Revista Espírita Periódico de Estudios Psicológicos - 1861

Allan Kardec

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Defensa de Lamennais por el vizconde Delaunay
(Médium: Sr. d’Ambel)

Nota – En la conversación que tuvo lugar en la Sociedad sobre las comunicaciones precedentes, el nombre de Madame de Girardin fue pronunciado por ocasión del tema en debate, aunque no haya sido mencionada por los Espíritus interlocutores; es lo que explica el comienzo de la nueva partícipe.

–Señores espíritas: en vuestras últimas sesiones me pusisteis un poco en causa, y creo que me habéis dado el derecho –como se dice en los tribunales– de participar en la discusión del asunto. Ha sido con placer que he escuchado la profunda disertación de Lamennais y la respuesta un poco vivaz del Sr. de Buffon; pero falta una conclusión a este debate. Por lo tanto, intervengo y me erijo en juez de campo, amparada en mi autoridad particular. Además, pedíais a un crítico. Os respondo: aceptad, en fin, mis servicios. Recordad que, cuando encarnada, desempeñé –de manera considerada magistral– ese temible puesto de crítico ejecutivo, y me agrada muchísimo volver a ese terreno tan amado. Ahora bien, había una vez... Pero no, dejemos a un lado las banalidades del género y entremos seriamente en la materia.

Sr. de Buffon: usáis la ironía de una manera graciosa; se ve que procedéis del gran siglo. Pero por más elegante escritor que seáis, un vizconde de mi linaje no tiene miedo de aceptar el desafío y de medirse con vos. ¡Vamos, mi gentilhombre! ¡Fuisteis muy duro con el pobre Lamennais, que habéis tratado como un desclasificado! ¿Es culpa de ese genio extraviado si, después de haber escrito con una mano de maestro ese estudio espléndido que le reprocháis, se haya dirigido hacia otras regiones, hacia otras creencias? Ciertamente, las páginas de Indiferencia en materia de religión serían firmadas con ambas manos por los mejores prosistas de la Iglesia; pero si esas páginas permanecieron de pie, a pesar del sacerdote haber sido derribado, ¿no conocéis la causa de ello, vos que sois tan riguroso? ¡Ah! Observad a Roma, acordaos de sus costumbres disolutas y tendréis la clave de ese súbito cambio de opinión que os ha sorprendido. ¡Bah! ¡Roma está tan lejos de París!

Los filósofos, los investigadores del pensamiento, todos esos incansables estudiosos del yo psicológico, nunca deben ser confundidos con los que aparentan ser escritores; éstos escriben para los placeres del público; aquéllos, para la ciencia profunda. Estos últimos solamente se preocupan con la verdad, mientras que los otros no se jactan de ser lógicos: mantienen la apariencia. En suma, lo que éstos buscan es lo que vos mismo buscabais, mi buen señor, es decir, la fama, la popularidad y el éxito, resumidos en la moneda contante y sonante. Además, salvo esto, vuestra espirituosa respuesta es muy verdadera como para que yo no la aplauda con gusto; sólo que vos hacéis responsable al individuo, mientras que yo responsabilizo al medio social. En fin, tenía que defender a mi contemporáneo que –como bien lo sabéis– no frecuentó fiestas, ni cabarés, ni saloncitos, ni turbas de bajo nivel. Desde lo alto de su mansarda, su única distracción era dar migas de pan a los ruidosos gorriones que venían a visitarlo en su celda de la calle Rívoli (rue de Rivoli); ¡pero su alegría suprema era sentarse ante una mesa coja y escribir al correr de la pluma en las hojas en blanco de un cuaderno de papel!

¡Ah! Ciertamente tuvo razón en lamentarse ese gran Espíritu afligido que, para evitar la mancha de un siglo materialista, desposó a la Iglesia Católica, y que, después de haberla desposado, encontró la mancha en las gradas del altar. ¿La culpa es de él si, lanzado joven entre las manos de los clérigos, no pudo sondar la profundidad del abismo en que lo precipitaban? Sí, él ha tenido razón en expresar sus amargas lamentaciones, como vos decís; ¿no es la imagen viva de una educación mal dirigida y de una vocación impuesta?

¡Sacerdote exclaustrado! ¿Sabéis cuántos burgueses ineptos le han frecuentemente echado en cara esta injuria, porque él ha obedecido a sus convicciones y al deber de conciencia? ¡Ah! Creedme, feliz naturalista: mientras ibais detrás de las mujeres y en cuanto vuestra pluma –célebre por la conquista del caballo– era elogiada por lindas pecadoras y aplaudida por manos perfumadas, ¡él subía penosamente su Gólgota! Porque, así como el Cristo, ¡bebió su cáliz hasta el final y llevó su cruz con dificultad!

Y vos, señor de Buffon, ¿no os exponéis un poco a la crítica? Veamos. ¡Pero vamos! Al igual que vos, vuestro estilo es de una extravagancia presuntuosa y, como vos, ¡todo vestido de oropeles! Mas también, ¡qué intrépido viajero habéis sido! ¿Visitasteis países?... No; ¡bibliotecas desconocidas! ¡Qué infatigable pionero! ¿Habéis explorado florestas?... No; ¡manuscritos inéditos! Reconozco que cubristeis todos vuestros ricos despojos con un barniz brillante, que es realmente vuestro. Pero de todos esos voluminosos tomos, ¿qué hay de seriamente vuestro como estudio, como fondo? ¿La historia del perro, del gato o quizá del caballo? ¡Ah, señor de Buffon! Lamennais ha escrito menos que vos, pero todo es realmente de él: la forma y el fondo. El otro día se os acusaba de haber menospreciado el valor de las obras del buen Bernardin de Saint-Pierre. Os habéis disculpado de manera un poco jesuítica; pero no dijisteis que si le negasteis vitalidad a Pablo y Virginia fue porque, en obra de ese género, aún no estabais en La Gran Scudéri, en El gran Ciro y en el País de Tendre, en fin, en todos esos trastos sentimentales que hoy hacen tan bien a los libreros de ocasión, esos mercaderes de la literatura. ¡Ah, señor de Buffon! Comenzáis a caer mucho en la estima de esos señores, mientras que el utópico Bernardin ha conservado una gran actualidad. ¡La Paz Universal, una utopía! ¡Pablo y Virginia, una utopía! ¡Vamos, vamos! Vuestro juicio ha sido demolido por la opinión pública. No hablemos más de esto.

En verdad, ¡qué le vamos a hacer! Me habéis puesto la pluma en la mano: yo uso y abuso de la misma. Esto os enseñará, estimados espíritas, a preocuparos con una literata jubilada como yo, y a pedir noticias mías. El apreciado Scribe llegó entre nosotros totalmente turbado con sus últimos pseudoéxitos; él quería que nos erigiésemos en Academia: le faltan las palmas verdes; estaba tan feliz en la Tierra, que aún duda en asumir su nueva posición. ¡Bah! Él se consolará al ver la presentación de sus piezas, y por algunas semanas no aparecerá más.

Gérard de Nerval os ha dado recientemente una encantadora fantasía inacabada; este caprichoso Espíritu, ¿la terminará? ¡Quién sabe! Sin embargo, él quería sacar en conclusión que lo verdadero del erudito no era lo verdadero, que lo bello del pintor no era lo bello, y que el coraje del niño fue mal recompensado; Nerval hizo muy bien en seguir las digresiones de su estimada Fantasía.

Vizconde DELAUNAY (Delphine de Girardin)
Nota – Ver más adelante Fantasía, por Gérard de Nerval.