Revista Espírita Periódico de Estudios Psicológicos - 1861

Allan Kardec

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El estilo es el hombre

Polémica entre varios Espíritus
(Sociedad Espírita de París)

En la sesión de la Sociedad del 19 de julio de 1861, el Espíritu Lamennais dio espontáneamente la siguiente disertación sobre el aforismo de Buffon: El estilo es el hombre, a través del Sr. A. Didier, médium. Al sentirse atacado, el Espíritu Buffon hizo su réplica algunos días más tarde por intermedio del Sr. d’Ambel. Después, sucesivamente, el vizconde Delaunay (Madame Delphine de Girardin), Bernardin de Saint-Pierre y otros salieron a campo. Es esta polémica, tan curiosa como instructiva, que reproducimos por completo. Ha de notarse que la misma no ha sido provocada ni premeditada, y que cada Espíritu vino espontáneamente a participar de ella; Lamennais abrió el debate y los otros lo continuaron.

Disertación de Lamennais
(Médium: Sr. A. Didier)

Hay en el hombre un fenómeno muy extraño, al que llamaré el fenómeno de los contrastes; ante todo, me refiero a las naturalezas de élite. En efecto, las encontraréis en el mundo de los Espíritus cuyas obras poderosas contrastan extrañamente con la vida privada y con los hábitos de sus autores. El Sr. de Buffon ha dicho: El estilo es el hombre; infelizmente, ese gran señor del estilo y de la elegancia ha visto a todos los autores desde su exclusivo punto de vista. Lo que podía perfectamente aplicarse a él está lejos de ser aplicable a todos los otros escritores. Tomaremos aquí la palabra estilo en el sentido más amplio y en toda su acepción. A mi entender, el estilo será la manera grandiosa, la forma más pura con la cual el hombre explicará sus ideas. Por lo tanto, todo el genio humano está aquí delante nuestro, y de un vistazo contemplamos todas las obras de la inteligencia humana: poesía en el arte, en la literatura y en la Ciencia. Lejos de decir como Buffon: El estilo es el hombre, diremos –tal vez de una manera menos concisa y menos formulada– que el hombre, por su naturaleza cambiante, difusa, contradictoria y rebelde, escribe a menudo contrariamente a su naturaleza original y a sus primeras inspiraciones; diré inclusive más: a sus creencias.

Frecuentemente, al leer las obras de algunos grandes genios de un siglo o de otro, nosotros nos decimos: ¡Qué pureza! ¡Qué sensibilidad! ¡Qué creencia profunda en el progreso! ¡Qué grandeza! Después nos enteramos que el autor, lejos de ser el autor moral de sus obras, no es más que el autor material, imbuido de prejuicios y de ideas preconcebidas. Hay ahí un gran fenómeno, no solamente humano, sino espírita.

Por lo tanto, muy a menudo el hombre no se refleja en sus obras; diremos también: ¡cuántos poetas debilitados, agobiados, y cuántos artistas desilusionados sienten que de repente una chispa divina ilumina a veces su inteligencia! ¡Ah! Es que entonces el hombre escucha algo que no proviene de sí mismo; él escucha lo que el profeta Isaías llamaba el pequeño soplo, y que nosotros llamamos los Espíritus. Sí, sienten en ellos esa voz sagrada, pero al olvidarse de Dios y de su luz, la atribuyen a sí mismos; reciben la gracia en el arte como otros la reciben en la fe, y algunas veces ella toca a los que pretenden negarla.

LAMENNAIS

Réplica de Buffon
(Médium: Sr. d’Ambel)

Se ha dicho que yo era un gentilhombre de las letras, y que mi estilo repulido olía a pólvora y a tabaco de España; ¿no es la consagración más cierta de esta verdad: El estilo es el hombre? Aunque se haya exagerado un poco al representarme con la espada al lado y con la pluma en la mano, confieso que me gustaban las cosas bellas, las vestimentas adornadas con lentejuelas, los tejidos finos y las ropas vistosas, en una palabra, todo lo que era elegante y delicado. Por consiguiente, era muy natural que siempre me vistiese con elegancia; es por eso que mi estilo lleva el sello del buen tono, ese perfume de buenos modales que se encuentra igualmente en nuestra gran Sévigné. ¡Qué queréis! Siempre he preferido las tertulias y los pequeños salones literarios a los cabarés y a las turbas de bajo nivel. Permitidme, pues, a pesar de la opinión emitida por vuestro contemporáneo Lamennais, mantener mi juicioso aforismo, apoyándolo en algunos ejemplos tomados entre vuestros autores y filósofos modernos.

Uno de los infortunios de vuestro tiempo es que muchos han hecho oficio de su pluma; pero dejemos a esos artesanos de la pluma que, semejantes a los artesanos de la palabra, escriben indiferentemente en pro o en contra de una idea según quien les paga, y gritan conforme a la época: ¡Viva el rey! ¡Viva la Liga! Dejémoslos; para mí, éstos no son autores serios.

Veamos, abate: no os ofendáis si os tomo como ejemplo; vuestra vida, mal valorada, ¿no está siempre reflejada en vuestras obras? Y De l’indifférence en matière de religion a vuestras Paroles d’un croyant, ¡qué contraste, como decís! No obstante, vuestro tono doctoral es tan categórico, tan absoluto, sea en una como en otra de dichas obras. Abate, convengamos que sois bilioso y que destiláis vuestra bilis en amargas lamentaciones en todas las bellas páginas que habéis dejado. Ya sea de redingote abotonado o de sotana, habéis quedado desclasificado, mi pobre Lamennais. Vamos, no os enfadéis, mas concordad conmigo que el estilo es el hombre.

Si paso de Lamennais a Scribe, el hombre feliz se refleja en las tranquilas y apacibles comedias de costumbres. Él es alegre, feliz y sensible: siembra la sensibilidad, la alegría y la felicidad en sus obras. En él nunca hay drama ni sangre; sólo algunos duelos sin peligro, a fin de punir al traidor y al culpable.

Ved luego a Eugène Sue, el autor de Les Mystères de Paris. Él es fuerte como su príncipe Rodolphe y, como éste, aprieta con su guante amarillo la mano callosa del obrero; como él, también es el abogado de las causas populares.

Ved a vuestro errabundo Dumas, desperdiciando su vida como su inteligencia, yendo tan fácilmente del polo sur al polo norte como sus famosos mosqueteros; actuando de conquistador con Garibaldi y yendo de la intimidad del duque de Orleáns a la de los mendigos napolitanos, haciendo novelas con la Historia y poniendo la Historia en novelas.

Ved las orgullosas obras de Víctor Hugo, el prototipo del orgullo encarnado. Yo, yo, dice el poeta Hugo; yo, yo, dice Hugo en su isla rocosa de Jersey.

Ved a Murger, el poeta de las costumbres sencillas, representando minuciosamente su papel en esa bohemia que él ha declamado. Ved a Nerval, con colores extraños, con un estilo adornado y deshilvanado, haciendo fantasía con su vida, como lo hizo con su pluma. ¡Cuántos dejo –y de los mejores–, como Soulié y Balzac, cuyas vidas y obras siguen caminos paralelos! Pero creo que estos ejemplos os bastarán para que no rechacéis de manera tan absoluta mi aforismo: El estilo es el hombre.

Estimado abate, ¿no habréis confundido la forma y el fondo, el estilo y el pensamiento? Pero aún así, todo está relacionado.

BUFFON

Preguntas dirigidas a Buffon sobre su comunicación

Preg. Os agradecemos por la espirituosa comunicación que habéis tenido a bien darnos; pero hay algo que nos sorprende: que estáis al tanto de los mínimos detalles de nuestra literatura, apreciando las obras y los autores con notable precisión. Entonces, ¿aún os ocupáis con lo que sucede en la Tierra, ya que tenéis conocimiento al respecto? ¿Leéis, pues, todo lo que se publica? Tened a bien darnos una explicación sobre esto, que será muy útil para nuestra instrucción.

Resp. No necesitamos mucho tiempo para leer y apreciar; de un solo vistazo percibimos el conjunto de las obras que llaman nuestra atención. Todos nosotros nos ocupamos con mucho interés por vuestro apreciado Grupo, y no imagináis cuántos hombres a los que llamáis eminentes siguen con benevolencia el progreso del Espiritismo. De esta manera, podéis evaluar cuán feliz me sentí al ver que mi nombre era pronunciado por uno de vuestros fieles Espíritus –Lamennais– y con qué satisfacción aproveché la ocasión para comunicarme con vos. En efecto, cuando fui cuestionado en vuestra última sesión, recibí –por así decirlo– la repercusión de vuestro pensamiento; y no queriendo que la verdad que yo había proclamado en mis escritos fuese objetada sin ser defendida, solicité a Erasto para que permitiera comunicarme a través de su médium, a fin de responder a las aserciones de Lamennais. Por otro lado, debéis comprender que cada uno de nosotros permanece fiel a sus preferencias terrenas; es por eso que nosotros, los escritores, estamos atentos al progreso que los autores encarnados realizan o piensan realizar en la Literatura. Así como los Jouffroy, los Laroque, los Laromiguière se preocupan con la Filosofía, y los Lavoisier, los Berzelius, los Thénard con la Química, cada uno cultiva su proyecto favorito y recuerda sus trabajos con amor, siguiendo con una mirada inquieta lo que hacen sus sucesores.

Preg. En pocas palabras habéis hecho la apreciación de varios escritores contemporáneos, encarnados o desencarnados; estaríamos muy agradecidos si nos dieseis, sobre algunos, una apreciación un poco más desarrollada; sería un trabajo continuado, muy útil para nosotros. Para comenzar, solicitamos que nos habléis de Bernardin de Saint-Pierre, y sobre todo de su Paul et Virginie, cuya lectura vos habíais condenado y que, sin embargo, se volvió una de las obras más populares.

Resp. No puedo emprender aquí el desarrollo crítico de las obras de Bernardin de Saint-Pierre. Pero en cuanto a mi apreciación de entonces, puedo confesarlo hoy: yo era como el Sr. Josse, arrimaba el ascua a mi sardina; en una palabra, fiel al espíritu de confraternidad literaria, yo criticaba mordazmente –lo mejor que podía– a un inoportuno e importante competidor. Más tarde os daré mi verdadera apreciación sobre ese eminente escritor, en caso de que un Espíritu realmente crítico, como Merle o Geoffroy, no se encargue de hacerlo.

BUFFON

Defensa de Lamennais por el vizconde Delaunay
(Médium: Sr. d’Ambel)

Nota – En la conversación que tuvo lugar en la Sociedad sobre las comunicaciones precedentes, el nombre de Madame de Girardin fue pronunciado por ocasión del tema en debate, aunque no haya sido mencionada por los Espíritus interlocutores; es lo que explica el comienzo de la nueva partícipe.

–Señores espíritas: en vuestras últimas sesiones me pusisteis un poco en causa, y creo que me habéis dado el derecho –como se dice en los tribunales– de participar en la discusión del asunto. Ha sido con placer que he escuchado la profunda disertación de Lamennais y la respuesta un poco vivaz del Sr. de Buffon; pero falta una conclusión a este debate. Por lo tanto, intervengo y me erijo en juez de campo, amparada en mi autoridad particular. Además, pedíais a un crítico. Os respondo: aceptad, en fin, mis servicios. Recordad que, cuando encarnada, desempeñé –de manera considerada magistral– ese temible puesto de crítico ejecutivo, y me agrada muchísimo volver a ese terreno tan amado. Ahora bien, había una vez... Pero no, dejemos a un lado las banalidades del género y entremos seriamente en la materia.

Sr. de Buffon: usáis la ironía de una manera graciosa; se ve que procedéis del gran siglo. Pero por más elegante escritor que seáis, un vizconde de mi linaje no tiene miedo de aceptar el desafío y de medirse con vos. ¡Vamos, mi gentilhombre! ¡Fuisteis muy duro con el pobre Lamennais, que habéis tratado como un desclasificado! ¿Es culpa de ese genio extraviado si, después de haber escrito con una mano de maestro ese estudio espléndido que le reprocháis, se haya dirigido hacia otras regiones, hacia otras creencias? Ciertamente, las páginas de Indiferencia en materia de religión serían firmadas con ambas manos por los mejores prosistas de la Iglesia; pero si esas páginas permanecieron de pie, a pesar del sacerdote haber sido derribado, ¿no conocéis la causa de ello, vos que sois tan riguroso? ¡Ah! Observad a Roma, acordaos de sus costumbres disolutas y tendréis la clave de ese súbito cambio de opinión que os ha sorprendido. ¡Bah! ¡Roma está tan lejos de París!

Los filósofos, los investigadores del pensamiento, todos esos incansables estudiosos del yo psicológico, nunca deben ser confundidos con los que aparentan ser escritores; éstos escriben para los placeres del público; aquéllos, para la ciencia profunda. Estos últimos solamente se preocupan con la verdad, mientras que los otros no se jactan de ser lógicos: mantienen la apariencia. En suma, lo que éstos buscan es lo que vos mismo buscabais, mi buen señor, es decir, la fama, la popularidad y el éxito, resumidos en la moneda contante y sonante. Además, salvo esto, vuestra espirituosa respuesta es muy verdadera como para que yo no la aplauda con gusto; sólo que vos hacéis responsable al individuo, mientras que yo responsabilizo al medio social. En fin, tenía que defender a mi contemporáneo que –como bien lo sabéis– no frecuentó fiestas, ni cabarés, ni saloncitos, ni turbas de bajo nivel. Desde lo alto de su mansarda, su única distracción era dar migas de pan a los ruidosos gorriones que venían a visitarlo en su celda de la calle Rívoli (rue de Rivoli); ¡pero su alegría suprema era sentarse ante una mesa coja y escribir al correr de la pluma en las hojas en blanco de un cuaderno de papel!

¡Ah! Ciertamente tuvo razón en lamentarse ese gran Espíritu afligido que, para evitar la mancha de un siglo materialista, desposó a la Iglesia Católica, y que, después de haberla desposado, encontró la mancha en las gradas del altar. ¿La culpa es de él si, lanzado joven entre las manos de los clérigos, no pudo sondar la profundidad del abismo en que lo precipitaban? Sí, él ha tenido razón en expresar sus amargas lamentaciones, como vos decís; ¿no es la imagen viva de una educación mal dirigida y de una vocación impuesta?

¡Sacerdote exclaustrado! ¿Sabéis cuántos burgueses ineptos le han frecuentemente echado en cara esta injuria, porque él ha obedecido a sus convicciones y al deber de conciencia? ¡Ah! Creedme, feliz naturalista: mientras ibais detrás de las mujeres y en cuanto vuestra pluma –célebre por la conquista del caballo– era elogiada por lindas pecadoras y aplaudida por manos perfumadas, ¡él subía penosamente su Gólgota! Porque, así como el Cristo, ¡bebió su cáliz hasta el final y llevó su cruz con dificultad!

Y vos, señor de Buffon, ¿no os exponéis un poco a la crítica? Veamos. ¡Pero vamos! Al igual que vos, vuestro estilo es de una extravagancia presuntuosa y, como vos, ¡todo vestido de oropeles! Mas también, ¡qué intrépido viajero habéis sido! ¿Visitasteis países?... No; ¡bibliotecas desconocidas! ¡Qué infatigable pionero! ¿Habéis explorado florestas?... No; ¡manuscritos inéditos! Reconozco que cubristeis todos vuestros ricos despojos con un barniz brillante, que es realmente vuestro. Pero de todos esos voluminosos tomos, ¿qué hay de seriamente vuestro como estudio, como fondo? ¿La historia del perro, del gato o quizá del caballo? ¡Ah, señor de Buffon! Lamennais ha escrito menos que vos, pero todo es realmente de él: la forma y el fondo. El otro día se os acusaba de haber menospreciado el valor de las obras del buen Bernardin de Saint-Pierre. Os habéis disculpado de manera un poco jesuítica; pero no dijisteis que si le negasteis vitalidad a Pablo y Virginia fue porque, en obra de ese género, aún no estabais en La Gran Scudéri, en El gran Ciro y en el País de Tendre, en fin, en todos esos trastos sentimentales que hoy hacen tan bien a los libreros de ocasión, esos mercaderes de la literatura. ¡Ah, señor de Buffon! Comenzáis a caer mucho en la estima de esos señores, mientras que el utópico Bernardin ha conservado una gran actualidad. ¡La Paz Universal, una utopía! ¡Pablo y Virginia, una utopía! ¡Vamos, vamos! Vuestro juicio ha sido demolido por la opinión pública. No hablemos más de esto.

En verdad, ¡qué le vamos a hacer! Me habéis puesto la pluma en la mano: yo uso y abuso de la misma. Esto os enseñará, estimados espíritas, a preocuparos con una literata jubilada como yo, y a pedir noticias mías. El apreciado Scribe llegó entre nosotros totalmente turbado con sus últimos pseudoéxitos; él quería que nos erigiésemos en Academia: le faltan las palmas verdes; estaba tan feliz en la Tierra, que aún duda en asumir su nueva posición. ¡Bah! Él se consolará al ver la presentación de sus piezas, y por algunas semanas no aparecerá más.

Gérard de Nerval os ha dado recientemente una encantadora fantasía inacabada; este caprichoso Espíritu, ¿la terminará? ¡Quién sabe! Sin embargo, él quería sacar en conclusión que lo verdadero del erudito no era lo verdadero, que lo bello del pintor no era lo bello, y que el coraje del niño fue mal recompensado; Nerval hizo muy bien en seguir las digresiones de su estimada Fantasía.

Vizconde DELAUNAY (Delphine de Girardin)
Nota – Ver más adelante Fantasía, por Gérard de Nerval.


Respuesta de Buffon al vizconde Delaunay

Me invitáis a volver a un debate al cual vivamente rehusé por no tener qué decir; os confieso que prefiero permanecer en el ambiente apacible donde estaba, a exponerme a semejante crítica violenta. En mi época se intercambiaba una broma más o menos ateniense; pero hoy, ¡cielos!, es a latigazos. ¡Gracias!, yo me retiro; ya tengo más de lo que preciso, pues aún estoy todo marcado por los golpes del vizconde. Convengamos que, aunque los mismos me hayan sido aplicados generosamente –demasiado generosamente– por la graciosa mano de una mujer, no son menos dolorosos. ¡Ah, Madame! Me habéis recordado la caridad de manera muy poco caritativa. ¡Vizconde! Sois demasiado temible; depongo las armas y reconozco humildemente mis errores. Concuerdo que Bernardin de Saint-Pierre ha sido un gran filósofo; ¿qué digo?, él ha encontrado la piedra filosofal, mientras que yo soy y he sido ¡un monótono recopilador! Entonces, ¿estáis contenta ahora? Vamos, sed gentil y de aquí en adelante no me humilléis más así; de lo contrario, obligaréis a un gentilhombre –amigo de nuestro Grupo Parisiense– a dejar su lugar, lo que no haría sin gran pesar, porque uno también debe aprovechar las enseñanzas espíritas y conocer lo que aquí sucede.

¡Ah, cuidado! Hoy escuché el relato de fenómenos tan extraños, que en mi tiempo serían quemados vivos –como hechiceros– los protagonistas y hasta los narradores de esos acontecimientos. Dicho sea entre nosotros, ¿serán realmente fenómenos espíritas? La imaginación de un lado y el interés del otro, ¿no influyen en alguna cosa? Yo no juraría. ¿Qué piensa de eso el espirituoso vizconde? En cuanto a mí, me lavo las manos al respecto. Además, si creo en mi sentido común de naturalista –por más que me llamen naturalista de gabinete–, los fenómenos de esa orden sólo ocurren muy raramente. ¿Queréis mi opinión sobre el asunto de La Habana? ¡Pues bien! Hay una camarilla de gente mal intencionada que tiene todo el interés en desprestigiar la propiedad, a fin de que pueda ser vendida a precio vil, y existen propietarios miedosos y tímidos, espantados con una fantasmagoría muy bien montada. En cuanto al lagarto, me acuerdo bien de haber escrito su historia, pero confieso que nunca los he encontrado graduados por la Facultad de Medicina. Hay ahí un médium con cerebro débil, que extrajo de su imaginación hechos que, en suma, no eran reales.

BUFFON

Nota
– Este último párrafo hace alusión a dos hechos contados en la misma sesión, cuyo relato, por falta de espacio, postergaremos para otro número. Buffon da espontáneamente su opinión al respecto.


Respuesta de Bernardin de Saint-Pierre
(Médium: Sra. de Costel)

Vengo yo, Bernardin de Saint-Pierre, a participar de un debate en que mi nombre ha sido pronunciado, discutido y defendido. No puedo concordar con mi espirituoso defensor. El Sr. de Buffon tiene otro valor que el de un recopilador elocuente. ¡Qué importan los errores literarios de un juicio, frecuentemente tan fino y delicado para las cosas de la Naturaleza, que se desvió por la rivalidad y por los celos profesionales! Sin embargo, tengo una opinión completamente contraria a la suya, y como Lamennais digo: No, el estilo no es el hombre. Soy una prueba elocuente de esto, yo, cuya sensibilidad estaba enteramente en el cerebro y que inventaba lo que los otros sentían. Del otro lado de la vida se juzgan con frialdad las cosas de la vida terrena, las cosas acabadas; no merezco toda la reputación literaria que he disfrutado. Paul et Virginie, si apareciera hoy, sería fácilmente eclipsada por una cantidad de producciones encantadoras que pasan inadvertidas; es que el progreso de vuestra época es grande, mayor que vosotros, contemporáneos, y no podéis juzgarlo. Todo se eleva: las Ciencias, la Literatura, el Arte social; pero todo sube, como el nivel del mar en la marea creciente, y los marineros que están en alta mar no pueden apreciarla. Vosotros estáis en alta mar.

Vuelvo al Sr. de Buffon, cuyo talento elogio y cuya censura olvido, y también a mi espirituoso defensor, que sabe descubrir todas las verdades, sus sentidos espirituales y que les da un colorido paradójico. Después de haber probado que los literatos muertos no conservan ningún rencor, os dirijo todos mis agradecimientos y también mi gran deseo de poder seros útil.

BERNARDIN DE SAINT-PIERRE

Lamennais a Buffon
(Médium: Sr. A. Didier)

Es preciso prestar mucha atención, señor de Buffon; de forma alguna saqué conclusiones de una manera literaria y humana; yo encaré la cuestión de un modo totalmente diferente y mi deducción fue la siguiente: «Que la inspiración humana es muy a menudo divina». No había ahí motivo para ninguna controversia. Ahora no escribo más con esa pretensión e incluso podéis verlo en mis reflexiones sobre las influencias del arte en el corazón y en el cerebro. [1] Evité el mundo y las personalidades; nunca volvamos al pasado: observemos el futuro. Cabe a los hombres juzgar y discutir nuestras obras; a nosotros nos compete darles otras, y que todas emanen de esta idea fundamental: Espiritismo. Pero para nosotros: ¡adiós al mundo!

LAMENNAIS


[1] Alusión a una serie de comunicaciones dictadas por Lamennais, con el título: Meditaciones filosóficas y religiosas, que publicaremos en el próximo número. [Nota de Allan Kardec.]




Fantasía
Por Gérard de Nerval

(Médium: Sr. A. Didier)

Nota – Recordamos que Buffon, al hablar de los autores contemporáneos, dijo: «Ved a Nerval, con colores extraños, con un estilo adornado y deshilvanado, haciendo fantasía con su vida, como lo hizo con su pluma». Gérard de Nerval, en lugar de discutir, respondió a esta crítica dictando espontáneamente el siguiente trecho, al cual él mismo dio el título de Fantasía. Lo escribió en dos sesiones, y fue en el intervalo de las mismas que tuvo lugar la respuesta del vizconde Delaunay a Buffon; he aquí por qué el vizconde dijo que no sabía si ese caprichoso Espíritu lo terminaría, dando así su probable conclusión. Nosotros no lo hemos puesto en orden cronológico para no interrumpir la serie de críticas y de réplicas, ya que Gérard de Nerval no participó de los debates sino a través de la siguiente alegoría filosófica.

–Un día, en una de mis fantasías, llegué –no sé cómo– cerca del mar, a un pequeño puerto poco conocido; ¡qué importa! Durante algunas horas dejé a mis compañeros de viaje y pude entregarme a la más turbulenta fantasía, que es el término consagrado a mis evoluciones cerebrales. Sin embargo, no se debe creer que la Fantasía sea siempre una joven alocada, inmersa en las excentricidades del pensamiento; frecuentemente la pobre muchacha ríe para no llorar, y sueña para no caerse; a menudo su corazón está lleno de amor y de curiosidad, cuando su cabeza se pierde en las nubes. Quizá sea porque ella ama mucho, esa pobre imaginación; por lo tanto, dejadla andar, pues ella ama y admira.

Entonces, un día yo estaba con ella contemplando el mar, cuyo horizonte es el cielo, cuando, en medio de mi soledad de a dos, percibí a un pequeño anciano condecorado –¡creedlo! Él ya había tenido su tiempo para eso, felizmente, y estaba muy debilitado; pero su aire era tan seguro, sus movimientos tan regulares, que esa sabiduría y armonía en su modo de andar sustituían la pesadez de sus nervios y músculos. Se sentó, examinó bien el terreno y se aseguró de que no sería picado por algunos de esos animalitos que pululan en la arena de la playa; luego colocó al lado su bastón con pomo de oro. Pero imaginad mi extrañeza cuando se puso las gafas: ¡las gafas, para ver la inmensidad! Fantasía dio un salto terrible y quiso arrojarse sobre él; conseguí calmarla con mucha dificultad. Me aproximé, escondido atrás de una roca, y agucé mi audición: “Entonces, ¡he aquí la imagen de nuestra vida! ¡He aquí el gran todo! ¡Profunda verdad! ¡He aquí, pues, nuestras existencias, elevadas e inferiores, profundas y mezquinas, rebeldes y calmas! ¡Oh, olas! ¡Olas! ¡Gran fluctuación universal!” Después el pequeño anciano sólo habló de sí mismo. Hasta ahí Fantasía había sido apacible y escuchaba religiosamente, pero no se contuvo más y lanzó una carcajada prolongada; solamente tuve el tiempo de tomarla en mis brazos, dejando al pequeño anciano. «En verdad –decía Fantasía–, él debe ser miembro de alguna sociedad erudita». Después de haber corrido durante algún tiempo, percibimos un lienzo que representaba un acantilado y el comienzo de un océano. Observé o, mejor dicho, observamos el lienzo. El pintor, probablemente, buscaba otro sitio en los alrededores; después de haber observado el lienzo, observé la Naturaleza y así alternativamente. Fantasía quiso rasgar el lienzo; tuve mucho trabajo para contenerla. –¡Cómo! –me dijo ella–, son las siete horas de la mañana ¡y veo en este lienzo un efecto que no tiene nombre! Comprendí perfectamente lo que Fantasía me explicaba. Realmente tenía sentido lo que expresaba esa joven alocada –pensé–, queriendo alejarme. ¡Ah! El artista, escondido, había seguido los más mínimos rasgos de mi expresión; cuando sus ojos se encontraron con los míos, fue un choque terrible, un choque eléctrico. Él me lanzó una de esas miradas soberbias que parecen decir: ¡Gusano! Esta vez Fantasía se quedó espantada con tanta insolencia y, con estupefacción, vio que él volvía a sostener su paleta. «Tú no tienes la paleta de Lorrain», le dijo ella riéndose.

Luego, volviéndose hacia mí, dijo: «Ya hemos visto lo verdadero y lo bello; busquemos ahora, un poco, el bien». Después de haber escalado los acantilados, percibí a un niño, al hijo de un pescador, que tenía más o menos trece o catorce años; jugaba con su perro y corrían uno atrás del otro, entre ladridos y gritos. De repente, escuché unos gritos que parecían venir de la parte inferior del acantilado. Inmediatamente, de un salto, el niño tomó un atajo que llevaba al mar; a pesar de todo su fervor, Fantasía tuvo dificultad en seguirlo. Cuando llegué a la parte baja del acantilado, vi un espectáculo terrible: el niño luchaba contra las olas y traía hacia la playa a un desgraciado que forcejeaba entre los brazos de su salvador. Quise arrojarme al mar, pero el niño me gritó para no hacerlo, y al cabo de algunos instantes, el niño –lastimado, contundido y trémulo– salía con el hombre que había salvado. Al parecer, era un bañista que se aventuró a ir demasiado lejos y que había caído en una corriente.

Continuaré en otra ocasión.

GÉRARD DE NERVAL

Nota
– Fue en este intervalo que tuvo lugar la comunicación del vizconde Delaunay, referida más arriba.


Continuación

Después de algunos instantes, aquel que se estaba ahogando volvió poco a poco a la vida, mas sólo para decir: “Es increíble, ¡yo que nado tan bien!” Vio perfectamente al que lo había salvado, pero, mirándome, agregó: “¡Uf! ¡Escapé por poco! Como sabéis, hay ciertos momentos en que uno pierde la cabeza; no son las fuerzas que nos traicionan, pero..., pero...” Al ver que él no podía continuar, me apresuré a decirle: «En fin, gracias a este muchacho valiente, he aquí que estáis salvado». Él miraba al joven, que lo examinaba con el aire más indiferente del mundo, con las manos en la cintura. El señor se puso a sonreír y dijo: “Entretanto, es verdad”, y después me saludó. Fantasía quiso correr atrás de él. «¡Bah! –me dijo ella, quedándose absorta–, ciertamente eso es muy natural». El muchachito lo vio alejarse, y luego volvió con su perro. Esta vez, Fantasía lloró.

GÉRARD DE NERVAL

Un miembro de la Sociedad hizo observar que faltaba la conclusión, pero Gérard agregó estas palabras:

«Con mucho gusto estoy a vuestra disposición para otro dictado; pero, con referencia a éste, Fantasía me dijo que pare aquí. Quizá esté equivocada; ¡ella es tan caprichosa!»

La conclusión había sido dada anticipadamente por el vizconde Delaunay.


Conclusión de Erasto

Después del torneo literario y filosófico que ha tenido lugar en las últimas sesiones de vuestra Sociedad, y al cual hemos asistido con verdadera satisfacción, creo que es necesario comunicaros –desde el punto de vista puramente espírita– algunas reflexiones que me han sido suscitadas por este interesante debate, en el cual, además, yo no quiero intervenir de modo alguno. Mas, ante todo, dejadme deciros que si vuestra reunión ha sido animada, esta animación no fue nada en comparación con la que reinaba entre los numerosos grupos de Espíritus eminentes que esas sesiones casi académicas habían atraído. ¡Ah! Ciertamente si os hubieseis vuelto instantáneamente videntes, vosotros habríais quedado sorprendidos y confusos delante de ese areópago superior. Pero yo no tengo la intención de develaros hoy lo que ha sucedido entre nosotros; mi objetivo es únicamente transmitiros algunas palabras sobre el provecho que debéis extraer de ese debate, desde el punto de vista de vuestra instrucción espírita.

Conocéis a Lamennais desde hace mucho tiempo y ciertamente apreciáis cuán apasionado continuó este filósofo por la idea abstracta; indudablemente habéis notado cómo él acompaña con persistencia y –debo decirlo– con talento, sus teorías filosóficas y religiosas. Lógicamente debéis deducir de esto que el ser personal pensante prosigue –incluso más allá de la tumba– sus estudios y sus trabajos, y que por medio de esa lucidez, que es el patrimonio particular de los Espíritus, al comparar su pensamiento espiritual con su pensamiento humano, debe suprimir todo aquello que lo obnubilaba materialmente. ¡Pues bien! Lo que es verdadero para Lamennais lo es también para los otros, y cada uno, en la vasta erraticidad, conserva sus aptitudes y su originalidad.

Buffon, Gérard de Nerval, el vizconde de Launay, Bernardin de Saint-Pierre conservan, como Lamennais, los gustos y la forma literaria que observabais en ellos cuando estaban encarnados. Pienso que es útil llamar vuestra atención sobre esta condición de ser de nuestro mundo del Más Allá, para que no creáis que uno abandona instantáneamente sus inclinaciones, sus costumbres y sus pasiones al despojarse de la vestimenta humana. En la Tierra, los Espíritus son como prisioneros que la muerte debe libertar; no obstante, del mismo modo que el que está encarcelado tiene las mismas propensiones y conserva la misma individualidad que cuando está en libertad, también los Espíritus conservan sus tendencias, su originalidad y sus aptitudes al llegar entre nosotros, con excepción de los que han pasado, no por una vida de trabajo y de pruebas, sino por una vida de punición, como los idiotas, los cretinos y los locos. Para éstos, las facultades inteligentes, que han permanecido en estado latente, no despiertan sino a la salida de su cárcel terrestre. Como pensáis, esto debe entenderse con relación al mundo espiritual inferior o medio, y no con referencia a los Espíritus elevados, liberados de la influencia corporal.

Iréis entrar de vacaciones, señores socios; permitidme dirigiros algunas palabras amigas antes de separarnos por algún tiempo. Pienso que la Doctrina consoladora que nosotros hemos venido a enseñaros sólo cuenta, entre vosotros, con fervorosos adeptos; es por eso que, como es esencial que cada uno se someta a la ley del progreso, creo un deber aconsejaros a examinar, en lo profundo de vuestros corazones, qué provecho habéis extraído personalmente de nuestros trabajos espíritas y qué mejoramiento moral ha resultado de ello en vuestros propios medios. Porque –vos lo sabéis– no basta decir: Soy espírita, y esconder de uno mismo esta creencia; lo que es indispensable que sepáis es si vuestros actos están de acuerdo con las prescripciones de vuestra nueva fe, que es –no estaría de más repetirlo– Amor y Caridad. ¡Que Dios sea con vosotros!

ERASTO