida de París, él dictó, por intermedio de su médium habitual, la siguiente comunicación, cuya lectura tendré el honor de hacer.
Primera Epístola a los espíritas de Burdeos, por Erasto, humilde servidor de Dios
Mis buenos amigos, ¡que la paz del Señor sea con vosotros, a fin de que nada venga a perturbar la buena armonía que debe reinar en un Centro de espíritas sinceros! Sé cuán profunda es vuestra fe en Dios y cuán fervorosos adeptos sois de la Nueva Revelación. Es por eso que os digo, con toda la efusión de mi ternura para con vosotros, que yo lo lamentaría, que todos nosotros lo lamentaríamos –nosotros que, bajo la dirección del
Espíritu de Verdad, somos los iniciadores del Espiritismo en Francia–, si desapareciera de vuestro medio la concordia, de la que disteis pruebas brillantes hasta el momento; si no hubieseis dado el ejemplo de una sólida fraternidad; en fin, si no fueseis un Centro serio e importante de la gran comunión espírita francesa, yo habría dejado esta cuestión en el olvido. Pero si la he planteado, es que tengo razones plausibles para exhortaros a mantener la unión, la paz y la unidad de Doctrina entre vuestros diversos Grupos. Sí, estimados discípulos míos, aprovecho con complacencia esta ocasión –que nosotros mismos hemos preparado–, a fin de mostraros cuán funesta sería para el desarrollo del Espiritismo, y qué escándalo causaría entre vuestros hermanos de otras tierras, la noticia de una escisión en el Centro que hasta ahora nos agrada citar, por su espíritu de fraternidad, a todos los otros Grupos formados o en vías de formación. No ignoro, como tampoco debéis ignorar, que van a hacer todo lo posible para sembrar la división entre vosotros; que os tenderán trampas; que prepararán emboscadas de toda especie en vuestro camino; que os incitarán unos contra otros, a fin de fomentar la división y llevar a una ruptura que será lamentable en todos los aspectos; pero podréis evitar todo eso al practicar los sublimes preceptos de la ley de amor y de caridad, primero en vosotros mismos, y después con todos. No, estoy convencido de que no daréis a los enemigos de nuestra santa causa la satisfacción de decir: «Ved a esos espíritas de Burdeos, que eran mostrados como siendo la vanguardia de los nuevos creyentes; ¡ellos ni siquiera saben ponerse de acuerdo entre sí!» Queridos amigos míos, es esto lo que os espera y lo que nos espera a todos. Vuestros excelentes Guías ya os han dicho: Tendréis que luchar no sólo contra los orgullosos, los egoístas, los materialistas y todos esos desdichados que están imbuidos del espíritu del siglo, sino aún, y sobre todo, contra la turba de Espíritus embusteros que, al encontrar en vuestro medio un raro conjunto de médiums –porque al respecto habéis sido mejor contemplados–, vendrán pronto a atacaros: unos, con disertaciones hábilmente combinadas, en las cuales, mediante algunas peroratas piadosas, insinuarán la herejía o algún principio de disolución; otros, con comunicaciones abiertamente hostiles a las enseñanzas dadas por los verdaderos misioneros del Espíritu de Verdad. ¡Ah! Creedme, nunca temáis desenmascarar a los impostores que, como nuevos Tartufos, se introducirían entre vosotros bajo la máscara de la religión; igualmente no tengáis consideración para con los lobos devoradores, que se esconden bajo pieles de cordero. Con la ayuda de Dios, que nunca invocaréis en vano, y con la asistencia de los Espíritus buenos que os protegen, permaneceréis inquebrantables en vuestra fe; los Espíritus malos os encontrarán invulnerables, y cuando vean que sus flechas se debilitan contra el amor y la caridad que animan vuestros corazones, se retirarán muy confundidos de una campaña donde sólo habrán recogido la impotencia y la vergüenza. Al encarar como subversiva toda doctrina contraria a la moral del Evangelio y a las prescripciones generales del Decálogo, que se resumen en esta ley concisa:
Amar a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo, permaneceréis invariablemente unidos. Además, en todo es preciso saber someterse a la ley común: a nadie cabe sustraerse de la misma o querer imponer su opinión y su sentimiento cuando éstos no sean aceptados por los otros miembros de una misma familia espírita; y en esto os invito encarecidamente a tomar como modelo la práctica y el reglamento de la
Sociedad de Estudios Espíritas de París, donde nadie, sea cual fuere su posición, su edad, los servicios prestados o la autoridad adquirida, puede sustituir por su iniciativa personal a la de la
Sociedad de la que hace parte y,
a fortiori, comprometerla en nada por medio de medidas que Ella no aprobó. Dicho esto, es indiscutible que los adeptos de un mismo Grupo deben tener una justa deferencia para con la sabiduría y la experiencia adquiridas: la experiencia no es un atributo exclusivo del que tiene más edad ni del más erudito, sino del que se ocupó de nuestra consoladora filosofía por más tiempo y con más provecho para todos. En cuanto a la sabiduría, os corresponde examinar a aquel o aquellos que, entre vosotros, siguen y practican mejor los preceptos y las leyes. Sin embargo, amigos míos, antes de seguir vuestras propias inspiraciones, no olvidéis que tenéis a vuestros consejeros y a vuestros protectores espirituales para consultar, y éstos jamás os faltarán cuando lo solicitéis con fervor y con un objetivo de interés general. Para esto necesitáis de buenos médiums, y aquí veo que los hay excelentes, en medio de los cuales sólo tenéis que elegir. Por cierto –y yo las conozco– la Sra. de Cazemajoux, la Srta. Cazemajoux y algunos otros poseen cualidades medianímicas en el más alto grado y, al respecto, ninguna región ha sido mejor contemplada que Burdeos, os lo repito.
Tuve que haceros escuchar una voz un tanto más severa, mis bienamados, porque el Espíritu de Verdad, el Maestro de todos nosotros, espera más de vosotros. Recordad que hacéis parte de la vanguardia espírita, y que la vanguardia –así como el Estado Mayor– debe dar a todos el ejemplo de absoluta sumisión a la disciplina establecida. ¡Ah! Vuestra tarea no es fácil, pues es a vosotros que os incumbe el trabajo de levantar el hacha, con mano vigorosa, contra las florestas sombrías del materialismo y perseguir hasta sus últimas trincheras los intereses materiales mancomunados. Nuevos Jasones: marchad a la conquista del verdadero vellocino de oro, es decir, de esas ideas nuevas y fecundas que deben regenerar al mundo; pero ya no marcháis más en vuestro interés privado, ni tampoco en interés de la generación actual, sino sobre todo en interés de las generaciones futuras, para las cuales preparáis el camino. Hay en esta obra un sello de abnegación y de grandeza que marcará con admiración y reconocimiento a los siglos futuros, y de la cual Dios –creedme– sabrá tomaros en cuenta. Tuve que hablaros como lo hice porque me dirijo a personas que escuchan la razón; a hombres serios que tienen un objetivo eminentemente útil: el mejoramiento y la emancipación de la raza humana; a espíritas, en fin, que enseñan y predican con el ejemplo, que el mejor medio para llegar allí está en la práctica de las verdaderas virtudes cristianas. He tenido que hablaros así porque era necesario preveniros contra un peligro, dándolo a conocer: éste era mi deber y vengo a cumplirlo. De este modo, ahora puedo encarar el futuro sin inquietud, porque estoy convencido de que mis palabras han de ser provechosas para todos y para cada uno, y que el egoísmo, el amor propio o la vanidad ya no tendrán ningún acesso a los corazones donde reine por completo la verdadera fraternidad.
Espíritas de Burdeos, recordad que la unión entre vosotros es el verdadero camino hacia la unificación y la fraternidad universales; al respecto, me siento feliz, muy feliz, en poder constatar claramente que el Espiritismo os hace dar un paso hacia delante. Por lo tanto, recibid nuestras felicitaciones, porque aquí os hablo en nombre de todos los Espíritus que presiden la gran obra de la regeneración humana, por haber abierto, a través de vuestra iniciativa, un nuevo campo de investigación y una nueva causa de certeza a los estudios de los fenómenos del Más Allá, por vuestro pedido de afiliación –no como individuos aislados, sino como Grupo compacto– a la
Sociedad Iniciadora de París. Por la importancia de dicha iniciativa, reconozco la alta sabiduría de vuestros guías principales, y agradezco por ello al tierno Fenelón y a sus fieles auxiliares Georges y Marius, que presiden con él vuestras piadosas reuniones de estudio. Aprovecho esta circunstancia para también testimoniar a favor de los Espíritus Ferdinand y Felicia, que todos vosotros conocéis. Aunque estos dignos colaboradores hayan hecho el bien por el bien mismo, es bueno que sepáis que es gracias a esos modestos pioneros, secundados por el humilde Marcelin, que nuestra santa Doctrina ha prosperado tan rápidamente en Burdeos y en el sudoeste de Francia.
Sí, mis fieles creyentes, vuestra admirable iniciativa será seguida –bien lo sé– por todos los Grupos Espíritas seriamente formados. Es, pues, un inmenso paso hacia delante. Comprendisteis, y todos vuestros hermanos comprenderán como vosotros, cuántas ventajas, cuáles progresos y qué divulgación resultarán de la adopción de un programa uniforme para los trabajos y estudios de la Doctrina que nosotros os hemos revelado. No obstante, queda claro que cada Grupo conservará su originalidad y su iniciativa particular; pero más allá de sus trabajos particulares tendrá que ocuparse de diversas cuestiones de interés general, sometidas a su examen por la Sociedad Central, y resolver diversas dificultades cuya solución, hasta ahora, no ha podido ser obtenida por los Espíritus, por razones que sería inútil desarrollar aquí. Creo que sería una falta de cortesía si yo hiciera resaltar a vuestros ojos las consecuencias que resultarán de trabajos simultáneos; y entonces, ¿quién se atreverá a negar una verdad, cuando esta verdad es confirmada por la unanimidad o por la mayoría de las respuestas medianímicas obtenidas simultáneamente en Lyon, Burdeos, Constantinopla, Metz, Bruselas, Sens, México, Carlsruhe, Marsella, Toulouse, Mâcon, Sétif, Argel, Orán, Cracovia, Moscú, San Petersburgo, así como en París?
Os he hablado con la ruda franqueza que uso con vuestros hermanos de París. Sin embargo, no os dejaré sin testimoniar mis simpatías justamente conquistadas por esa familia patriarcal, donde excelentes Espíritus, incumbidos de vuestra dirección espiritual, han comenzado a hacer escuchar sus elocuentes palabras; he nombrado a la familia
Sabò que, con constancia y piedad inalterables, ha sabido atravesar las pruebas dolorosas con las que Dios ha tenido a bien afligirla, a fin de elevarla y volverla apta para su misión actual. Tampoco no debo olvidar la dedicada colaboración de todos aquellos que, en sus respectivas esferas, han contribuido para propagar nuestra consoladora Doctrina. Amigos míos, continuad marchando decididamente por el camino abierto: él os llevará con seguridad hacia las esferas etéreas de la perfecta felicidad, donde os he de encontrar. Espíritas de Burdeos: en nombre del
Espíritu de Verdad que os ama, ¡yo os bendigo!
ERASTO