Revista Espírita Periódico de Estudios Psicológicos - 1861

Allan Kardec

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Epístola de Erasto a los espíritas lioneses

Leída en el banquete del 19 de septiembre de 1861

Es con la más grata emoción que vengo a conversar con vosotros, queridos espíritas del Grupo Lionés. En un medio como el vuestro, donde todas las clases se reúnen, donde todas las condiciones sociales se dan las manos, estoy lleno de ternura y de simpatía, y me siento feliz en poder anunciaros que todos nosotros, que somos los iniciadores del Espiritismo en Francia, asistiremos con mucha alegría a vuestros ágapes fraternales, a los cuales hemos sido invitados por Juan y por Ireneo, vuestros eminentes Guías espirituales. ¡Ah! Estos ágapes despiertan en mi corazón el recuerdo de aquellos en que todos nos reuníamos hace 1800 años, cuando combatíamos las costumbres disolutas del paganismo romano y ya comentábamos las enseñanzas y las parábolas del Hijo del Hombre, ¡muerto en la cruz de la infamia por haber propagado una idea santa! Amigos míos, si el ALTÍSIMO, por efecto de Su misericordia infinita, permitiera que el recuerdo del pasado pudiese irradiar un instante en vuestras memorias entorpecidas, os acordaríais de esa época, ilustrada por los santos mártires de la pléyade lionesa: Sanctus, Alejandro, Atalo, Epipodio, la dulce y valerosa Blandina, el valiente obispo Ireneo, de los cuales muchos de vosotros acompañabais por entonces, aplaudiendo su heroísmo y cantando en loor al Señor; también recordaríais que varios de entre los que me escuchan han regado con su sangre la tierra lionesa, esta tierra fecunda que Euquerio y Gregorio de Tours han llamado: la patria de los mártires. No los nombraré, pero podéis considerar a los que, en vuestros Grupos, desempeñan una misión, un apostolado, ¡como ya habiendo sido mártires de la propagación de la idea igualitaria, enseñada desde lo alto del Gólgota por nuestro Cristo muy amado! Hoy, estimados discípulos, aquel que fue consagrado por san Pablo viene a deciros que vuestra misión es siempre la misma, porque el paganismo romano –siempre de pie, siempre vivaz– aún enlaza al mundo, como la hiedra enlaza al roble. Por lo tanto, debéis difundir entre vuestros hermanos infelices, esclavos de sus pasiones o de las pasiones de los otros, la sana y consoladora Doctrina que mis amigos y yo hemos venido a revelaros a través de nuestros médiums de todos los países. Entretanto, constatamos que los tiempos han progresado, que las costumbres no son más las mismas y que la humanidad ha crecido; porque hoy, si estuvieseis expuestos a las persecuciones, éstas ya no emanarían de un poder tiránico y envidioso, como en el tiempo de la Iglesia primitiva, sino de intereses mancomunados contra la idea y contra vosotros, los apóstoles de la idea.

Yo acabo de pronunciar la palabra igualitaria: creo que es útil detenerme un poco en la misma, porque de ningún modo venimos a predicar, en medio de vosotros, utopías impracticables, pues, al contrario, rechazamos enérgicamente todo lo que parezca vincularse a las prescripciones de un comunismo antisocial; ante todo, somos esencialmente propagadores de la libertad individual, indispensable al desarrollo de los encarnados; por consecuencia, somos enemigos declarados de todo lo que se aproxime a esas legislaciones conventuales que aniquilan brutalmente a los individuos. Aunque me dirija a un auditorio, compuesto en parte por artesanos y proletarios, yo sé que sus conciencias, esclarecidas por las luces de la verdad espírita, ya han rechazado toda comunión con las teorías antisociales dadas en apoyo a la palabra igualdad. Sea como fuere, pienso que es un deber restituir a esta palabra su significado cristiano, tal como lo había explicado Aquel que ha dicho: «Dad al César lo que es del César». ¡Pues bien, espíritas! La igualdad proclamada por el Cristo, y que nosotros mismos profesamos en vuestros Grupos amados, es la igualdad ante la justicia de Dios, es decir, nuestro derecho, según nuestro deber cumplido, de subir en la jerarquía de los Espíritus y de alcanzar un día los mundos avanzados donde reina la perfecta felicidad. Para esto no son tomados en cuenta ni el nacimiento, ni la fortuna: el pobre y el débil consiguen alcanzar dichos mundos, como el rico y el poderoso, porque unos no llevan materialmente más que otros; y como allá nadie compra su lugar ni su perdón con dinero, los derechos son iguales para todos. Igualdad ante Dios: he aquí la verdadera igualdad. No se os preguntará lo que poseísteis, sino el uso que habéis hecho de lo que teníais. Ahora bien, cuanto más hayáis poseído, más largas y más difíciles serán las cuentas que tendréis que prestar de vuestra gestión. Así, por lo tanto, después de vuestras existencias de misiones, de pruebas o de castigos en los parajes terrenos, cada uno de vosotros, conforme sus buenas o malas obras, progresará en la escala de los seres o recomenzará tarde o temprano su existencia, en caso de que se haya desviado. En consecuencia –os lo repito–, al proclamar el dogma sagrado de la igualdad, no venimos a enseñaros que en este mundo debéis ser todos iguales en riquezas, en saber y en felicidad, pero sí que todos lograréis, cuando llegue vuestra hora y según vuestros méritos, la felicidad de los elegidos, compartiéndola con las almas de élite que han cumplido sus deberes. Mis queridos espíritas: he aquí la igualdad a la que tenéis derecho, a la cual os conducirá el Espiritismo emancipador y a la que os invito con todas mis fuerzas. ¿Qué debéis hacer para alcanzarla? Obedecer a estas dos sublimes palabras: amor y caridad, que resumen admirablemente la ley y los profetas. ¡Amor y caridad! ¡Ah! El que cumpla, según su conciencia, las prescripciones de esta máxima divina, por cierto subirá rápidamente los peldaños de la escalera de Jacob, y pronto llegará a las esferas elevadas, de donde podrá adorar, contemplar y comprender la majestad del Eterno.

No sabéis cuán grato y agradable es para nosotros presidir vuestro banquete, donde el rico y el artesano se codean y se consagran a la fraternidad; donde el judío, el católico y el protestante pueden sentarse a la misma comunión pascual. No imagináis cuán orgulloso me siento en distribuir a cada uno de vosotros los elogios y el aliento que el Espíritu de Verdad, nuestro tan amado Maestro, me ha ordenado otorgar a vuestras piadosas cohortes. A ti, Dijoud, a ti, su digna compañera, y a todos vosotros, abnegados misioneros que esparcís los beneficios del Espiritismo: gracias por vuestro concurso y por vuestra dedicación. Amigos míos, pero debo deciros, nobleza obliga –sobre todo la del corazón–, que seríais muy culpables y reprensibles si en el futuro fallaseis a vuestras santas misiones; pero no fallaréis: tengo como garantía el bien que habéis hecho y el que os queda por hacer. Mas es a vosotros, estimados hermanos míos de la labor cotidiana, que reservo mis más sinceras felicitaciones, porque bien sé que subís penosamente vuestro Gólgota, llevando, como el Cristo, vuestra cruz dolorosa. ¿Qué más yo podría decir de elogioso para vosotros que recordar el coraje y la resignación con los que soportáis los desastres inauditos que la lucha fratricida, pero necesaria, de las dos Américas engendra en vuestro medio? ¡Ah! Nadie puede negar que la benéfica influencia del Espiritismo ya se hace sentir; la misma ha penetrado, con esperanza y con fe, en el ambiente de los talleres. Cuando recordamos las épocas del último reinado, en que, tan pronto como faltaba el trabajo, los obreros bajaban de la colina de Croix-Rousse hacia los Terreaux en grupos tumultuosos, haciendo presagiar motines, cuya represión era terrible, debemos agradecer a Dios la Nueva Revelación. En efecto, según esa imagen vulgar de la que se sirven en su lenguaje pintoresco, a menudo ocurre danser devant le buffet; entonces ellos dicen, apretándose el cinturón: ¡Bah! ¡¡¡Comeremos mañana!!! Bien sé que la caridad pública y particular se las ingenian y se esfuerzan; pero no es en eso que está el verdadero remedio. La humanidad necesita algo mejor; por ello, si el Cristianismo ha preconizado la igualdad y las leyes igualitarias, el Espiritismo alberga en sus flancos la fraternidad y sus leyes, obra grandiosa y duradera que los futuros siglos han de bendecir. Amigos míos, recordad que el Cristo eligió a sus apóstoles entre los últimos de los hombres, y que estos últimos –más fuertes que los Césares– han conquistado el mundo con la idea cristiana. Por lo tanto, os incumbe a vosotros la obra santa de esclarecer a vuestros compañeros de los talleres y de propagar nuestra sublime Doctrina, que hace a los hombres tan fuertes en la adversidad, a fin de que el Espíritu del mal y de la revuelta no suscite el odio y la venganza en el corazón de vuestros hermanos que aún no fueron conmovidos por la gracia espírita. Queridos amigos míos: esta obra os pertenece por completo; sé que la realizaréis con el cuidado y la dedicación ofrecidos por la conciencia de un deber a ser cumplido; y un día la Historia, como reconocimiento, ha de inscribir en sus anales que los obreros de Lyon, esclarecidos por el Espiritismo, merecieron mucho de la Patria en 1861 y en 1862, por el coraje y la resignación con los que soportaron las tristes consecuencias de las luchas esclavistas entre los Estados desunidos de América. ¡Qué importa, hijos míos! Estos tiempos de luchas y de pruebas son tiempos bendecidos por Dios, enviados para desenvolver el coraje, la paciencia y la energía; para apresurar el adelanto y el perfeccionamiento del orbe terrestre y de los Espíritus que están aprisionados en los lazos carnales de la materia. ¡Id, ahora! La trinchera está abierta en el Viejo Mundo, y sobre sus ruinas aclamaréis la Era Espírita de la fraternidad, que os muestra el objetivo y el fin de las miserias humanas, consolando y fortaleciendo vuestros corazones contra la adversidad y la lucha; confundiréis a los incrédulos y a los impíos, y agradeceréis a Dios la parte de infortunios y de pruebas que os toca, porque éstas os aproximan de la felicidad eterna.

Me resta daros algunos consejos que a menudo vuestros habituales guías ya os dieron, pero que mi posición personal y la circunstancia actual recomiendan que os recuerde nuevamente. Mis buenos amigos: me dirijo aquí a todos los espíritas y a todos los Grupos, a fin de que ninguna escisión, ninguna disidencia y ningún cisma surjan entre vosotros, sino que, al contrario, una creencia solidaria os anime y os reúna a todos, porque esto es necesario para el desarrollo de nuestra benefactora Doctrina. Siento como una voluntad que me impulsa a pregonaros la concordia y la unión, porque en esto, como en todas las cosas, la unión hace la fuerza, y necesitáis ser fuertes y unidos para resistir a las tempestades que se aproximan. Y no solamente tenéis necesidad de estar unidos entre vosotros, sino también con vuestros hermanos de todos los países; es por eso que os exhorto a seguir el ejemplo que os han dado los espíritas de Burdeos, de los cuales todos sus Grupos particulares forman los satélites de un Grupo Central, que ha solicitado entrar en comunión con la Sociedad Iniciadora de París, la cual ha sido la primera que ha recibido los elementos de un cuerpo de doctrina y que ha lanzado las bases serias para los estudios del Espiritismo, que todos nosotros –los espíritas– profesamos en el mundo entero.

Sé que lo que os digo aquí no será perdido; por lo demás, me refiero enteramente a los consejos que ya habéis recibido y que aún recibiréis de vuestros excelentes guías espirituales, que os dirigirán en este camino saludable, porque es preciso que los rayos de luz vayan del centro hacia la periferia y viceversa, a fin de que todos aprovechen y se beneficien de los trabajos de cada uno. Es indiscutible, por cierto, que al someter todos los datos y todas las comunicaciones de los Espíritus al tamiz de la razón y de la lógica, será fácil rechazar el absurdo y el error. Un médium puede ser fascinado; un Grupo puede ser engañado, pero el control severo de los otros Grupos, la ciencia adquirida, la elevada autoridad moral de los jefes de Grupos y las comunicaciones de los principales médiums que reciben un sello de lógica y autenticidad de nuestros mejores Espíritus, harán rápidamente justicia a los dictados mentirosos y astutos emanados de una turba de Espíritus embusteros, imperfectos o malos. Rechazad implacablemente a todos esos Espíritus que dan consejos exclusivos, fomentando la división y el aislamiento. Casi siempre son Espíritus vanidosos y mediocres que tienden a imponerse a los hombres débiles y crédulos, cubriéndolos de elogios exagerados para fascinarlos y mantenerlos bajo su dominio. Generalmente son Espíritus ávidos de poder que, como déspotas públicos o privados cuando encarnados, aún quieren tener víctimas para tiranizar después de su muerte. Amigos míos, desconfiad en general de las comunicaciones que tengan un carácter de misticismo y de extrañeza, o que prescriban ceremonias y actos extravagantes; en tales casos hay siempre un motivo legítimo de sospecha. Por otro lado, creed realmente que cuando una verdad debe ser revelada a la Humanidad, es –por así decirlo– instantáneamente comunicada en todos los Grupos serios que tienen médiums serios.

En fin, creo que es bueno repetir aquí que nadie es médium perfecto si está obsesado; la obsesión es uno de los mayores escollos, y hay manifiesta obsesión cuando un médium solamente es apto para recibir comunicaciones de un Espíritu especial, por más alto que éste pretenda considerarse a sí mismo. En consecuencia, todo médium y todo Grupo que se crean privilegiados por las comunicaciones que sólo ellos pueden recibir y que, de ese modo, estén sujetos a prácticas que los expongan a la superstición, se encuentran indudablemente bajo la influencia de una obsesión muy bien caracterizada. Os digo todo esto, amigos míos, porque en el mundo existen médiums fascinados por Espíritus pérfidos. Desenmascararé implacablemente a esos Espíritus si se atreven también a profanar nombres venerables, de los que se apoderan como ladrones y con los cuales se adornan orgullosamente, como lacayos con las ropas de sus señores; me indignaré con ellos sin piedad, si persisten en desviar del camino recto a los cristianos honestos, espíritas dedicados de cuya buena fe han abusado. En una palabra, dejadme repetiros lo que ya he aconsejado a los espíritas parisienses: más vale rechazar diez verdades momentáneamente que admitir una sola mentira, una sola teoría falsa, porque sobre esta teoría y sobre esta mentira podríais edificar todo un sistema que habría de derrumbarse al primer soplo de la verdad, como un monumento construido sobre arena movediza; mientras que si hoy rechazáis ciertas verdades, ciertos principios, porque no os son demostrados con lógica, posteriormente un hecho decisivo o una demostración irrefutable vendrá afirmaros su autenticidad.

A Juan, a Ireneo, a Blandina, así como a todos vuestros Espíritus protectores, incumbe la tarea de os precaver en lo sucesivo contra los falsos profetas de la erraticidad. El gran Espíritu emancipador que preside nuestros trabajos, bajo la mirada del Todopoderoso, ha de proveer a eso, podéis creerme. En cuanto a mí, aunque esté más particularmente vinculado a los Grupos Parisienses, vendré algunas veces a conversar con vosotros y acompañaré siempre con interés vuestros trabajos particulares.

Esperamos mucho de la provincia lionesa y sabemos que no fallaréis, ni unos ni otros, en vuestras respectivas misiones. Recordad que el Cristianismo, traído por las legiones cesaristas, lanzó, hace casi dos mil años, las primeras semillas de la renovación cristiana en Vienne y en Lyon, de donde se propagaron rápidamente hacia la Galia del Norte. Hoy, el progreso debe realizarse en una nueva irradiación, es decir, del Norte hacia el Sur. Por lo tanto, ¡a la obra lioneses! Es necesario que la verdad triunfe, y no es sin una legítima impaciencia que esperamos la hora en que sonará la trompeta de plata que nos anunciará vuestro primer combate y vuestra primera victoria.

Ahora dejadme agradeceros el recogimiento con el cual me habéis escuchado y la simpática acogida que me habéis dado. ¡Que Dios Todopoderoso, Señor de todos nosotros, os conceda su benevolencia y derrame sobre vosotros y sobre su servidor muy humilde los tesoros de su misericordia infinita! ¡Adiós! Lioneses: ¡yo os bendigo!

ERASTO