Revista Espírita Periódico de Estudios Psicológicos - 1861

Allan Kardec

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La cabeza de Garibaldi

Le Siècle del 4 de febrero contiene una carta del Dr. Riboli, que ha ido a Caprera para examinar la cabeza de Garibaldi desde el punto de vista frenológico. No es de nuestra incumbencia apreciar la opinión del doctor, y menos aún el personaje político; pero la lectura de esta carta nos ha proporcionado algunas reflexiones que, naturalmente, aquí encuentran su lugar.

El Dr. Riboli cree que la organización cerebral de Garibaldi corresponde perfectamente a todas las eminentes facultades morales e intelectuales que lo distinguen, y agrega:

«Podréis sonreír de mi fanatismo, pero puedo aseguraros que los momentos que pasé examinando esa notable cabeza fueron los más felices de mi vida. Estimado amigo, he visto a ese gran hombre atender como un niño a todo lo que yo le pedía; esa cabeza, que contiene todo un mundo, yo la he tenido en mis manos durante más de veinte minutos, sintiendo que resaltaban a cada instante bajo mis dedos las desigualdades y los contrastes de su genio...

«Garibaldi tiene 1 metro y 64 centímetros de altura. He medido todas sus proporciones: el ancho de la espalda, el largo de los brazos y de las piernas, la cintura; en una palabra, es un hombre bien proporcionado, fuerte y de un temperamento nervioso sanguíneo.

«El volumen de su cabeza es notable; el fenómeno principal es la altura del cráneo, medido desde la oreja hasta lo alto de la cabeza, que es de 20 centímetros. Este predominio particular de toda la parte superior de la cabeza denota, a primera vista y sin examen previo, una constitución excepcional; el desarrollo del cráneo en su parte superior –sede de los sentimientos– indica la preponderancia de todas las facultades nobles sobre los instintos. En resumen, la craneología de la cabeza de Garibaldi presenta, después de su examen, un fenómeno original de los más raros, pudiéndose decir sin precedentes. La armonía de todos los órganos es perfecta, y la resultante matemática de su conjunto presenta lo siguiente en el más alto grado: la abnegación ante todo y en todas las situaciones; la prudencia y la sangre fría; la austeridad natural de las costumbres; la meditación casi perpetua; la elocuencia grave y exacta; la lealtad dominante; la increíble deferencia con sus amigos, a punto de sufrir con eso; su percepción para con los hombres que lo rodean es, sobre todo, dominante.

«En una palabra, mi querido amigo, sin querer fastidiaros con todas las comparaciones, con todos los contrastes de la causalidad, de la habitabilidad, de la constructividad,[1] de la destructividad, es una cabeza maravillosa, orgánica, sin desfallecimientos, que la Ciencia estudiará y tomará como modelo, etc.»

Toda la carta es escrita con un entusiasmo que denota la más profunda y sincera admiración por el héroe italiano. Sin embargo, queremos realmente creer que las observaciones del autor no hayan sido influidas por ninguna idea preconcebida; pero no es de esto de lo que se trata: aceptamos sus datos frenológicos como exactos y, si no lo fuesen, Garibaldi no sería ni más ni menos de lo que es. Se sabe que los discípulos de Gall forman dos escuelas: la de los materialistas y la de los espiritualistas. Los primeros atribuyen las facultades a los órganos; para ellos los órganos son la causa, y las facultades son el producto, de donde se deduce que fuera de los órganos no hay facultades o, dicho de otro modo, cuando el hombre muere, todo está muerto. Los segundos admiten la independencia de las facultades; las facultades son la causa, y el desarrollo de los órganos es el efecto, de donde se deduce que la destrucción de los órganos no acarrea la aniquilación de las facultades. Nosotros no sabemos a cuál de esas dos escuelas pertenece el autor de la carta, porque su opinión no se revela por ninguna palabra; entretanto, suponiendo por un momento que las observaciones anteriores hayan sido hechas por un frenólogo materialista, preguntamos qué impresión debería él sentir a la idea de que esa cabeza, que contiene todo un mundo, solamente debe su genio al acaso o al capricho de la Naturaleza, que le habría dado una masa cerebral mayor en una zona que en otra. Ahora bien, como el acaso es ciego y no tiene un designio premeditado, podría del mismo modo haber aumentado el volumen de otra circunvolución cerebral y dar así, sin querer, un curso totalmente diferente a sus inclinaciones. Este razonamiento se aplica necesariamente a todos los hombres trascendentes, sea cual fuere su título. ¿Dónde estaría su mérito si lo debiese apenas al desplazamiento de un pequeño pedazo de sustancia cerebral? ¿Puede un simple capricho de la Naturaleza hacer un hombre vulgar en vez de un gran hombre, y un criminal en lugar de un hombre de bien?

Eso no es todo. Considerando hoy esa cabeza poderosa, ¿no hay algo de terrible al pensar que tal vez mañana no quede nada más de ese genio, absolutamente nada, sino la materia inerte que será alimento de los gusanos? Sin hablar de las funestas consecuencias de semejante sistema –en caso de que fuera posible–, diremos que está lleno de contradicciones inexplicables, y que los hechos las demuestran a cada paso. Al contrario, todo se explica a través del sistema espiritualista: las facultades no son el producto de los órganos, sino atributos del alma, cuyos órganos no son más que los instrumentos que sirven para su manifestación. Al ser independiente la facultad, su actividad estimula el desarrollo del órgano, como el ejercicio de un músculo aumenta su volumen. El ser pensante es el ser principal, cuyo cuerpo es sólo un accesorio destructible. Entonces, el talento es un mérito real, porque es fruto del trabajo y no el resultado de una materia más o menos abundante. Con el sistema materialista, el trabajo, con la ayuda del cual se adquiere el talento, es enteramente perdido con la muerte, que a menudo no deja tiempo para disfrutarlo. Con el alma, el trabajo tiene su razón de ser, porque todo lo que el alma adquiere sirve para su desarrollo; uno trabaja para el ser inmortal, y no para un cuerpo que quizá tenga solamente algunas horas de vida.

Entretanto, dirán que el genio no se adquiere, que es innato; es cierto; pero entonces, ¿por qué dos hombres nacidos en las mismas condiciones son tan diferentes desde el punto de vista intelectual? ¿Por qué Dios habría favorecido a uno más que al otro? ¿Por qué Él habría dado a uno los medios para progresar, negándolos al otro? ¿Cuál es el sistema filosófico que ha resuelto este problema? Únicamente la doctrina de la preexistencia del alma puede explicarlo: el hombre de genio ya ha vivido, ha hecho adquisiciones, ha conquistado experiencias y, por esta razón, tiene más derecho a nuestro respeto de que si debiese su superioridad a un favor no justificado de la Providencia, o a un capricho de la Naturaleza. Preferimos creer que el Dr. Riboli ha visto en la cabeza de aquel que –por así decirlo– no tocaba sino con un temor respetuoso, algo más digno de su veneración que una masa de carne, y que no la ha rebajado al papel de una organización mecánica. Uno se acuerda de aquel trapero filósofo que, al mirar un perro muerto en una esquina, decía a sí mismo: ¡He aquí lo que será de nosotros! ¡Pues bien! ¡Todos vosotros que negáis la existencia futura, he aquí a qué reducís a los más grandes genios.

Para mayores detalles sobre la cuestión de La Frenología y la Fisiognomonía, remitimos al artículo publicado en la Revista Espírita del mes de julio de 1860, página 198.


[1] He aquí algunos neologismos que, sin embargo, no son más barbarismos que Espiritismo y periespíritu. [Nota de Allan Kardec.]