Respuesta
El Sr. Jourdan hace una pregunta, o más bien una objeción, necesariamente motivada por la insuficiencia de sus conocimientos sobre la materia.
«Por lo tanto, no es absolutamente imposible que algunos de esos seres entren accidentalmente en contacto con los hombres; pero lo que nos parece pueril es que sea necesario el concurso material de una mesa, de una tablita o de un médium cualquiera para que dichos contactos se establezcan. Una de dos: o esas comunicaciones son útiles, o son inútiles. Si son útiles, los Espíritus no deben tener necesidad de ser llamados de una manera misteriosa, de ser evocados e interrogados para enseñar a los hombres lo que es importante saber; si son inútiles, ¿por qué recurrir a ellas?» En su libro Un Philosophe du coin du feu, él agrega al respecto: «He aquí un dilema del cual la escuela espírita tendrá dificultad en salir.»
No, ciertamente no tendrá dificultad en salir del mismo porque hace mucho tiempo lo había propuesto y también resuelto, y si no lo hizo el Sr. Jourdan es porque no conoce todo; ahora bien, nosotros creemos que si él hubiera leído El Libro de los Médiums, que trata acerca de la parte práctica y experimental del Espiritismo, habría sabido a qué atenerse sobre el asunto.
Sí, sin duda sería pueril, y esta palabra empleada por cortesía por el Sr. Jourdan es muy suave; decimos que sería ridículo, absurdo e inadmisible que –para relaciones tan serias como las del mundo visible con el mundo invisible– los Espíritus necesitasen, para transmitirnos sus enseñanzas, de un utensilio tan vulgar como una mesa, una cestita o una tablita, porque de esto se deduciría que los que estuviesen privados de dichos accesorios también estarían privados de sus lecciones. No, no es así. Los Espíritus son las almas de los hombres, despojadas de la envoltura grosera del cuerpo, y hay Espíritus desde que hay hombres en el Universo (no decimos en la Tierra); esos Espíritus componen el mundo invisible que puebla los espacios, que nos rodea, en medio del cual vivimos sin sospecharlo, como igualmente vivimos en medio del mundo microscópico sin percibirlo. En todos los tiempos esos Espíritus han ejercido su influencia sobre el mundo visible; en todos los tiempos los buenos y los sabios han ayudado al genio a través de las inspiraciones, mientras que otros se han limitado a guiarnos en los actos comunes de la vida; pero esas inspiraciones, que ocurren por la transmisión de pensamiento a pensamiento, están ocultas y no pueden dejar ningún trazo material. Si el Espíritu quiere manifestarse de una manera ostensible, es necesario que actúe sobre la materia; si quiere que su enseñanza tenga precisión y estabilidad, en vez de tener la vaguedad y la incertidumbre del pensamiento, precisa de señales materiales, y para esto –permítasenos la expresión– se sirve de todo lo que cae en sus manos, desde que esté en condiciones apropiadas a su naturaleza. Si desea escribir se sirve de una pluma o de un lápiz; si quiere dar golpes se sirve de una mesa, de una cacerola o de cualquier objeto, sin que por eso se sienta humillado. ¿Hay algo más común que una pluma de ganso? ¿No es con esto que los mayores genios legan sus obras maestras a la posteridad? Sacadles todo medio para escribir: ¿qué hacen? Piensan; pero sus pensamientos se pierden si nadie los recoge. Supongamos a un literato manco, ¿qué hace para escribir? Tiene un secretario que escribe lo que le dicta. Ahora bien, como los Espíritus no pueden sostener la pluma sin un intermediario, la hacen sostener por alguien que se llama médium, al que inspiran y dirigen. Algunas veces ese médium actúa con conocimiento de causa: es el médium propiamente dicho; otras veces actúa sin conocer la causa que lo solicita: es el caso de todos los hombres inspirados, que así son médiums sin saberlo. Por lo tanto, se ve que la cuestión de las mesas y las tablitas es totalmente accesoria y no la cuestión principal, como lo creen aquellos que no están bien informados; las mismas han sido el preludio de los grandes y poderosos medios de comunicación, como el alfabeto es el preludio de la lectura corriente.
La segunda parte del dilema no es menos fácil de resolver. «Si esas comunicaciones son útiles –dice el Sr. Jourdan–, los Espíritus no deben tener necesidad de ser llamados de una manera misteriosa, de ser evocados (...)».
En primer lugar, digamos que no nos corresponde regular lo que sucede en el mundo de los Espíritus; no nos cabe decir: Las cosas deben o no deben ser de tal o cual manera, porque sería querer regir la obra de Dios. Los Espíritus consienten en iniciarnos en parte en su mundo, pues ese mundo quizá sea el nuestro mañana. Nos cabe tomarlo tal cual es, y si no nos conviene, no será ni más ni menos, porque Dios no lo cambiará para nosotros.
Dicho esto, apresurémonos en decir que nunca hubo evocaciones misteriosas y cabalísticas: todo se hace simplemente, en plena luz y sin fórmulas obligatorias. Los que creen que estas cosas son necesarias ignoran los primeros elementos de la ciencia espírita.
En segundo lugar, si las comunicaciones espíritas sólo pudiesen existir como consecuencia de una evocación, de esto se deduciría que ellas serían el privilegio de los que saben evocar, y que la inmensa mayoría de los que nunca escucharon hablar de eso sería privada de las mismas; ahora bien, ello estaría en contradicción con lo que hemos dicho hace poco sobre las comunicaciones ocultas y espontáneas. Esas comunicaciones son para todo el mundo, para el pequeño como para el grande, para el rico como para el pobre, para el ignorante como para el sabio. Los Espíritus que nos protegen, los parientes y amigos que han desencarnado, no necesitan ser llamados; se encuentran junto a nosotros y, aunque estén invisibles, nos cercan con su solicitud; sólo nuestro pensamiento es suficiente para atraerlos, probándoles nuestro afecto, porque si no pensamos en ellos, es muy natural que ellos no piensen en nosotros.
Entonces preguntaréis: ¿para qué evocar? Helo aquí. Supongamos que estáis en la calle, cercados por una multitud compacta que habla y que conversa en vuestros oídos; pero entre la multitud percibís de lejos a un conocido con quien queréis hablar en particular; ¿qué hacéis si no podéis llegar hasta él? Lo llamáis, y él viene hacia vosotros. Sucede lo mismo con los Espíritus. Al lado de los que estimamos y que quizá no siempre estén allí, hay una innumerable multitud de indiferentes; si queréis hablar con un determinado Espíritu, como no podéis ir hacia él porque estáis retenido por vuestro grillete corporal, lo llamáis y he aquí todo el misterio de la evocación, que no tiene otro objetivo sino el de dirigiros a quien deseáis, en vez de escuchar al primero que llegue. En las comunicaciones ocultas y espontáneas de las que hemos hablado antes, los Espíritus que nos asisten nos son desconocidos; lo hacen sin que lo sepamos. Por medio de las manifestaciones materiales, escritas u otras, ellos revelan su presencia de una manera patente, y pueden darse a conocer si lo quisieren: es un medio de saber con quién estamos tratando y si tenemos a nuestro alrededor a amigos o enemigos. Ahora bien, los enemigos no faltan en el mundo de los Espíritus, como entre los hombres; allá, como acá, los más peligrosos son los que no conocemos; el Espiritismo práctico nos da los medios para conocerlos.
En resumen, quien sólo conoce el Espiritismo por las mesas giratorias se hace de Él una idea tan mezquina y tan pueril como aquel que solamente conoce la Física por ciertos juguetes infantiles; pero cuanto más se avanza, más se amplía el horizonte y sólo entonces es que se comprende su verdadero alcance, porque Él nos revela una de las fuerzas más poderosas de la naturaleza, fuerza que al mismo tiempo actúa en el mundo moral y en el mundo físico. Nadie discute la reacción que ejerce sobre nosotros el medio material, visible o invisible, en el cual estamos inmersos; si estamos en una multitud, esa multitud de seres también actúa sobre nosotros, moral y físicamente. Cuando morimos, nuestras almas van a alguna parte; ¿adónde van? Como para ellas no hay ningún lugar cerrado y circunscripto, el Espiritismo dice y prueba por los hechos que esa parte es el espacio; ellas forman a nuestro alrededor una población innumerable. Ahora bien, ¿cómo admitir que ese medio inteligente tenga menos acción que el medio no inteligente? Ahí está la clave de un gran número de hechos incomprendidos que el hombre interpreta según sus prejuicios y que explota conforme sus pasiones. Cuando esas cosas sean comprendidas por todos, los prejuicios desaparecerán, y el progreso podrá seguir su marcha sin obstáculos. El Espiritismo es una luz que ilumina los más tenebrosos pliegues de la sociedad; por lo tanto, es muy natural que aquellos que temen la luz intenten extinguirla. Pero cuando la luz haya penetrado en todas partes, será preciso que los que busquen la oscuridad se decidan a vivir en la claridad; entonces se verán caer muchas máscaras. Por lo tanto, todo hombre que verdaderamente quiere el progreso no puede permanecer indiferente ante una de las causas que más deben contribuir para él mismo y que prepara una de las mayores revoluciones morales que hasta ahora haya experimentado la humanidad. Como se ve, estamos lejos de las mesas giratorias: la distancia que existe entre este modesto comienzo y sus consecuencias, es la misma que hay entre la manzana de Newton y la gravitación universal.