De lo Sobrenatural
Por el Sr. Guizot
Hemos extraído de la nueva obra del Sr. Guizot:
L’Église et la société chrétienne en 1861, el notable capítulo
De lo Sobrenatural. No es, como se podría creer, un alegato a favor o en contra del Espiritismo, porque de ningún modo aborda la nueva Doctrina; pero como a los ojos de muchas personas el Espiritismo es inseparable de lo sobrenatural –que según unos es una superstición, y según otros una verdad–, es interesante conocer sobre esta cuestión la opinión de un hombre del valor del Sr. Guizot. Hay en ese trabajo observaciones de una indiscutible precisión, pero –según nosotros– también hay grandes errores que son debidos a los puntos de vista que tiene el autor. Al respecto, haremos un profundo examen en nuestro próximo número.
«Todos los ataques de que hoy es objeto el Cristianismo, por más diversos que sean en su naturaleza y en su medida, parten de un mismo punto y tienden a un mismo objetivo: la negación de lo sobrenatural en los destinos del hombre y del mundo, la abolición del elemento sobrenatural en la religión cristiana como en toda religión, en su historia como en sus dogmas.
«Materialistas, panteístas, racionalistas, escépticos, críticos eruditos –unos abiertamente, otros discretamente–, todos piensan y hablan bajo el imperio de la idea de que el mundo y el hombre, la naturaleza moral como la naturaleza física, son gobernadas únicamente por leyes generales, permanentes y necesarias, cuyo curso ninguna voluntad especial ha venido jamás a suspender o a modificar.
«No pienso en discutir aquí plenamente esta cuestión, que es la cuestión fundamental de toda religión; sólo quiero exponer a los adversarios –declarados o velados– de lo sobrenatural dos observaciones o, para ser más exacto, dos hechos que –en mi opinión– lo deciden.
«Toda religión se funda en una natural fe en lo sobrenatural, en un instinto innato de lo sobrenatural. No digo toda idea religiosa, sino toda religión positiva, práctica, poderosa, duradera, popular. En todos los lugares, bajo todos los climas, en todas las épocas de la Historia y en todos los grados de la civilización, el hombre ha llevado consigo ese sentimiento, que yo prefiero llamar de presentimiento, de que el mundo que él ve, el orden en cuyo seno vive, los hechos que se suceden regular y constantemente a su alrededor, no lo son todo. En este vasto conjunto, en vano hace a cada día descubrimientos y conquistas; en vano observa y constata hábilmente las leyes permanentes que lo rigen: su pensamiento no se encierra de modo alguno en este universo, objeto de su ciencia; este espectáculo no es suficiente para su alma; ésta se lanza más allá; busca, vislumbra otra cosa; ella, para el Universo y para sí misma, aspira a otros destinos, a otro Señor.
Ha dicho Voltaire:
Más allá de todos esos cielos reside el Dios de los cielos, y el Dios que está más allá de todos los cielos no es la naturaleza personificada, es lo sobrenatural en persona. Es a Él que las religiones se dirigen; es para poner al hombre en relación con Él que ellas se fundan. Sin la fe instintiva de los hombres en lo sobrenatural, sin su impulso espontáneo e invencible hacia lo sobrenatural, la religión no sería posible.
«De todos los seres de la Tierra, el único que ora es el hombre. Entre sus instintos morales ninguno es más natural, más universal y más invencible que la oración. El niño se dispone a ella con una solícita docilidad. El anciano se ampara en ella como en un refugio contra la decadencia y el aislamiento. La plegaria brota por sí misma de los jóvenes labios que apenas balbucean el nombre de Dios, y de los labios del moribundo que ya no tienen fuerza para pronunciarla. En todos los pueblos, célebres o ignorados, civilizados o bárbaros, se encuentran a cada paso actos y fórmulas de invocación. En todas partes donde viven hombres, en ciertas circunstancias, a ciertas horas y bajo el influjo de ciertas impresiones del alma, los ojos se elevan, las manos se juntan, las rodillas se doblan para implorar o para dar gracias, para adorar o para aplacar. Con alegría o con estremecimiento, públicamente o en lo íntimo de su corazón, es a la oración que el hombre se dirige en último recurso, para llenar el vacío de su alma o para soportar la carga de su destino; es en la plegaria donde busca apoyo en su debilidad –cuando todo le falta–, consuelo en sus dolores y esperanza en sus virtudes.
«Nadie desconoce el valor moral e interior de la oración, independientemente de su eficacia en cuanto a su objeto. Con el solo acto de orar el alma se siente aliviada, se eleva, se apacigua y se fortalece; al volverse hacia Dios, ella experimenta aquel sentimiento de regreso a la salud y al reposo que se derrama en el cuerpo cuando pasa de un ambiente tempestuoso y pesado a una atmósfera serena y pura. Dios viene en ayuda de aquellos que le imploran, antes y sin que sepan si los atenderá.
«¿Los atenderá? ¿Cuál es la eficacia exterior y definitiva de la oración? Aquí está el misterio, el impenetrable misterio de los designios y de la acción de Dios sobre cada uno de nosotros. Lo que sabemos es que, ya sea que obre en nuestra vida exterior o interior, no somos sólo nosotros que disponemos de ella según nuestro pensamiento y nuestra propia voluntad. Todos los nombres que damos a esta parte de nuestro destino que no viene de nosotros mismos: acaso, fortuna, estrella, naturaleza, fatalidad, son otros tantos velos echados sobre nuestra ignorante impiedad. Cuando hablamos así, nos negamos a ver a Dios en donde Él está. Más allá de la estrecha esfera en que se encierran el poder y la acción del hombre, está Dios, que reina y que obra. Hay, en el acto natural y universal de la oración, una fe natural y universal en esa acción permanente y siempre libre, de Dios sobre el hombre y sobre su destino: “Nosotros somos obreros con Dios”, ha dicho san Pablo; obreros con Dios, en la obra de los destinos generales de la humanidad y en la de nuestro propio destino, presente y futuro. He aquí lo que nos hace entrever la oración como el lazo que une el hombre a Dios. Pero ahí se detiene para nosotros la luz: “Los caminos de Dios no son los nuestros”; nosotros caminamos sin conocerlos; creer sin ver y orar sin prever es la condición que Dios ha dado al hombre en este mundo, para todo lo que sobrepase los límites. Es en la conciencia y en la aceptación de este orden sobrenatural que consisten la fe y la vida religiosas.
«Así, el Sr. Edmond Schérer tiene razón cuando duda que “el racionalismo cristiano sea y pueda nunca ser una religión”. ¿Y por qué el Sr. Jules Simon, que se inclina ante Dios con un respeto tan sincero, ha intitulado su libro:
La religión natural? Debería haberlo llamado
Filosofía religiosa. La filosofía sigue y manifiesta algunas de las grandes ideas sobre las cuales se funda la religión; pero, por la naturaleza de sus procedimientos y por los límites de su dominio, jamás fundó y no podría fundar una religión. Propiamente hablando, no hay religión natural, porque desde que abolís lo sobrenatural, la religión también desaparece.
«¿Quién piensa en negar que esa fe instintiva en lo sobrenatural, fuente de la religión, pueda ser y sea también el origen de una infinidad de errores y de supersticiones que, a su vez, es fuente de una infinidad de males? Aquí, como en todo, es de la condición del hombre que el bien y el mal se mezclen incesantemente en sus destinos y en sus obras como en él mismo; pero de esta incurable mezcla no se deduce que nuestros grandes instintos carezcan de sentido y no nos hagan sino desviar cuando nos levantan. Aspirando a esto, sean cuales fueren nuestros desvíos, sigue siendo cierto que lo sobrenatural está en la fe natural del hombre y que es la condición
sine qua non, el verdadero objeto, la propia esencia de la religión.
«He aquí un segundo hecho que considero que merece toda la atención de los adversarios de lo sobrenatural.
«Es reconocido y constatado por la Ciencia que nuestro globo no siempre se ha hallado en el estado en que hoy se encuentra; que en épocas diversas e indeterminadas ha pasado por revoluciones y transformaciones que han cambiado su faz, su régimen físico, su población; que el hombre, en particular, no siempre existió aquí y que, en varios de los estados sucesivos por los cuales este mundo ha pasado, el hombre no podría haber existido.
«¿Cómo apareció? ¿De qué modo y en virtud de qué poder comenzó el género humano en la Tierra?
«De su origen, solamente dos explicaciones pueden haber: o fue producto del propio trabajo íntimo de las fuerzas naturales de la materia, o fue obra de un poder sobrenatural, exterior y superior a la materia. La generación espontánea o la creación: a una de estas dos causas se debe la aparición del hombre en la Tierra.
«Pero admitiendo la generación espontánea –lo que por mi parte no admito de manera alguna–, ese modo de producción no podría ni jamás habría podido producir sino seres niños, en la primera hora y en el primer estado de la vida naciente. Pienso que nunca nadie ha dicho, ni dirá jamás, que en virtud de una generación espontánea, el hombre, es decir, el hombre y la mujer –la pareja humana– hayan podido salir o que salieron un día del seno de la materia completamente formados y crecidos, en plena posesión de su estatura, de su fuerza, de todas sus facultades, como el paganismo griego hizo salir a Minerva del cerebro de Júpiter.
«Sin embargo, es sólo con esta condición que, al aparecer el hombre por primera vez en la Tierra, habría podido vivir en ella, perpetuarse y fundar el género humano. Imaginad al primer hombre naciendo en el estado de primera infancia, viviendo, pero inerte, sin inteligencia, impotente, incapaz de bastarse a sí mismo ni por un momento, trémulo y entre gemidos, ¡sin madre para escucharlo ni alimentarlo! No obstante, únicamente éste es el primer hombre que el sistema de la generación espontánea podría dar.
«Evidentemente el otro origen del género humano es el único admisible, el único posible. Sólo el hecho sobrenatural de la creación explica la primera aparición del hombre en este mundo.
«Por consiguiente, los que negasen y aboliesen lo sobrenatural, abolirían al mismo tiempo toda religión real; y es en vano que triunfan de lo sobrenatural, tan a menudo introducido erróneamente en nuestro mundo y en nuestra historia. Ellos son forzados a detenerse ante la cuna sobrenatural de la humanidad, impotentes para hacer salir de ella al hombre sin la mano de Dios.»
GUIZOT