Efectos de la desesperación
Muerte del Sr. Laferrière, miembro del Instituto. – Suicidio del Sr. Léon L... – La viuda y el médico.
Serían necesarios varios volúmenes para registrar todos los accidentes funestos causados por la desesperación, si sólo tomásemos aquellos que llegan al conocimiento del público. ¡Cuántos suicidios, enfermedades, muertes involuntarias, casos de locura, actos de venganza y hasta crímenes produce la desesperación todos los días! Una estadística muy instructiva sería la de las causas primeras que han llevado a los trastornos cerebrales, y se vería que la desesperación entra, por lo menos, con las cuatro quintas partes de los casos; pero no es de esto que nos queremos ocupar hoy. Citamos aquí dos hechos registrados en los diarios, no a título de novedades, sino como temas de observación.
En Le Siècle (El Siglo) del 17 de febrero último leemos el relato de las exequias del Sr. Laferrière:
«El martes pasado llevábamos a su última morada, con algunos amigos entristecidos, a una joven de veinte años, arrebatada por una enfermedad de algunos días. El padre de esta hija única era el Sr. Laferrière, miembro del Instituto, inspector general de las Facultades de Derecho. El exceso de dolor fulminó a este padre infeliz, y la resignación de la fe del cristiano fue impotente para consolarlo.
«En un espacio de 36 horas, la muerte dio un segundo golpe y, la misma semana que había separado padre e hija, los reunió. Una numerosa y consternada multitud seguía hoy el ataúd del Sr. Laferrière.»
Dice el diario que el Sr. Laferrière tenía sentimientos religiosos, y preferimos creerlo así, porque no se debe pensar que todos los eruditos sean materialistas; sin embargo, esos sentimientos no le impidieron sucumbir a su desesperación. Estamos convencidos de que si él tuviese ideas menos vagas y más positivas sobre el futuro, como las que da el Espiritismo; si hubiera creído en la presencia de su hija junto a él; si hubiese tenido el consuelo de comunicarse con ella, habría comprendido que no estaba separado de la misma sino materialmente y por un tiempo determinado, y habría tenido paciencia, confiando en la voluntad de Dios en lo que respecta al momento de juntarse con ella; él se habría calmado ante la idea de que su propia desesperación era una causa de perturbación para la felicidad del objeto de su afecto.
Estas reflexiones se aplican, aún con más razón, al siguiente hecho que leemos en Le Siècle del 1º de marzo pasado:
«El Sr. Léon L..., de 25 años, jefe de carruajes de Villemomble a París, se había casado hace aproximadamente dos años con una joven a quien amaba con pasión. El nacimiento de un hijo –hoy con un año de edad– vino a estrechar aún más los lazos de afecto entre los esposos; como sus negocios prosperaban, todo parecía presagiarle un largo futuro de felicidad.
«Hace algunos meses la Sra. de L... fue súbitamente acometida por una fiebre tifoidea, y a pesar de los más asiduos cuidados y de todos los recursos de la Ciencia, falleció en poco tiempo. A partir de ese momento, el Sr. L... fue tomado de tal melancolía que nada conseguía distraerlo. Muchas veces se le oía decir que la vida era odiosa para él y que iría juntarse con aquella que había llevado toda su felicidad.
«Ayer, al regresar de París en su cabriolé, hacia las siete de la tarde, el Sr. L... entregó el carruaje al cuidador de caballos y, sin decir una palabra a nadie, entró a una pieza situada en la planta baja, contigua al comedor. Una hora más tarde, una empleada doméstica vino a avisarle que la cena estaba servida; él respondió que no precisaba de nada; estaba reclinado sobre una mesa, la cabeza apoyada en las manos y parecía tomado de una completa postración.
«La doméstica avisó a los padres, que vinieron a ver a su hijo. Él había perdido el conocimiento. Corrieron a buscar al Dr. Dubois. A su llegada, el médico constató que Léon estaba muerto. Se había envenenado con una fuerte dosis de láudano, que éste había comprado para sus caballos.
«La muerte del joven causó una viva impresión en la región, donde gozaba de estima general.»
El Sr. Léon L... creía indudablemente en la vida futura, pues se mató para ir a encontrarse con su esposa. Si a través del Espiritismo hubiese conocido la situación de los suicidas, él habría sabido que, lejos de acelerar el momento del reencuentro, aquél era un medio infalible de retardarlo.
A estos dos hechos contraponemos el siguiente, que muestra la influencia que pueden tener las creencias espíritas en las resoluciones que toman las personas.
Uno de nuestros corresponsales nos transmite lo siguiente:
«El marido de una Sra. conocida mía falleció, y su muerte fue atribuida a un error médico. La viuda tuvo un tal resentimiento contra este último, que incesantemente lo perseguía con invectivas y amenazas, diciéndole en todas partes donde lo encontraba: “Verdugo, ¡te voy a matar con mis manos!” Esta dama era muy piadosa y muy buena católica; pero, para calmarla, fue en vano que emplearon los recursos de la religión. La situación llegó a tal punto que el médico creyó un deber dirigirse a las autoridades para su propia seguridad.
«El Espiritismo cuenta con numerosos adeptos en la ciudad en que vive esta señora; uno de sus amigos, muy buen espírita, le dijo un día: –¿Qué pensaríais si pudieseis poneros en contacto con vuestro marido? –¡Oh!, dice ella, ¡si yo supiera que esto es posible! Si tuviese la certeza de que no lo he perdido para siempre, me consolaría y esperaría. Poco después le dieron esa prueba; su propio marido vino a darle consejos y consuelos, y a través del lenguaje de éste, ella no tuvo ninguna duda acerca de su presencia junto a sí. Desde entonces se operó una completa revolución en su mente; después de la desesperación llegó la calma, y sus ideas de venganza dieron lugar a la resignación. Ocho días después ella fue a la casa del médico, que se quedó muy intranquilo con esta visita; pero, en lugar de amenazarlo, ella le tendió la mano y le dijo: “Nada temáis, señor; vengo a pediros perdón por el mal que os hice, así como yo os perdono por lo que me habéis hecho involuntariamente. Fue mi propio marido el que me aconsejó la actitud que tomo en este momento; él me dijo que de ninguna manera fuisteis la causa de su muerte. Además, ahora tengo la certeza de que él está cerca mío, de que me ve y vela por mí, y que un día estaremos unidos. De esta forma, señor, no os quedéis más resentido conmigo, así como de mi parte no tengo más resentimientos de vos”.»
No hace falta decir que el médico aceptó con complacencia la reconciliación y quiso saber la causa misteriosa a la cual él debía su tranquilidad desde aquel momento. De ese modo, sin el Espiritismo, esta señora hubiese probablemente cometido un crimen, a pesar de ser religiosa. ¿Esto prueba la inutilidad de la religión? No, de manera alguna; pero muestra la insuficiencia de las ideas que ella da del futuro, presentándolo tan vago que deja en muchas personas una especie de incertidumbre, mientras que el Espiritismo, haciendo conque toquemos el futuro con el dedo –por así decirlo–, hace nacer en el alma una confianza y una seguridad más completas.
Al padre que ha perdido a su hijo; al hijo que ha visto desencarnar a su padre; al marido que ha visto partir a su adorada esposa, ¿qué consuelo da el materialista? Éste dice: Todo acabó; no queda nada del ser que os era tan querido, absolutamente nada, a no ser ese cuerpo que en breve se habrá disuelto; no queda nada de su inteligencia, de sus cualidades morales y de la instrucción que adquirió: todo esto es la nada, y vos habéis perdido a vuestro ser querido para siempre. Pero el espírita dice: De todo eso, nada se ha perdido; todo subsiste; no hay de menos sino la envoltura perecedera, pero el Espíritu, libre de su prisión, está radiante; él está ahí, junto a vos, y os ve, os escucha, os espera. ¡Oh! ¡Cuánto mal hacen los materialistas al inocular con sus sofismas el veneno de la incredulidad! Ellos nunca han amado; de lo contrario, ¿podrían ver con sangre fría a sus afectos reducidos a un montón de polvo? Así, parece que es para ellos que Dios ha reservado los mayores rigores, pues los vemos reducidos a la más deplorable posición en el mundo de los Espíritus, y Dios es tanto menos indulgente para con ellos cuanto más han estado en condiciones de esclarecerse.