Revista Espírita Periódico de Estudios Psicológicos - 1861

Allan Kardec

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Carta sobre la incredulidad (Primera parte)

Uno de nuestros colegas, el Sr. Canu, muy imbuido en otros tiempos de los principios materialistas, y que el Espiritismo llevó a una apreciación más saludable de las cosas, se recriminaba por haberse hecho el propagador de doctrinas que ahora él considera como subversivas del orden social. Con la intención de reparar lo que considera con razón una falta, y para esclarecer a aquellos a quienes había desviado, escribió a uno de sus amigos una carta sobre la cual consintió en solicitar nuestra opinión. La carta nos pareció que respondía tan bien al objetivo que él se proponía, que le hemos pedido permiso para publicarla, lo que ciertamente agradará a nuestros lectores. En lugar de abordar directamente la cuestión del Espiritismo, lo que habría sido rechazado por las personas que no admiten que el alma es su base; en lugar de ostentar delante de sus ojos, sobre todo, los extraños fenómenos que ellas habrían negado o atribuido a causas vulgares, él se remonta a los orígenes. Con razón busca tornarlas espiritualistas antes que espíritas; por un encadenamiento de ideas perfectamente lógico, llega a la idea espírita como consecuencia. Evidentemente, este es el camino más racional. La extensión de esta carta nos obliga a dividir su publicación.

París, 10 de noviembre de 1860.

Querido amigo,

Deseas una larga carta sobre Espiritismo; trataré de satisfacerte de la mejor manera posible, mientras espero el envío de una obra importante sobre la materia, que debe aparecer a fin de año.

Seré obligado a comenzar por algunas consideraciones generales, que serán necesarias para remontar al origen del hombre; esto extenderá un poco mi carta, pero es indispensable para la comprensión del asunto.

¡Todo pasa! –se dice generalmente. Sí, todo pasa; pero en general también se da a esta expresión un significado bien diferente al que le es propio. Todo pasa, pero nada se acaba, a no ser la forma. Todo pasa, en el sentido de que todo marcha y sigue su curso, pero no un curso ciego y sin objetivo, aunque nunca deba acabar.

El movimiento es la gran ley del Universo, ya sea en el orden moral como en el orden físico, y el objetivo del movimiento es el progreso para mejor. Es un trabajo activo, incesante y universal; es lo que nosotros llamamos el progreso.

Todo está sometido a esta ley, excepto Dios. Dios es su autor; la criatura es el instrumento y el objeto de la misma. La Creación se compone de dos naturalezas distintas: la naturaleza material y la naturaleza intelectual; ésta es el instrumento activo; la otra es el instrumento pasivo.

Estos dos instrumentos son el complemento uno del otro, es decir, que uno sin el otro serían de un empleo completamente nulo. Sin la naturaleza intelectual –el espíritu inteligente y activo–, la naturaleza material, es decir, la materia sin inteligencia e inerte, sería absolutamente inútil, pues nada podría por sí misma. Sin la materia inerte, el espíritu inteligente no tendría instrumento para manifestarse.

Incluso el instrumento más perfecto sería como si no existiese, de no haber alguien que se sirviera del mismo.

El obrero más hábil y el científico del orden más elevado serían tan impotentes como el más completo idiota, si no tuviesen instrumentos para desarrollar su ciencia y manifestarla.

He aquí el momento y el lugar de hacer notar que el instrumento material no consiste solamente en el cepillo del carpintero, en el cincel del escultor, en la paleta del pintor, en el bisturí del cirujano, en el compás o en el telescopio del astrónomo; consiste también en la mano, en la lengua, en los ojos, en el cerebro, en una palabra, en la reunión de todos los órganos materiales necesarios para la manifestación del pensamiento, lo que naturalmente implica la denominación de instrumento pasivo a la propia materia sobre la cual la inteligencia opera por medio del instrumento propiamente dicho. Es así que una mesa, una casa, un cuadro –considerados en los elementos que los componen– no son menos instrumentos que la sierra, el cepillo, la escuadra, la cuchara de albañil, el pincel que los han producido, y que la mano y los ojos que los han dirigido; en fin, que el cerebro que ha presidido esa dirección. Ahora bien, todo esto, inclusive el cerebro, ha sido el instrumento complejo del cual se ha servido la inteligencia para manifestar su pensamiento, su voluntad, que era la de producir una forma, y esta forma era una mesa, una casa o un cuadro, etc.

La materia, inerte por naturaleza y sin forma en su esencia, sólo adquiere propiedades útiles por la forma que se le imprime, lo que llevó a un célebre fisiólogo a decir que la forma era más necesaria que la materia, proposición quizá un poco paradójica, pero que prueba la superioridad del papel que desempeña la forma en las modificaciones de la materia. Es de acuerdo con esta ley que el propio Dios –si así me puedo expresar– ha dispuesto y modificado incesantemente los mundos y las criaturas que los habitan, según las formas que mejor convienen a sus designios para la armonía del Universo. Y siempre es acorde con esta ley que las criaturas inteligentes, al obrar sin cesar sobre la materia –como el propio Dios, pero de modo secundario–, concurren para su continua transformación, de la cual cada grado y cada escalón es un paso en el progreso, al mismo tiempo que es la manifestación de la inteligencia que le hace dar ese paso.

Es así que todo, en la Creación, está en movimiento y siempre en progreso; que la misión de la criatura inteligente es la de activar ese movimiento en el sentido del progreso, lo que frecuentemente se cumple, incluso sin saberlo; que el papel de la criatura material es el de obedecer a ese movimiento y el de manifestar el progreso de la criatura inteligente; en fin, que la Creación, considerada en su conjunto o en sus partes, cumple incesantemente los designios de Dios.

¡Cuántas criaturas llamadas inteligentes (sin salir de nuestro planeta) cumplen una misión de la cual están bien lejos de sospechar! Y por mi parte, confieso que yo era de este número hace muy poco tiempo. Al respecto, no me sentiría constreñido en dejar aquí algunas palabras sobre mi propia historia; perdóname esta pequeña digresión, que puede tener su lado útil.

Educado en la escuela del dogma católico, al no haber desarrollado la reflexión y el examen sino bastante tarde, fui durante mucho tiempo un creyente vehemente y ciego; sin duda no lo has olvidado.

Pero también sabes que, más tarde, caí en el exceso contrario: de la negación de ciertos principios que mi razón no podía admitir, terminé en la negación absoluta. Sobre todo me indignaba el dogma de la eternidad de las penas; yo no podía conciliar la idea de un Dios que decían que era infinitamente misericordioso, con la idea de un castigo perpetuo para una falta pasajera; el cuadro del infierno, de sus hornallas, de sus torturas materiales, me parecía ridículo y una parodia del Tártaro de los paganos. Recapitulé mis impresiones de la infancia y recordé que, por ocasión de mi primera comunión, nos decían que no era necesario orar por los réprobos, porque esto no les serviría para nada; que aquel que no tuviese fe era echado a las llamas; que bastaba una duda sobre la infalibilidad de la Iglesia para ser condenado; que el propio bien que hiciéramos en este mundo no podría salvarnos, ya que Dios colocaba la fe por encima de las mejores acciones humanas. Esta doctrina me había vuelto despiadado y había endurecido mi corazón; miraba a los hombres con desconfianza, y a la menor falta yo creía ver a mi lado a un réprobo del que debía huir como de la peste, y al cual –en mi indignación– le habría rehusado un vaso de agua, diciéndome a mí mismo que un día Dios le rehusaría mucho más. Si aún existiesen las hogueras, yo habría empujado de buen grado a todos los que no tuvieran la fe ortodoxa, aunque fuese mi propio padre. En esta situación de espíritu, yo no podía amar a Dios: le tenía miedo.

Más tarde, una serie de circunstancias que sería largo de enumerar, me abrió los ojos y rechacé los dogmas que contrastaban con mi razón, porque nadie me había enseñado a poner la moral por encima de la forma; del fanatismo religioso, caí en el fanatismo de la incredulidad, a ejemplo de tantos compañeros de la infancia.

No entraré en detalles que nos llevarían muy lejos; sólo agregaré que, después de haber perdido durante quince años la dulce ilusión de la existencia de un Dios infinitamente bueno, poderoso y sabio, de la existencia y de la inmortalidad del alma, finalmente hoy encuentro, no una ilusión, sino una certeza tan completa como lo es mi existencia actual y como que te estoy escribiendo en este momento.

Amigo mío, he aquí el gran acontecimiento de nuestra época, el gran acontecimiento que nos es dado ver cumplirse en nuestros días: la prueba material de la existencia y de la inmortalidad del alma.

Volvamos al hecho; pero para hacerte comprender mejor el Espiritismo, vamos a remontarnos al origen del hombre, asunto sobre el cual no nos demoraremos.

Es evidente que los globos que pueblan la inmensidad no fueron hechos para ser adornos; ellos tienen una finalidad útil y agradable: la de producir y alimentar a los seres vivos materiales que son los instrumentos apropiados y dóciles para esa infinita multitud de criaturas inteligentes que pueblan el espacio y que son, en definitiva, la obra maestra, o mejor dicho, el objetivo de la Creación, puesto que sólo ellas tienen la facultad de conocer, admirar y adorar a su autor.

Cada uno de los globos diseminados en el espacio ha tenido su comienzo, en cuanto a la forma, en un tiempo más o menos remoto. En cuanto a la edad de la materia de que son compuestos, es un secreto que no nos importa conocer aquí, ya que la forma lo es todo para el objeto que nos ocupa. En efecto, poco nos importa que la materia sea eterna o solamente una creación anterior a la formación del astro, o aún contemporánea a esta formación; lo que es necesario saber es que el astro ha sido formado para ser habitado. Tal vez no esté fuera de propósito agregar que esas formaciones no han sido hechas en un día como dicen las Escrituras; que un globo no sale repentinamente de la nada cubierto de florestas, de praderas y de habitantes, como Minerva salió enteramente armada de la cabeza de Júpiter. No, Dios procede lentamente pero con seguridad; todo sigue una ley lenta y progresiva, no porque Dios dude o tenga necesidad de lentitud, sino porque sus leyes son así y son inmutables. Además, lo que nosotros –seres efímeros– llamamos lentitud, no lo es para Dios, para el cual el tiempo nada representa.

He aquí, pues, un globo en formación o –si prefieres– ya formado; deben transcurrir aún muchos siglos o millares de siglos antes de que el mismo sea habitable; pero finalmente llega ese momento. Después de numerosas y sucesivas modificaciones en su superficie, poco a poco comienza a cubrirse de vegetación (hablo de la Tierra y no pretendo hacer, a no ser por analogía, la historia de otros globos, cuya finalidad es evidentemente la misma, pero cuyas modificaciones físicas pueden variar). Al lado de la vegetación aparece la vida animal, ambas en su mayor simplicidad, pues esas dos ramas del reino orgánico son necesarias una a la otra, al fecundarse mutuamente, al alimentarse recíprocamente, elaborando al mismo tiempo la materia inorgánica, para volverla cada vez más apropiada a la formación de seres cada vez más perfectos, hasta que haya alcanzado el punto de poder producir y alimentar el cuerpo que debe servir de habitación y de instrumento al ser por excelencia, es decir, al ser intelectual que de él debe servirse y que –por decirlo así– lo espera para manifestarse, pues sin él no podría hacerlo.

¡He aquí que llegamos al hombre! ¿Cómo él se ha formado? Ésta aún no es la cuestión; se ha formado según la gran ley de la formación de los seres: he aquí todo. Esta ley no deja de existir por el hecho de no ser conocida. ¿Cómo se han formado los primeros tipos de cada especie vegetal? ¿Y los de cada especie animal? Cada uno de ellos se ha formado a su manera, según la misma ley. Lo que es cierto es que Dios no ha tenido necesidad de transformarse en alfarero, ni de poner las manos en el barro para formar al hombre, ni de arrancarle una costilla para hacer a la mujer. Es posible que esta fábula, aparentemente absurda y ridícula, sea más bien una figura ingeniosa que oculte un sentido que pueda ser comprendido por Espíritus más perspicaces que el mío; pero como no entiendo nada de eso, me detengo aquí.

Entonces, aquí está el hombre material habitando la Tierra, siendo él mismo habitado por un ser inmaterial, del cual aquél no es más que su instrumento. Incapaz de hacer algo por sí mismo, como la materia en general, solamente se vuelve apto para hacer cosas a través de la inteligencia que lo anima; pero esta misma inteligencia –criatura imperfecta como todo lo que es criatura, es decir, como todo lo que no es Dios–, necesita perfeccionarse, y es precisamente con miras a este perfeccionamiento que el cuerpo le ha sido dado, pues el espíritu no podría manifestarse sin la materia, ni por consecuencia mejorarse, esclarecerse y, en fin, progresar.

Al ser considerada colectivamente, la Humanidad es comparable al individuo; ignorante en la infancia, ella se esclarece a medida que crece; esto se explica naturalmente por el propio estado de imperfección en que se encontraban los Espíritus, para cuyo adelanto esta Humanidad fue hecha. Pero con referencia al Espíritu considerado individualmente, no es en una única existencia que él puede adquirir la suma de progreso que es llamado a realizar; he aquí por qué un número más o menos grande de existencias corporales le son necesarias, conforme el empleo que haga de cada una de ellas. Cuanto más haya trabajado para su adelanto en cada existencia, por menos existencias tendrá que pasar; y como cada existencia corporal es una prueba, una expiación, un verdadero purgatorio, tiene interés en progresar lo más prontamente posible, a fin de sujetarse a menos pruebas, porque el Espíritu no retrograda. Cada progreso realizado por él es una conquista asegurada que nadie podrá quitarle. Según este principio, hoy comprobado, se hace evidente que cuanto más rápidamente se marcha, más rápido ha de alcanzarse el objetivo.

Resulta de lo que precede que cada uno de nosotros no está hoy en su primera existencia corporal; lejos de esto. Estamos distantes de la misma, y quizá más distantes aún de la última, porque debemos haber pasado nuestras existencias primitivas en mundos muy inferiores a la Tierra, a la cual solamente hemos llegado cuando nuestro Espíritu alcanzó un estado de perfección compatible con este astro. Del mismo modo, a medida que vayamos progresando, pasaremos a mundos superiores mucho más adelantados que la Tierra en todos los aspectos, avanzando así de grado en grado, siempre para mejor. Pero antes de dejar un globo, parece que generalmente pasamos varias existencias en él, cuyo número, entretanto, no es limitado, sino más bien subordinado a la suma de progreso que hayamos alcanzado.

Preveo una objeción en tus labios. Me dirás que todo esto puede ser verdadero, pero como no me acuerdo de nada –sucediendo lo mismo con los otros–, todo lo que ha ocurrido en nuestras existencias anteriores es para nosotros como si fuese nulo; y si sucede lo mismo en cada nueva existencia, al Espíritu poco le importa ser inmortal o morir con el cuerpo si, al conservar su individualidad, no tiene conciencia de su identidad. En efecto, para nosotros sería lo mismo, pero no es así; sólo perdemos el recuerdo del pasado durante la vida corporal, mas la volvemos a adquirir con la muerte, es decir, cuando el Espíritu despierta en su verdadera existencia –la de Espíritu libre– y para la cual las existencias corporales pueden compararse a lo que representa el sueño para el cuerpo.

¿Qué sucede con las almas de los muertos mientras esperan una nueva reencarnación?

Las que no dejan la Tierra se quedan errantes en su superficie; sin duda van adonde les place, o al menos adonde pueden, según su grado de adelanto; pero, en general, poco se alejan de los encarnados, sobre todo de aquellos por los cuales sienten afecto, a menos que se les impongan deberes a cumplir en otros lugares. Entonces estamos rodeados a cada instante por una multitud de Espíritus conocidos y desconocidos, amigos y enemigos, que nos ven, nos observan y nos escuchan; algunos participan de nuestras penas como de nuestras alegrías; otros sufren con nuestros gozos, o gozan con nuestros dolores, mientras que otros, en fin, son indiferentes a todo, exactamente como ocurre en la Tierra entre los mortales, cuyos afectos, antipatías, vicios y virtudes se conservan en el otro mundo. La diferencia es que los buenos gozan en la otra vida de una felicidad desconocida en la Tierra, lo que es comprensible, pues no tienen necesidades materiales a satisfacer, ni obstáculos del mismo género a superar. Si vivieron bien, es decir, si poco o nada tienen que recriminarse en su última existencia corporal, gozan en paz el testimonio de su conciencia y el bien que han hecho. Si vivieron mal, si fueron malos, como allá quedan al descubierto porque no pueden más ocultarse bajo la envoltura material, sufren la vergüenza de verse reconocidos e identificados; sufren la presencia de aquellos a quienes han ofendido, despreciado y oprimido, ya que se hallan en la imposibilidad de sustraerse a sus miradas. En fin, sufren por el remordimiento que los corroe, hasta que el arrepentimiento venga a aliviarlos, lo que tarde o temprano sucede, o hasta que una nueva encarnación los aleje, no de la visión de otros Espíritus, sino de su propia visión, al hacerles olvidar momentáneamente la conciencia de su identidad; entonces, al perder el recuerdo de su pasado, se sienten aliviados. Pero también es para ellos el comienzo de una nueva prueba; si tuvieren la felicidad de salir mejorados de la misma, gozan del progreso realizado; si no se mejoran, vuelven a los mismos tormentos, hasta que finalmente se arrepientan o aprovechen una nueva existencia.

Hay otro género de sufrimiento: el que es experimentado por los Espíritus malos, por los más perversos. Éstos, inaccesibles a la vergüenza y al remordimiento, no experimentan los tormentos; entretanto, sus sufrimientos son aún más vivos, porque al dejarse siempre llevar por el mal, pero impotentes para hacerlo, sufren la envidia de ver a los otros más felices o mejores que ellos mismos, como al mismo tiempo sienten rabia de no poder saciar su odio y de no poder entregarse a todas sus malas inclinaciones. ¡Oh, éstos sufren mucho! Pero –como te he dicho–, sólo sufrirán mientras no se mejoren o, en otras palabras, hasta el día en que se mejoren. Frecuentemente ellos no vislumbran ese término; son tan malos, están tan cegados por el mal, que no sospechan de la existencia o la posibilidad de la existencia de un mejor estado de cosas; por consecuencia, no perciben que sus sufrimientos deben acabar un día, y es lo que los endurece en el mal y que agrava sus tormentos. Entretanto, como no pueden huir siempre del destino común que Dios reserva a todas sus criaturas, sin excepción, llega un momento en que finalmente les es necesario seguir el camino común, y ese día está a veces mucho más próximo de lo que se podría suponer al observar la perversidad de ellos. Se ha visto que algunos se convirtieron de repente, y que de repente sus sufrimientos cesaron; sin embargo, todavía les quedan pruebas muy duras a pasar en la Tierra en su próxima reencarnación. Es preciso que se depuren expiando sus faltas, y en definitiva esto es justo; pero al menos ellos no temen más perder el progreso realizado, pues no pueden retrogradar.

He aquí, amigo mío, lo más sucinta y claramente que me fue posible hacerlo, una exposición de la filosofía del Espiritismo, tal cual por lo menos podía hacerlo en una carta. Encontrarás un desarrollo más completo de dicha filosofía, hasta este momento, y muy satisfactorio, en El Libro de los Espíritus, fuente donde yo mismo he extraído aquello que hizo de mí lo que soy.

Pasemos ahora a la práctica.

(Continúa y concluye en el próximo número.)