Papel de los médiums en las comunicaciones (Comunicación obtenida por el Sr. d’Ambel, médium de la Sociedad) Cualquiera que sea la naturaleza de los médiums escribientes, ya sean mecánicos, semimecánicos o simplemente intuitivos, nuestros procedimientos de comunicación con ellos no varían en esencia. En efecto, nos comunicamos con los Espíritus encarnados, como con los Espíritus propiamente dichos, por la simple irradiación de nuestro pensamiento.
Nuestros pensamientos no precisan revestirse de la palabra para que los Espíritus los comprendan, y todos los Espíritus perciben el pensamiento que deseamos transmitirles, por el solo hecho de que lo dirijamos hacia ellos; esto en razón de sus facultades intelectuales, es decir, que determinado pensamiento puede ser comprendido por tal o cual Espíritu, según su adelanto, mientras que para otros no es comprensible, porque ese pensamiento no les despierta ningún recuerdo y ningún conocimiento en el fondo de su corazón o de su cerebro. En este caso, el Espíritu encarnado que nos sirve de médium es más apto para transmitir nuestro pensamiento a otros encarnados –aunque no lo entienda– que un Espíritu desencarnado y poco adelantado, si nos viésemos forzados a emplearlo como intermediario; eso porque el ser terreno pone a nuestra disposición su cuerpo como instrumento, lo que el Espíritu errante no puede hacer.
Así, cuando encontramos a un médium cuyo cerebro está lleno de conocimientos adquiridos en su actual existencia, y su Espíritu es rico en conocimientos anteriores latentes, adecuados para facilitar nuestras comunicaciones, preferimos servirnos de él, porque con su concurso el fenómeno de la comunicación nos resulta mucho más fácil que con un médium de inteligencia limitada y de insuficientes conocimientos anteriores. Vamos a hacernos comprender a través de algunas explicaciones claras y precisas.
Con un médium cuya inteligencia actual o anterior esté desarrollada, nuestro pensamiento se comunica instantáneamente de Espíritu a Espíritu, mediante una facultad inherente a la esencia del propio Espíritu. En este caso encontramos en el cerebro del médium los elementos adecuados para revestir a nuestro pensamiento con las palabras que correspondan a este pensamiento, ya sea el médium intuitivo, semimecánico o totalmente mecánico. Es por eso que, sea cual fuere la diversidad de los Espíritus que se comunican con un médium, los dictados obtenidos por él llevan su sello personal, en cuanto a la forma y al colorido, aunque procedan de Espíritus diversos. Sí, aunque el pensamiento le resulte completamente extraño; a pesar de que el tema salga del ámbito en que se mueve habitualmente, y aunque no provenga de él –de manera alguna– lo que nosotros queremos decir, no por eso el médium deja de influir sobre la forma, por intermedio de las cualidades y de las propiedades inherentes a su individualidad. Es como si observaseis diferentes paisajes con anteojos matizados, verdes, blancos o azules: aunque los paisajes u objetos observados sean completamente opuestos e independientes los unos de los otros, no por ello dejarán de adoptar siempre el matiz que provenga del color de los anteojos. Mejor aún, comparemos a los médiums con esas retortas, llenas de líquidos coloreados y transparentes, que se ven en los laboratorios farmacéuticos; ¡pues bien!, nosotros somos como focos que iluminan ciertos paisajes morales, filosóficos e interiores, a través de médiums azules, verdes o rojos, de tal manera que nuestros rayos luminosos, obligados a pasar a través de cristales más o menos bien labrados, más o menos transparentes, es decir, a través de médiums más o menos inteligentes, no llegan a los objetos que deseamos iluminar sino tomando el matiz o, mejor dicho, la forma propia y particular de cada médium. En fin, para terminar con una última comparación, diremos que nosotros –los Espíritus– somos como compositores de música, que hemos compuesto o que deseamos improvisar un aria y no disponemos sino de un solo instrumento: un piano, un violín, una flauta, un fagot o un simple silbato. Es indiscutible que con el piano, con la flauta o con el violín ejecutaremos nuestro fragmento musical de un modo más comprensible para nuestros oyentes; y aunque los sonidos provenientes del piano, del fagot o del clarinete sean esencialmente diferentes los unos de los otros, no por eso nuestra composición dejará de ser idéntica, excepto por los timbres del sonido. Pero si sólo tenemos a nuestra disposición un simple silbato o un tubo, ahí está para nosotros la dificultad.
En efecto, cuando estamos obligados a servirnos de médiums poco adelantados, nuestro trabajo se vuelve mucho más largo, mucho más penoso, porque nos vemos forzados a recurrir a formas incompletas, lo que para nosotros es una complicación; porque entonces somos obligados a descomponer nuestros pensamientos y a dictar palabra por palabra, letra por letra, lo que nos resulta molesto y agotador, y una traba real para la prontitud y el desarrollo de nuestras manifestaciones.
Por eso nos sentimos felices al encontrar médiums apropiados, bien preparados y provistos de recursos –listos para ser empleados–, en una palabra, buenos instrumentos, porque entonces nuestro periespíritu, al actuar sobre el periespíritu de aquel a quien
mediumnizamos, no tiene más que dar impulso a la mano que nos sirve de portaplumas o de lapicero. En cambio, con los médiums mal preparados, somos forzados a hacer un trabajo análogo al que realizamos cuando nos comunicamos por medio de golpes, es decir, designando letra por letra, palabra por palabra, cada una de las frases que forman la traducción de los pensamientos que deseamos transmitir.
Es por estas razones que, para la divulgación del Espiritismo y para el desarrollo de las facultades medianímicas escribientes, nos dirigimos preferentemente a las clases esclarecidas e instruidas, aunque entre estas clases se encuentren los individuos más incrédulos, los más rebeldes e inmorales. Así como en la actualidad nosotros dejamos a los Espíritus golpeadores y poco adelantados el ejercicio de las comunicaciones tangibles de golpes y de aportes, así también los hombres pocos serios prefieren el espectáculo de los fenómenos que impresionan a sus ojos y sus oídos, en vez de los fenómenos puramente espirituales y psicológicos.
Cuando queremos transmitir dictados espontáneos, actuamos sobre el cerebro, sobre los archivos del médium y preparamos nuestros materiales con los elementos que él nos proporciona, y esto sin que él lo sepa; es como si tomásemos de su bolsillo las diferentes monedas que tuviera y las pusiésemos en el orden que nos pareciera más útil.
Pero cuando es el propio médium quien desea interrogarnos de tal o cual modo, es bueno que reflexione seriamente para que formule las preguntas de una manera metódica, facilitándonos así nuestra tarea de responderle. Porque, como te ha dicho Erasto en una instrucción anterior, vuestro cerebro está a menudo en un intrincado desorden, y es para nosotros tan penoso cuan difícil movernos en el laberinto de vuestros pensamientos. Cuando las preguntas las hace un tercero, es bueno y útil que la serie de cuestiones sea comunicada con antelación al médium, para que éste se identifique con el Espíritu del evocador, y se impregne –por así decirlo– con él; entonces, nosotros mismos tendremos mucha mayor facilidad para contestar, debido a la afinidad que existe entre nuestro periespíritu y el del médium que nos sirve de intérprete.
Por cierto que podemos hablar de Matemática a través de un médium que parezca desconocerla por completo; pero frecuentemente el Espíritu de este médium tiene dicho conocimiento en estado latente, es decir, posee un conocimiento que es propio del ser fluídico y no del ser encarnado, porque su cuerpo actual es un instrumento rebelde o contrario a este conocimiento. Sucede lo mismo con la Astronomía, la Poesía, la Medicina y con los diversos idiomas, así como con todos los otros conocimientos inherentes a la especie humana. En fin, todavía tenemos el penoso medio de elaboración usado con los médiums completamente ajenos al tema tratado, que consiste en reunir las letras y las palabras una a una, como se hace en tipografía.
Como ya lo hemos dicho, los Espíritus no precisan revestir su pensamiento, porque lo perciben y lo transmiten por el solo hecho de que existe en ellos. Al contrario, los seres corporales sólo pueden percibir el pensamiento si éste se encuentra revestido. Mientras que vosotros, para percibir un pensamiento –aunque sea mentalmente–, necesitáis letras, palabras, sustantivos, verbos, en suma, frases, para nosotros ninguna forma visible o tangible es necesaria.
ERASTO Y TIMOTEO,
Espíritus protectores de los médiums.
El Hospital General de París (Comunicación obtenida por el Sr. A. Didier, médium de la Sociedad) Una noche de invierno yo seguía por los muelles sombríos, contiguos a Notre-Dame; como bien lo ha dicho un poeta, es el barrio de la desesperación y de la muerte. Ese barrio siempre ha sido, desde la Corte de los Milagros hasta la Morgue, el escondrijo de todas las miserias humanas. Hoy, que todo se desmorona, esos inmensos monumentos de la agonía, que el hombre llama de Hospitales Generales, tal vez se desmoronen también. Yo observaba las luces macilentas que atraviesan esos muros sombríos y me decía: ¡Cuántas muertes desesperadas! ¡Qué fosa común del pensamiento que entierra diariamente a tantos corazones transformados, a tantas inocencias gangrenadas! ¡Ha sido ahí –me decía– que han muerto tantos soñadores, poetas, artistas o sabios! Hay un pequeño puente sobre el río, que se agita pesadamente; es por allí que pasan los que ya no están. Entonces, los muertos entran en otro edificio, en cuya fachada debería escribirse como en la puerta del Infierno:
Abandonad toda esperanza. En efecto, es allá que el cuerpo es cortado para servir a la Ciencia; pero también es allí que la Ciencia roba a la fe el último vestigio de esperanza.
Tomado de tales pensamientos yo había dado algunos pasos, pero el pensamiento va más rápido que nosotros. Fui alcanzado por un joven, pálido y tiritando de frío, que sin ceremonia me pidió fuego para su pipa; era un estudiante de Medicina. Dicho y hecho; yo también fumaba y comencé a conversar con el desconocido; pálido, delgado y cansado por las vigilias, frente ancha y mirada triste, tal era, a primera vista, el aspecto de ese joven. Él parecía pensativo, y yo le transmití mis pensamientos. –Acabo de disecar –dijo él–, pero no encontré más que materia. ¡Ah, Dios mío!, agregó con mucha sangre fría, si queréis libraros de esa extraña enfermedad llamada creencia en la inmortalidad del alma, id a ver todos los días –como yo– deshacerse con tanta uniformidad esa materia a la que llamamos cuerpo; id a ver cómo se extinguen esos cerebros entusiastas, esos corazones generosos o degradados; id a ver si la nada que los sorprende no es la misma para todos. ¡Qué locura creer! –Yo le pregunté su edad. –Tengo 24 años, me dijo; ahora os dejo, porque hace mucho frío.
Entonces, al verlo alejarse, me pregunté: ¿es este el resultado de la Ciencia?
Continuaré.
GÉRARD DE NERVAL
Nota – Algunos días más tarde la Sra. de Costel recibió, en particular, la siguiente comunicación, cuya analogía con la anterior ofrece una particularidad notable.
«Una noche yo seguía por los muelles desiertos; el tiempo estaba bueno y hacía calor. Las estrellas de oro sobresalían en el cielo oscuro; la luna se presentaba con su círculo elegante, y las aguas profundas eran iluminadas como una sonrisa por el claro de luna. Los álamos –guardias silenciosos de la ribera– alzaban sus formas esbeltas, y yo pasaba despacio mirando alternativamente el reflejo de los astros en el agua y el reflejo de Dios en el firmamento. Delante mío caminaba una mujer y, con una curiosidad pueril, yo seguía sus pasos, que parecían ajustar los míos. Caminamos así durante un largo tiempo; cuando llegamos a la fachada del Hospital General de París, que aquí y allí presentaba puntos luminosos, ella se detuvo y, al volverse hacia mí, me dirigió súbitamente la palabra, como si yo fuese su compañero. –Amigo –dijo ella–, ¿crees que los que sufren aquí, sufren más del alma que del cuerpo? ¿O tú crees que el dolor físico extingue la centella divina? –Yo creo, respondí profundamente sorprendido, que para la mayoría de los infelices que a esta hora sufren y agonizan, el dolor físico es la tregua y el olvido de sus miserias habituales. –Te equivocas, amigo, replicó ella sonriendo gravemente; la enfermedad es una suprema angustia para los desheredados de la Tierra, para los pobres, los ignorantes y los abandonados; ella no echa en el olvido sino a los que, semejantes a ti, sufren solamente la nostalgia de los bienes soñados y no conocen más que los dolores idealizados, coronados de violetas. Quise hablar, pero ella me hizo una seña para que hiciese silencio y, levantando su mano blanca hacia el hospital, dijo: –Allí se agitan los infelices que calculan el número de horas que la enfermedad robó a su salario; allí hay mujeres angustiadas que piensan que el cabaré aturde los pesares y que hace que sus maridos olviden el pan de sus hijos; aquí, allá y en todas partes las preocupaciones terrenas oprimen y sofocan el pálido destello de la esperanza, que no puede iluminar a esas almas desoladas. Dios, en su paciente labor, es aún más olvidado por esos infelices, vencidos por el sufrimiento; es que Dios está muy alto y bien lejos, mientras que la miseria está cerca. ¿Qué hacer, entonces, a fin de dar a esos hombres y a esas mujeres la fuerza moral necesaria para que se despojen de su envoltura carnal, no como insectos que se arrastran, sino como criaturas inteligentes, o para que entren menos sombríos y menos desesperados en la batalla de la vida? Tú, soñador; tú, poeta que rimas sonetos a la luna, ¿nunca has pensado en ese formidable problema que sólo dos palabras pueden resolver: caridad y amor?
La mujer parecía crecer, y el estremecimiento de las cosas divinas corría en mí. –Escucha más –continuó ella–, y su gran voz parecía llenar la ciudad con su armonía: Id todos, los poderosos, los ricos, los inteligentes; id a divulgar una noticia maravillosa: decid a los que sufren y que están abandonados, que Dios, su Padre, no está más refugiado en el cielo inaccesible y que Él les envía, para consolarlos y asistirlos, a los Espíritus de aquellos que han partido; que sus padres, sus madres, sus hijos, estando a la cabecera y hablándoles en lengua conocida, les enseñarán que más allá de la tumba brilla una nueva aurora, que disipa –como una nube– los males terrenos. El ángel abrió los ojos de Tobit; que el ángel del amor abra, a su turno, a las almas cerradas de los que sufren sin esperanza. Y al decir esto, la mujer tocó levemente mis párpados y yo vi, a través de los muros del hospital, a los Espíritus, como puras llamas que hacían resplandecer los cuartos desolados. Su unión con la Humanidad se consumaba, y las heridas del alma y del cuerpo eran tratadas y aliviadas con el bálsamo de la esperanza. Legiones de Espíritus, más innumerables y más brillantes que las estrellas, expulsaban delante de ellos –como a vapores impuros– a la desesperación y a la duda. Del aire, de la tierra y del río se escuchaba una sola palabra: amor.
Permanecí un largo tiempo inmóvil y transportado hacia fuera de mí mismo; después las tinieblas invadieron nuevamente la Tierra; el espacio se volvió desierto. Cuando miré a mi alrededor, la mujer no estaba más; un gran estremecimiento me agitó y quedé ajeno a lo que me rodeaba. Desde esa noche me llamaron de soñador y de loco. ¡Oh, qué dulce y sublime locura la que cree en el despertar de la tumba! Pero ¡cómo es desconsoladora y estúpida la locura que muestra a la nada como la única compensación de nuestras miserias, como la única recompensa a las virtudes ocultas y modestas! ¿Quién es aquí el verdadero loco: el que espera o el que desespera?
ALFRED DE MUSSET
Después de la lectura de esta comunicación, Gérard de Nerval dictó espontáneamente la siguiente, a través de otro médium, el Sr. Didier:
«Mi noble amigo Musset terminó por mí: nosotros ya lo habíamos acordado; puesto que la continuación era exactamente la respuesta a la primera parte que dicté, sólo era necesario un estilo diferente e imágenes más consoladoras.»