Auto de fe de Barcelona
(Véase el número de noviembre de 1861)
Los diarios españoles no han sido tan sobrios en reflexiones, sobre este acontecimiento, como los diarios franceses. Sea cual fuere la opinión que se profese con relación a las ideas espíritas, hay en el propio hecho algo tan extraño para el tiempo en que vivimos, que inspira más piedad que cólera contra gente que parece haber dormido durante varios siglos y que despierta sin tener conciencia del camino que la humanidad ha recorrido, creyéndose aún en el punto de partida.
Al respecto, he aquí un extracto del artículo publicado por
Las Novedades, uno de los grandes diarios de Madrid:
«El auto de fe celebrado hace algunos meses en La Coruña, donde se quemó un gran número de libros a la puerta de una iglesia, había producido en nuestro espíritu y en el de todos los hombres de ideas liberales una muy triste impresión. Pero es con una indignación mucho mayor todavía que ha sido recibida en toda España la noticia del segundo auto de fe, ahora celebrado en Barcelona, en esta capital civilizada de Cataluña y en el seno de un pueblo esencialmente liberal, al cual indudablemente se le ha hecho este bárbaro insulto, porque en dicho pueblo se reconocen grandes cualidades.»
Después de relatar los hechos según el diario de Barcelona, Las Novedades agrega:
«He aquí el repugnante espectáculo autorizado por los hombres de la unión liberal, en pleno siglo XIX: una hoguera en La Coruña, otra en Barcelona, y aún muchas otras que no faltarán en otros lugares. Es lo que debía suceder, porque es una consecuencia inmediata del espíritu general que domina el actual estado de cosas, que se refleja en todo. Reacción interna, en lo que atañe a los proyectos de ley que se presentan; reacción externa, al apoyar a todos los gobiernos reaccionarios de Italia –antes y después de su caída–, combatiendo las ideas liberales en todas las ocasiones y buscando por todos lados el apoyo de la reacción, obtenido a costa de las más torpes concesiones.»
Siguen extensas consideraciones acerca de los síntomas y de las consecuencias de este acto, pero que, por su carácter esencialmente político, no son de la incumbencia de nuestra Revista.
El Diario de Barcelona, periódico ultramontano, fue el primero que anunció el auto de fe, al decir: «Los títulos de los libros quemados bastaban para justificar su condenación; la Iglesia está en su derecho y en su deber de hacer respetar su autoridad, cuanto mayor fuere la libertad de prensa, principalmente en los países que gozan de la terrible plaga de la libertad de cultos.»
La Corona, periódico de Barcelona, ha hecho al respecto las siguientes reflexiones:
«Esperábamos que nuestro colega (el Diario), que había dado la noticia, tuviese la bondad de satisfacer la curiosidad del público, seriamente alarmado por semejante acto, increíble en la época en que vivimos; pero fue en vano que hemos esperado sus explicaciones. Desde entonces hemos sido acosados con preguntas sobre este acontecimiento, y en aras de la verdad debemos decir que los amigos del gobierno sufren más dificultades con eso que los que le hacen oposición.
«Con el objetivo de satisfacer la curiosidad tan vivamente aguzada, nos pusimos en busca de la verdad, y tenemos el pesar de decir que el hecho es exacto y que, en efecto, el auto de fe ha sido perpetrado en las siguientes circunstancias:
(Sigue el relato que hemos dado en nuestro último número.)
«Los expedientes usados para llegar a ese resultado no podrían haber sido más rápidos ni más eficaces. Presentaron al control de la Aduana los libros mencionados; respondieron al empleado de la librería que los mismos no podían ser expedidos sin un permiso del señor obispo. El señor obispo estaba ausente; a su regreso, se le presentó un ejemplar de cada obra y, después de leerlas o de haberlas hecho leer por personas de su confianza, acomodándose al juzgamiento de su conciencia, ordenó que los libros fueran lanzados al fuego como siendo inmorales y contrarios a la fe católica. Se reclamó contra semejante sentencia y se solicitó al Gobierno que, ya que no era permitida la circulación de tales libros en España, que por lo menos se le permitiese a su propietario reexpedirlos a su lugar de procedencia; pero inclusive esto fue denegado, con la justificación de que siendo esos libros contrarios a la moral y a la fe católica, el Gobierno no podía consentir que los mismos fuesen pervertir la moral y la religión de otros países. A pesar de ello, el propietario fue obligado a pagar los derechos aduaneros que, por lo expuesto, parece que no deberían haber sido exigidos. Una inmensa multitud asistió al auto de fe, lo que no tiene nada de sorprendente, teniéndose en cuenta la hora y el lugar de la ejecución y, sobre todo, la novedad del espectáculo. Entre los asistentes, el efecto producido fue la estupefacción en unos, la risa en otros y la indignación en la mayoría, a medida que se daban cuenta de lo que ocurría. Palabras de odio salieron de varias bocas; después vinieron las burlas, los dichos jocosos y mordaces por parte de los que ven con extremo placer la ceguera de ciertos hombres; en esto ellos tienen razón, porque vislumbran en esta reacción –digna del tiempo de la Inquisición– el triunfo más rápido de sus ideas. Ellos escarnecían de la ceremonia, para que la misma no aumentase el prestigio de la autoridad que, con tanta complacencia, se presta a exigencias verdaderamente ridículas. Cuando se enfriaron las cenizas de esta nueva hoguera, se observó que las personas que estaban presentes, o las que pasaban en las cercanías –informadas del hecho–, se dirigían hacia el local del auto de fe y recogían allí una parte de las cenizas, a fin de guardarlas.
«Tal es el relato de este acontecimiento, del cual las personas no pueden dejar de comentar cuando se encuentran; unas se indignan, otras se lamentan o se regocijan, según la manera de interpretar las cosas. Los sinceros partidarios de la paz, del principio de autoridad y de la religión se afligen con esas demostraciones reaccionarias, porque comprenden que a las reacciones se suceden las revoluciones, y porque saben que quien siembra vientos, recoge tempestades. Los liberales sinceros se indignan que semejantes espectáculos sean dados al mundo por hombres que no comprenden la religión sin intolerancia, y quieren imponerla como Mahoma imponía El Corán.
«Ahora, haciendo abstracción de la calificación dada a los libros quemados, examinaremos el hecho en sí mismo. ¿Puede la jurisprudencia admitir que un obispo diocesano tenga una autoridad inapelable y pueda impedir la publicación y la circulación de un libro? Dirán que la ley de imprenta determina qué hay que hacer en este caso; pero ¿dice esta ley que los libros, por más perniciosos y malos que sean, deben ser lanzados al fuego a través de ese medio aparatoso? No encontramos en la misma ningún artículo que justifique semejante acto. Además, las obras en cuestión fueron públicamente declaradas. El encargado de expedir los libros los declara en la Aduana, porque podrían estar en la categoría señalada por el artículo 6º; pasarían por la censura diocesana; el gobierno podría prohibir su circulación y la cuestión estaría terminada. Los sacerdotes deberían limitarse a aconsejar a sus fieles a la abstención de tal o cual lectura, en caso de que la juzguen contraria a la moral y a la religión; pero no se les debería conceder un poder absoluto, que los vuelve jueces y verdugos. Nos abstenemos de emitir una opinión sobre el valor de las obras quemadas; lo que vemos es el hecho, sus tendencias y el espíritu que revela. De aquí en adelante, ¿en qué diócesis habrían de abstenerse de usar, si no de abusar, de una facultad que en nuestra opinión el propio Gobierno no tiene, si en Barcelona –en la liberal Barcelona– lo hacen? El absolutismo es muy sagaz: intenta si puede dar un golpe de autoridad en alguna parte; si tiene éxito, se atreve a más. No obstante, esperemos que los esfuerzos del absolutismo sean inútiles y que todas las concesiones que le hagan tengan como resultado desenmascarar el partido que, al repetir escenas como las del último jueves, se precipita cada vez más en el abismo para donde corre ciegamente. Es lo que se espera del efecto producido por este auto de fe de Barcelona.»