«Podríamos limitar aquí el examen de esa
Histoire du Merveilleux, si no tuviésemos que justificar estas severas pero justas apreciaciones. Para comenzar, ¿tenemos necesidad de agregar que aquel que la escribió no cree en la posibilidad de lo sobrenatural? Creemos que no. En su condición de académico supernumerario –cuya situación sólo terminará probablemente al finalizar su existencia–, debido a los poderes que le confiere su título de folletinista científico, él no podía sostener otra tesis sin correr el riesgo de ser colocado en el índex por el ejército de incrédulos, de los cuales está apto para formar parte. Él tampoco cree y, al respecto, su incredulidad está por encima de toda sospecha. Él es del número “de esas mentes eruditas” que, siendo testigos del “imprevisto desbordamiento” por lo maravilloso contemporáneo, no pueden comprender “
semejante desvarío en pleno siglo XIX, con una filosofía avanzada y en medio de ese magnífico movimiento científico que hoy dirige todo hacia lo positivo y lo útil”. –Reconocemos que debe ser penoso para “esas mentes eruditas” ver que la opinión pública se rehúsa así a despojarse de sus viejos prejuicios y persiste en tener otras creencias, diversas de las del positivismo filosófico que, entretanto, son las de todos los animales. Además, ese sinsabor no data solamente de nuestros días. El Sr. Louis Figuier lo confiesa, no sin enfado, cuando pregunta con estupefacción cómo es posible que lo maravilloso haya resistido al siglo XVIII, “el siglo de Voltaire y de la Enciclopedia”, mientras que “los ojos se abren a las luces del buen sentido y de la razón”. ¿Qué hacer entonces? Tan vivaz es esa creencia en lo maravilloso, consagrada por todas las religiones, que ha sido la de todos los tiempos, de todos los pueblos, en todas las latitudes y en todos los continentes, que los librepensadores, satisfechos por haberla agitado por sí y para sí mismos, obrarían sabiamente al abstenerse de aquí en adelante de un proselitismo del cual conocen su revés inevitable.
«Pero el Sr. Louis Figuier no es de esos corazones pusilánimes que se asustan de antemano con la inutilidad de sus esfuerzos. Lleno de confianza y de presunción en su fuerza, se jacta de realizar lo que no consiguieron Voltaire, Diderot, Lamettrie, Dupuis, Volney, Dulaure, Pigault-Lebrun, Dulaurens con
El compadre Mateo de su autoría, los químicos con sus alambiques, los físicos con sus pilas eléctricas, los astrónomos con sus compases, los panteístas con sus sofismas y los bromistas de mal gusto con su escepticismo despreciable, siendo que todos ellos fueron impotentes en lograrlo. Esta vez él se propuso a demostrar de nuevo y triunfalmente que “lo sobrenatural no existe, que nunca ha existido”, y por consecuencia “los prodigios antiguos y contemporáneos pueden ser todos atribuidos a una causa natural”. La tarea es ardua: hasta aquí los más intrépidos han sucumbido a la misma; pero “semejante conclusión, que necesariamente excluiría a todo agente sobrenatural, sería una victoria de la Ciencia sobre el espíritu de superstición, a favor de la razón y de la dignidad humanas”; y esa victoria halagó su ambición –victoria fácil, después de todo–, más fácil de lo que pensábamos, si es que el Sr. Louis Figuier no se equivocó cuando dijo, en su introducción, que “nuestro siglo se preocupa muy poco con materias teológicas y disputas religiosas”. Entonces, ¿para qué ponerse en guerra contra una creencia que no existe? ¿Para qué atacar opiniones teológicas con las cuales nadie se importa? ¿Para qué dar atención a supersticiones religiosas que no nos preocupan más? “Victoria sin peligro, triunfo sin gloria”, ha dicho el poeta, y no conviene tocar muy alto la trompeta de guerra, si uno solamente tiene que luchar contra molinos de viento. ¿Qué queréis? Al escribir eso, el Sr. Louis Figuier se había olvidado de lo que él mismo había escrito anteriormente, cuando confesaba –con vergüenza en la cara– que nuestro siglo, sordo a las lecciones de la Enciclopedia y a las enseñanzas de la prensa laica, se había dejado súbitamente cautivar por lo maravilloso y, más que sus antepasados, creía en lo sobrenatural, aberración incomprensible de la cual él deseaba curarlo. Pero esta contradicción es tan pequeña que quizá no valiese la pena ser señalada: veremos muchas otras, ¡y aún seremos obligados a dejar a un lado otras tantas!
«Así, el Sr. Louis Figuier niega que se produzcan en nuestros días, y que se hayan producido en algún tiempo, manifestaciones sobrenaturales. En materia de milagros, sólo la Ciencia tiene el poder de hacerlos: el poder de Dios nunca ha ido hasta ahí. Aún cuando digamos que Dios no tiene ese poder, tenemos una especie de escrúpulo en traducir incompletamente su pensamiento. ¿Reconoce él a otro dios, más allá del dios naturaleza, tan admirable en su inteligencia ciega, y que hace maravillas sin dudarlo, dios querido de los eruditos, porque es bastante complaciente como para dejarles creer que usurpan diariamente un pedazo de su soberanía? Es una cuestión que no nos permitimos profundizar.
«Mediocremente maravillosa, esa
Histoire du Merveilleux comienza con una introducción que el Sr. Louis Figuier llama de vistazo dado sobre lo sobrenatural en la Antigüedad y en la Edad Media, del cual nada diremos porque tendríamos mucho que decir. Las manifestaciones más importantes son allí desfiguradas bajo el pretexto de resumen, y se concibe que necesitaríamos demasiado tiempo y espacio para restituir la verdadera fisonomía de los miles de hechos que ahí sólo figuran de un modo excesivamente abreviado.
«El edificio es digno del peristilo; esta
Historia de lo Maravilloso, durante esos dos últimos siglos, se abre con el relato del caso Urbain Grandier y las religiosas de Loudun; después son citados la vara adivinatoria, los Camisardos de las Cevenas, los Convulsionarios Jansenistas, Cagliostro, el magnetismo y las mesas giratorias. Ni una palabra sobre la posesión de Louviers, ni acerca de los iluminados, de los Martinistas, del Swedenborgianismo, de los estigmatizados del Tirol, de la notable manifestación de los niños en Suecia, ocurrida hace menos de cincuenta años; apenas dice una palabra sobre los exorcismos del párroco Gassner, y dedica menos de una página insignificante a la vidente de Prevorst. El Sr. Louis Figuier habría hecho mejor si titulase su libro:
Episodios de la Historia de lo Maravilloso en los tiempos modernos, a pesar de que los episodios que ha elegido puedan dar lugar a serias objeciones. Nadie jamás atribuyó a las prestidigitaciones de Cagliostro un significado sobrenatural. Era un hábil aventurero, que poseía algunos secretos curiosos, proezas de las cuales supo hábilmente servirse para deslumbrar a aquellos que quería explotar, siendo que él tenía numerosos cómplices. Cagliostro merece más bien un lugar en la galería de los precursores revolucionarios que en el pandemonio de los hechiceros. Igualmente no vemos qué tiene que ver el magnetismo con esa
Historia de lo Maravilloso, sobre todo desde el punto de vista en que el Sr. Louis Figuier se ha colocado. El magnetismo es de la competencia de la Academia de Medicina y de la Academia de Ciencias, que lo desdeñaron mucho; pero sólo puede interesar al sobrenaturalismo por ocasión de algunas de sus manifestaciones, aquellas que el Sr. Louis Figuier realmente ha dejado a un lado, a fin de reservar el espacio que le ha dedicado al relato de la vida de Mesmer, de las experiencias del marqués de Puységur y del incidente relativo al famoso informe del Dr. Husson. Hace dos años hemos tratado esta importante cuestión, y a ella no volveremos porque repetiríamos lo mismo. También dejaremos a un lado la cuestión de las mesas giratorias, que hemos examinado en la misma época. Sin embargo, habría mucho que decirse sobre la explicación natural y física que el Sr. Louis Figuier pretende dar acerca de esa danza de las mesas y sobre el resultado de sus manifestaciones; pero es necesario saber limitarse. Por lo tanto, dejémoslo que se debata con la
Revista Espiritualista y con la
Revista Espírita, dos revistas publicadas en París por los adeptos de la creencia en la manifestación de los Espíritus, que lo acusan de haber escrito sus conclusiones sin haber escuchado previamente a los testigos y sin haber consultado los documentos del proceso. Una y otra afirman que él nunca ha asistido ni a una única sesión espiritualista y que, a su llegada, se tomó el trabajo de declarar que su opinión ya estaba formada y que nada lo haría cambiar.
«¿Es verdad? No lo sabemos. Todo lo que podemos afirmar es que, después de haber rechazado –con justa razón– la solución del Sr. Babinet, por los
movimientos nacientes e inconscientes, terminó adoptándola por cuenta propia, tan inconsciente que él mismo es de lo que piensa y de lo que escribe. He aquí la prueba: “En esa reunión de personas fijamente ligadas en formar una cadena durante veinte minutos o media hora, con las manos puestas sobre la mesa, sin tener la libertad de distraerse por un instante en atención a la experiencia de la cual hacen parte, el mayor número de las mismas no siente ningún efecto particular. Pero es muy difícil que al menos una de ellas no entre, por un momento, en el estado hipnótico o biológico. [El hipnotismo le da respuestas para todo, como veremos más tarde.] Tal vez ese estado no precise durar más que un segundo para que se realice el fenómeno esperado. Al caer en esa somnolencia nerviosa, el miembro de la cadena,
al no tener más conciencia de sus actos y sin otro pensamiento que no sea el de la idea fija de la rotación de la mesa, imprime el movimiento del mueble
sin saberlo”. ¿Por qué, entonces, no comienza a burlarse de sí mismo, ya que le agradaba burlarse del Sr. Babinet? Eso hubiera sido lógico, sobre todo después de haber anunciado que él venía a resolver el misterio y desde el momento en que tenía en su candil una mecha tan ridícula como la que antes tenía el erudito académico. Pero la lógica está ausente en esta
Historia de lo Maravilloso del Sr. Louis Figuier. ¡Ah! Por más que se pretenda que los ecos hablen, sus esfuerzos sólo consiguen repetir lo que oyen.
«En cuanto a los largos capítulos que él dedica a la vara adivinatoria, y en particular a Jacques Aymar, nos permitimos inicialmente observarle que se equivoca si piensa que ese problema fue suficientemente estudiado por el Sr. Chevreul. Si así lo desea, es una ilusión que él puede dar a ese erudito; pero fuera de la Academia de Ciencias no encontrará a nadie que admita que la teoría del péndulo explorador responda a todas las objeciones. La frase atribuida a Galileo: “¡Y sin embargo se mueve!”, podría aplicarse a la vara adivinatoria. Ella se movió y se mueve, a pesar de los escépticos que niegan el movimiento, porque se rehúsan a ver; los millares de ejemplos que podemos citar –y que el propio Sr. Louis Figuier cita– atestiguan la realidad del fenómeno. ¿Se mueve por un impulso diabólico o espírita, como se diría hoy, o bajo la impresión que recibe de algunos efluvios desconocidos? De buen grado rechazamos toda influencia sobrenatural, aunque pueda ser admitida en ciertos casos. Lo que no nos parece probado, es la no existencia de fluidos desconocidos. El fluido magnético cuenta, entre otros, con numerosos partidarios, cuyas afirmaciones merecen tanta autoridad como las negaciones de sus adversarios. Sea como fuere, la vara adivinatoria ha hecho maravillas que no pueden tener nada de sobrenatural, pero que la Ciencia es incapaz de explicar, ella que además explica muy poco de todas las que vemos producirse a cada día a nuestro alrededor, en la vida de la más pequeña hierba. La modestia es una virtud que le hace falta, y que él haría bien en adquirir.
«Entre otras maravillas, las que hacía Jacques Aymar –del cual acabamos de hablar– merecen ser relatadas con detalles. Entre otros, cierta vez fue llamado a Lyon, al día siguiente de un gran crimen cometido en esta ciudad. Armado con su vara, examinó el sótano, que había sido la escena del crimen, declarando que los asesinos eran tres; después se puso a seguir sus rastros, que lo llevaron a un jardinero cuya casa estaba situada a orillas del Ródano, afirmando Aymar que ellos habían entrado allí y que incluso bebieron una botella de vino. El jardinero declaró que nada de esto había sucedido; pero sus jóvenes hijos, al ser interrogados al respecto, confesaron que tres individuos habían llegado, en ausencia de su padre, y que les habían vendido vino. Entonces Aymar, al retomar el camino –siempre conducido por su vara–, descubrió el local donde embarcaron en el Ródano, entró en un pequeño barco, bajó en todos los lugares en que ellos descendieron y se dirigió al campamento de Sablons, entre Vienne y Saint-Vallier; verificó que se quedaron allí algunos días, continuó en su persecución y, de etapa en etapa, llegó hasta Beaucaire, en plena feria, donde recorrió las calles repletas de gente y donde se detuvo ante la puerta de la prisión, en la cual entró y designó a un pequeño jorobado como siendo uno de los asesinos. A continuación, sus investigaciones le hicieron constatar que los otros se habían dirigido a Nimes; pero las autoridades policiales no quisieron proseguir sus investigaciones. El jorobado, conducido a Lyon, confesó su crimen y fue condenado al suplicio.
«He aquí la hazaña de Jacques Aymar, y hazañas tan sorprendentes como ésta son numerosas en su vida. El Sr. Louis Figuier lo admite en todas sus circunstancias. Además, no podría ser de otro modo, ya que ha sido testimoniado por centenas de testigos, de cuya veracidad no se puede sospechar, “por tres relatos y varias cartas concordantes, escritas por los testigos y por los magistrados, hombres igualmente honorables y desinteresados, y que nadie, en el público contemporáneo, dudó de que podrían haberse mancomunado, lo que realmente era imposible entre ellos”. Pero como incluso no podía ensayar aquí una explicación física, el Sr. Figuier se vio obligado a renunciar a su procedimiento ordinario y entró en un laberinto de suposiciones, más ingeniosas que verosímiles. Él transformó a Jacques Aymar en un agente de policía, de una tal perspicacia, capaz de dejar atrás al Sr. de Sartines o a cualquier otro célebre policía. Junto a él, nuestros más inteligentes jefes de la policía de seguridad no serían más que escolares. Entonces, Figuier supone que Aymar, antes de comenzar sus experiencias con la vara, pasó tres o cuatro horas en Lyon y que tuvo tiempo para recoger informaciones, descubriendo lo que hasta las propias autoridades judiciales ignoraban. Cree que fue a la casa del jardinero porque era presumible que los asesinos hayan embarcado en el Ródano para escaparse más rápidamente; adivinó que habían bebido vino porque deberían estar sedientos; atracó en varios lugares a lo largo de las márgenes de ese río –donde más tarde se supo que realmente ellos habían atracado– porque esos locales habituales de desembarque le eran conocidos; se detuvo en el campamento de Sablons porque era evidente que ellos querían ver el espectáculo de la reunión de las tropas; se dirigió a Beaucaire porque era cierto que deseaban dar allí un gran golpe; en fin, paró a la puerta de la prisión porque era probable que uno de ellos hubiese cometido la torpeza de ser arrestado. “¡He aquí por qué vuestra hija es muda!” –ha dicho Sganarelle; y el Sr. Louis Figuier no dice nada mejor ni diferente. Sobre todo cree que triunfa, porque Jacques Aymar, al haber sido llamado más tarde a París, por los rumores de su fama, allí su perspicacia sufrió fracasos reales, al lado de algunos triunfos también reales. Pero esos eclipses, que entonces le valieron un cierto desagrado, el Sr. Louis Figuier –más que ningún otro– se los recriminó; más que ningún otro, se sintió autorizado en declararlo un impostor, a pesar de saber y de reconocer mejor que nadie, a propósito del magnetismo, que esas especies de experiencias no están a su disposición, dando resultado un día y en otro no. En fin, a esa inconsecuencia, él agrega otra menos disculpable. No contento con acusar a Jacques Aymar de charlatanismo, pronuncia la misma condenación contra casi todos los que se sirven de la vara, cuyos hechos y gestos relata, pero en la discusión dice: “Entre los numerosos adeptos prácticos, sólo un pequeño número tenía mala fe; a pesar de esto, no siempre era así; el mayor número obraba con completa sinceridad. La vara se movía positivamente en sus manos, independientemente de cualquier artificio, y el fenómeno, como hecho, era bien real”. Bien, muy bien, no podía ser mejor: he aquí la verdad. Pero ¿cómo y por qué se movía? Es imposible escapar a esta indiscreta interrogación. Ahora bien, el Sr. Louis Figuier responde así: “El movimiento de la horquilla se operaba en virtud de un acto de su pensamiento y sin que ellos tuviesen ninguna conciencia de esta acción secreta de su voluntad”. ¡Siempre esa inconsciencia, más maravillosa que lo maravilloso que rechazan! ¡Es de no creer!»
ESCANDE
[1] Oficina de redacción: calle Santa Ana Nº 63; ejemplar del 22 de febrero de 1861. Precio por número: 1 franco. [Nota de Allan Kardec.]