Discurso del Sr. Allan Kardec
Por ocasión de la renovación del año social, pronunciado en la sesión del 5 de abril de 1861
Señores y estimados compañeros:
En el momento en que nuestra Sociedad comienza su cuarto año, pienso que debemos hacer un agradecimiento especial a los Espíritus buenos que han tenido a bien asistirnos y, en particular, a nuestro Presidente espiritual, cuyos sabios consejos han sabido preservarnos de más de un escollo y cuya protección nos ha hecho superar las dificultades puestas en nuestro camino, indudablemente para colocar a prueba nuestra dedicación y nuestra perspicacia. Debemos reconocer que su benevolencia nunca nos ha faltado y, gracias al buen entendimiento del cual la Sociedad se encuentra ahora animada, Ella ha triunfado sobre la mala voluntad de sus enemigos. Al respecto, permitidme algunas observaciones retrospectivas.
La experiencia nos demostró que había lagunas lamentables en la constitución de la Sociedad, lagunas que abrían la puerta para ciertos abusos; la Sociedad las ha corregido y, desde entonces, sólo ha tenido que congratularse por ello. ¿Realiza Ella el ideal de la perfección? No seríamos espíritas si tuviéramos el orgullo de creerlo; pero cuando la base es buena y el resto sólo depende de la voluntad, es preciso esperar que, con la ayuda de los Espíritus buenos, no nos detengamos en el camino.
Entre las reformas más útiles se debe poner en primera línea la institución de los socios libres, que da un acceso más fácil a los candidatos, lo que permite que se hagan conocer y apreciar antes de su admisión definitiva como miembros titulares. Al participar en los trabajos y en los estudios de la Sociedad, sacan provecho de todo lo que allí se hace; pero como no tienen voz en la parte administrativa, en ningún caso pueden comprometer la responsabilidad de la Sociedad. Viene a continuación la medida que ha tenido por objeto restringir el número de asistentes y de cercar con más dificultades, por una selección más severa, su admisión a las sesiones. Después, la decisión que prohíbe la lectura de toda comunicación obtenida fuera de la Sociedad, antes de que se tenga conocimiento previo de la misma y de que dicha lectura haya sido autorizada; en fin, son medidas que protegen a la Sociedad de cualquiera que pudiese traerle perturbación o que intentara imponer su voluntad.
Hay también otras que sería superfluo recordar, cuya utilidad no es menor y cuyos felices resultados estamos en condiciones de apreciar a cada día. Pero si ese estado de cosas es comprendido en el seno de la Sociedad, lo mismo no sucede afuera, donde –no lo ignoramos– no tenemos solamente amigos. Se nos critica varios puntos, y aunque no tenemos por qué preocuparnos, ya que el orden de la Sociedad sólo interesa a nosotros, no es quizá inútil dar una mirada sobre aquello que se nos reprocha, porque, en definitiva, si esos reproches tuvieren fundamento, deberíamos sacar provecho de los mismos.
Ciertas personas critican la severa restricción impuesta a la admisión de los asistentes; dicen que, si queremos hacer prosélitos, es necesario esclarecer al público y, para esto, abrirle las puertas de nuestras sesiones y autorizar todas las preguntas y todas las interpelaciones; que si sólo admitimos a personas creyentes, no tendremos gran mérito en convencerlas. Ese razonamiento es falaz, y si, al abrir nuestras puertas al primero que llegue, el supuesto resultado fuese alcanzado, ciertamente estaríamos equivocados en no hacerlo; pero como ocurriría lo contrario, no lo hacemos.
Además, sería una pena que la propagación de la Doctrina estuviera subordinada a la publicidad de nuestras sesiones; por más numeroso que fuese el auditorio, sería siempre muy restricto, imperceptible, comparado con la masa de la población. Por otro lado, sabemos por experiencia que la verdadera convicción sólo se adquiere a través del estudio, de la reflexión y de una observación constante, y no por asistir a una o dos sesiones, por más interesantes que sean; y esto es tan verdadero, que el número de aquellos que creen sin haber visto nada, pero que han estudiado y comprendido, es inmenso. Sin duda, el deseo de ver es muy natural y estamos lejos de reprobarlo, pero queremos que se vea en condiciones provechosas; he aquí por qué decimos: Estudiad primero y veréis después, porque comprenderéis mejor.
Si los incrédulos reflexionasen sobre esta condición, ante todo verían en ella la garantía de nuestra buena fe y, después, la fuerza de la Doctrina. Lo que más teme el charlatanismo es ser desenmascarado; él fascina a los ojos y no es lo bastante tonto como para dirigirse a la inteligencia, que descubriría fácilmente lo que esconde. Al contrario, el Espiritismo no admite una confianza ciega; Él quiere ser claro en todo; quiere que todo se comprenda y que se den cuenta de todo. Por lo tanto, cuando recomendamos estudiar y meditar, pedimos el concurso de la razón, demostrando así que la ciencia espírita no teme el examen, puesto que antes de creer tenemos la obligación de comprender.
Nuestras sesiones, al no ser sesiones de demostración, su publicidad no alcanzaría su objetivo y tendría graves inconvenientes; con un público sin selección, que trae más curiosidad que verdadero deseo de instruirse y, aun más, con ganas de criticar y de burlarse, sería imposible tener el recogimiento indispensable para toda manifestación seria. Una controversia más o menos malévola y, en la mayor parte del tiempo, basada en la ignorancia de los principios más elementales de la ciencia espírita, acarrearía perpetuos conflictos en los que la dignidad podría ser comprometida. Ahora bien, lo que nosotros queremos es que, al salir de nuestra Casa, si los asistentes no se llevan la convicción, que lleven de la Sociedad la idea de una asamblea grave, seria, que se respeta y sabe hacerse respetar, que discute con calma y moderación, que examina con cuidado, que profundiza todo con los ojos del observador concienzudo que busca esclarecerse, y no con la ligereza del simple curioso. Señores, creedlo bien: esa opinión hace más por la propaganda que si los oyentes salieran con el único pensamiento de haber satisfecho su curiosidad, porque la impresión que resulta de las sesiones los lleva a reflexionar, mientras que en el caso contrario estarían más dispuestos a reírse que a creer.
He dicho que nuestras sesiones no son sesiones de demostración, pero si algún día las hiciéramos de ese género, para uso de los principiantes a los que se tratase de instruir y de convencer, todo transcurriría con la misma seriedad y recogimiento que en nuestras sesiones ordinarias; la controversia se establecería con orden, de un modo instructivo y no tumultuoso, y cualquiera que se permitiese una palabra fuera de lugar sería excluido. Entonces, la atención sería constante y la propia discusión sería provechosa para todos; es probablemente lo que haremos un día. Se nos preguntará, sin duda, por qué no lo hemos hecho antes en el interés de la divulgación de la ciencia espírita; la razón es sencilla: es que hemos querido proceder con prudencia y no como los inconsecuentes, más impacientes que reflexivos; antes de instruir a los otros, hemos querido instruirnos a nosotros mismos. Queremos apoyar nuestra enseñanza sobre un imponente conjunto de hechos y de observaciones, y no sobre algunas experiencias incoherentes, observadas a la ligera y superficialmente. En sus comienzos, toda Ciencia encuentra forzosamente hechos que, a primera vista, parecen contradictorios, y que sólo un estudio completo y minucioso puede demostrar su conexión; es la ley común de esos hechos que hemos querido buscar, a fin de presentar un conjunto tan completo y tan satisfactorio como posible, sin dejar el más mínimo motivo de contradicción. Con este objetivo recogemos los hechos, los examinamos, los escrutamos en todos sus detalles, los comentamos, los discutimos fríamente, sin entusiasmo, y es así que hemos llegado a descubrir el admirable encadenamiento que existe en todas las partes de esta inmensa ciencia, que toca a los más graves intereses de la humanidad. Señores, tal ha sido –hasta el presente– el objeto de nuestros trabajos, objeto perfectamente caracterizado por el simple título que hemos adoptado: Sociedad de Estudios Espíritas. Nos reunimos con el objetivo de esclarecernos y no de distraernos; al no buscar divertirnos de modo algún, no queremos divertir a los otros: he aquí por qué nos interesa tener sólo asistentes serios, y no curiosos que creerían encontrar aquí un espectáculo. El Espiritismo es una ciencia y, como toda ciencia, no se lo puede aprender jugando; además, tomar a las almas de los que han partido como asunto de distracción, sería faltarles el respeto que merecen; especular sobre su presencia y su intervención, sería una impiedad y una profanación.
Estas reflexiones responden a las críticas que algunas personas nos han dirigido: de volver a hechos conocidos y de no buscar constantemente las novedades. En el punto en que estamos, es difícil que, a medida que avanzamos, los hechos que se producen no giren más o menos en el mismo círculo; pero esas personas se olvidan que puntos tan importantes como los que tocan el futuro del hombre, solamente pueden llegar al estado de verdad absoluta después de un gran número de observaciones. Habría liviandad en formular una ley en base a algunos ejemplos. El hombre serio y prudente es más circunspecto: no sólo quiere ver todo, sino ver mucho y varias veces; he aquí por qué no retrocedemos ante la monotonía de las repeticiones, porque de las mismas resaltan confirmaciones y frecuentemente matices instructivos, y si en ellas descubriéramos hechos contradictorios, investigaríamos la causa. No tenemos ninguna prisa en pronunciarnos sobre los primeros datos, necesariamente incompletos; antes de la recolección, esperamos que los frutos estén maduros. Si hemos avanzado menos de lo que algunos hubieran deseado en su impaciencia, hemos caminado con más seguridad, sin perdernos en el laberinto de los sistemas; quizá sepamos menos cosas, pero sabemos mejor, lo que es preferible, y podemos afirmar lo que sabemos con plena base en la experiencia.
Por lo demás, señores, no creáis que la opinión de aquellos que critican la organización de la Sociedad sea la de los verdaderos amigos del Espiritismo; no, es la de sus enemigos, que están contrariados al ver que la Sociedad prosigue su camino con calma y dignidad a través de las emboscadas que le han sido tendidas y que aún le tienden; lamentan que el acceso a Ella sea difícil, porque les encantaría venir a sembrar la confusión. Es con este objetivo que también la critican, por limitar el círculo de sus trabajos, alegando que sólo se ocupa con cosas insignificantes y sin alcance, porque se abstiene de tratar de cuestiones políticas y religiosas; desearían verla entrar en la controversia dogmática; ahora bien, es precisamente eso que los delata. Prudentemente, la Sociedad ha sabido protegerse en un círculo inatacable a la malevolencia; provocando su amor propio, desearían arrastrarla a una vía peligrosa, pero Ella no se dejará llevar. Al ocuparse exclusivamente de las cuestiones que interesan a la ciencia, y que no pueden hacer sombra a nadie, la Sociedad se ha puesto al abrigo de los ataques y así debe permanecer; por su prudencia, su moderación y su sensatez ha merecido la estima de los verdaderos espíritas, y su influencia se extiende hasta países distantes, de donde se aspira al honor de hacer parte de la misma. Ahora bien, este homenaje que le es prestado por personas que sólo la conocen por su nombre, por sus trabajos y por la consideración que ha conquistado, le es cien veces más valioso que la adhesión de los imprudentes demasiado apresurados o de los malévolos que desearían arrastrarla a su ruina, y a quienes les encantaría verla comprometerse. Mientras yo tenga el honor de dirigir a la Sociedad, todos mis esfuerzos tenderán a mantenerla en este camino; si algún día Ella saliese de esta vía, yo la dejaría en el mismo instante, porque a ningún precio desearía asumir esa responsabilidad.
Señores, además sabéis por cuáles vicisitudes ha pasado la Sociedad; todo lo que ha sucedido antes y después ha sido anunciado, y todo se ha cumplido como había sido previsto; sus enemigos querían su ruina; los Espíritus, que sabían de su utilidad, deseaban su conservación, y Ella se ha mantenido y se mantendrá mientras sea necesaria a sus objetivos. Si vosotros hubierais observado –como yo he podido hacerlo– las cosas en sus mínimos detalles, no ignoraríais la intervención de un poder superior, porque éste es patente para mí, y comprenderíais que todo ha sido para mejor y en interés de su propia conservación. Pero vendrá el tiempo en que no será más indispensable, como sí lo es actualmente; entonces veremos qué tendremos que hacer, porque la marcha está trazada teniendo en cuenta todas las eventualidades.
Los enemigos más peligrosos de la Sociedad no son los de afuera, ya que podemos cerrarles nuestras puertas y nuestros oídos; a los que más se les debe temer son a los enemigos invisibles, que podrían infiltrarse aquí a pesar nuestro. Nos corresponde probarles –como ya lo hemos hecho– que perderían su tiempo si intentasen imponerse a nosotros. Sabemos que su táctica es la de buscar sembrar la desunión, provocar la discordia, inspirar los celos, la desconfianza y las pueriles susceptibilidades que engendran la malquerencia. Opongámosles el baluarte de la caridad, de la benevolencia mutua, y seremos invulnerables, tanto a sus malignas influencias ocultas como a las diatribas de nuestros adversarios encarnados, que se ocupan más de nosotros que nosotros de ellos. Haciendo justicia podemos decir, sin amor propio, que nunca el nombre de ellos ha sido aquí pronunciado, ya sea por un sentimiento de cortesía o porque tenemos que ocuparnos de cosas más útiles. No obligamos a nadie a que venga a nosotros; recibimos con placer y solicitud a las personas sinceras y de buena voluntad, seriamente deseosas de esclarecerse, y de éstas encontramos muchas para no perder nuestro tiempo corriendo atrás de aquellos que nos dan la espalda por motivos fútiles de amor propio o de envidia. Éstos no pueden ser considerados como verdaderos espíritas, a pesar de las apariencias; tal vez sean espíritas que creen en los hechos, pero seguramente no son espíritas que creen en las consecuencias morales de los hechos, porque de lo contrario mostrarían más abnegación, indulgencia, moderación y menos presunción en su infalibilidad. Buscarlos sería incluso prestarles un mal servicio, porque sería hacerles creer que son importantes y que no podemos prescindir de ellos. En cuanto a los que nos denigren, tampoco debemos preocuparnos con ellos; hombres que valen cien veces más que nosotros han sido denigrados y ridiculizados: no podríamos tener privilegio al respecto. Nos cabe probar a través de nuestros actos que sus diatribas han errado el blanco, y que las armas de las cuales se sirven se volverán en su contra.
Después de haber agradecido, al comienzo, a los Espíritus que nos asisten, no debemos olvidar a sus intérpretes, algunos de los cuales nos dan su concurso con un esmero y una complacencia que nunca son desmentidos; en cambio, solamente podemos ofrecerles un pequeño testimonio de nuestra satisfacción; pero el mundo de los Espíritus los espera, y allá todos los sacrificios son altamente contados, en razón del desinterés, de la humildad y de la abnegación demostrados.
En resumen, señores, durante el año que acaba de pasar nuestros trabajos han transcurrido con una perfecta regularidad y nada los ha interrumpido. Numerosos hechos del más alto interés han sido relatados, explicados y comentados; cuestiones muy importantes han sido resueltas; todos los ejemplos que han pasado bajo nuestros ojos a través de las evocaciones y todas las investigaciones a las que nos hemos entregado han venido a confirmar los principios de la ciencia y a fortalecernos en nuestras creencias; numerosas comunicaciones de una indiscutible superioridad han sido obtenidas por varios médiums; desde el interior del país y desde el exterior nos han enviado comunicaciones muy notables, lo que prueba no sólo cuánto el Espiritismo se expande, sino también bajo qué punto de vista grave y serio Él es ahora considerado en todas partes. Sin duda, éste es un resultado del que debemos estar felices; pero hay otro no menos satisfactorio y que, además, es una consecuencia de lo que había sido predicho desde el origen: es la unidad que se establece en la teoría de la Doctrina a medida que se la estudia y que se la comprende mejor. En todas las comunicaciones que nos llegan desde afuera, encontramos la confirmación de los principios que nos son enseñados por los Espíritus, y como las personas que los obtienen son desconocidas para nosotros en su mayoría, no se puede decir que ellas sufran nuestra influencia.
El propio principio de la reencarnación, que inicialmente había encontrado más contradictores porque no era comprendido, hoy es aceptado por la fuerza de la evidencia y porque toda persona que piensa en él lo reconoce como la única solución posible de los mayores problemas de la filosofía moral y religiosa. Sin la reencarnación somos detenidos a cada paso; todo es caos y confusión. Con la reencarnación todo se esclarece, todo se explica de la manera más racional; si todavía encuentra algunos adversarios más sistemáticos que lógicos, el número de ellos es muy restricto. Ahora bien, ¿quién la ha inventado? Con toda seguridad que no habéis sido ni vosotros ni yo; la misma nos ha sido enseñada y nosotros la hemos aceptado: he aquí todo lo que hemos hecho. De todos los sistemas que han surgido en el principio, muy pocos sobreviven hoy, y se puede decir que sus raros partidarios están sobre todo entre las personas que juzgan a primera vista, y frecuentemente según ideas preconcebidas o prejuicios; pero ahora es evidente que quienquiera que se tome el trabajo de profundizar todas las cuestiones y de juzgar fríamente, sin prevención y sobre todo sin hostilidad sistemática, es invenciblemente llevado, tanto por el razonamiento como por los hechos, a la teoría fundamental que hoy prevalece –se puede decir– en todos los países del mundo.
Señores, ciertamente la Sociedad no ha hecho todo para obtener ese resultado; pero creo que, sin vanidad, Ella puede reivindicar una pequeña parte; su influencia moral es mayor de lo que se cree, exactamente porque nunca se ha desviado de la línea de moderación que se ha trazado. Se sabe que la Sociedad se ocupa exclusivamente de sus estudios, sin dejarse desviar por las pasiones mezquinas que se agitan a su alrededor; que lo hace seriamente, como debe hacerlo toda asamblea científica; que prosigue en su objetivo, sin mezclarse en ninguna intriga, sin tirar piedras a nadie e incluso sin recoger aquellas que le arrojan. Sin duda alguna, he aquí la causa principal del crédito y de la consideración que la Sociedad disfruta y de los que, con justicia, puede sentirse orgullosa, y que da un cierto peso a su opinión. Señores, continuemos con nuestros esfuerzos, con nuestra prudencia y con el ejemplo de unión que debe existir entre los verdaderos espíritas, mostrando con esto que los principios que profesamos no son para nosotros una letra muerta, y que predicamos ya sea con el ejemplo como con la teoría. Si nuestras doctrinas encuentran ecos tan numerosos, es que por lo visto se las considera más racionales que otras; dudo que sucediese lo mismo si hubiéramos profesado la doctrina de la intervención exclusiva del diablo y de los demonios en las manifestaciones espíritas, doctrina hoy completamente ridícula, que provoca más curiosidad que miedo, a no ser en algunas personas timoratas, que pronto reconocerán su futilidad.
La Doctrina Espírita, tal como hoy es profesada, tiene una amplitud que le permite abarcar todas las cuestiones de orden moral: Ella satisface a todas las aspiraciones y –podemos decirlo– a la razón más exigente, para cualquiera que se tome el trabajo de estudiarla y no esté dominado por las ideas preconcebidas. La Doctrina no tiene las mezquinas restricciones de ciertas filosofías; amplía hasta el infinito el círculo de las ideas, y ninguna es capaz de elevar más alto el pensamiento y de liberar al hombre de la estrecha esfera del egoísmo en la cual intentaron confinarlo. En fin, Ella se apoya en los inmutables principios fundamentales de la religión, de la cual es su patente demostración. Sin ninguna duda, he aquí lo que le hace conquistar a tan numerosos adeptos entre las personas esclarecidas de todos los países, y lo que la hará prevalecer en un tiempo más o menos próximo, y esto a pesar de sus adversarios, que en su mayoría se oponen más por interés que por convicción. Su marcha progresiva tan rápida, desde que ha entrado en la vía filosófica seria, es para nosotros una garantía del futuro que le está reservado y que –como lo sabéis– está anunciado en todas partes. Por lo tanto, dejemos que sus enemigos digan y hagan lo que quieran: ellos no pueden hacer nada contra la voluntad de Dios, porque nada sucede sin su permiso; y como decía hace poco tiempo un eclesiástico esclarecido: Si esas cosas tienen lugar, es porque Dios lo permite para reavivar la fe que se extingue en las tinieblas del materialismo.