«Un sentido nuevo, una visión nueva podría mostrarnos que el mundo espiritual nos rodea de todos los lados. Pero incluso suponed que el Cielo esté alejado de nosotros; no por eso sus habitantes dejan de estar menos presentes y nosotros visibles para ellos; entretanto, ¿qué entendemos por presencia? ¿No estoy presente para aquellos de entre vosotros que mi brazo no puede alcanzar, pero que yo veo claramente? ¿No está plenamente de acuerdo con nuestro conocimiento de la naturaleza suponer que los que están en el Cielo, sea cual fuere el lugar de su residencia, puedan tener sentidos y órganos espirituales, por medio de los cuales pueden ver lo que está distante, tan fácilmente como nosotros distinguimos lo que está cerca? Nuestros ojos perciben sin dificultad a los planetas a millones de leguas de distancia y, con la ayuda de la Ciencia, podemos reconocer hasta las desigualdades de su superficie. Podemos incluso concebir un órgano visual bastante sensible o un instrumento lo suficientemente poderoso como para permitir distinguir, de nuestro globo, los habitantes de esos mundos distantes; por consiguiente, ¿por qué los que han entrado en su fase de existencia más elevada, que están revestidos de cuerpos espiritualizados, no podrían contemplar nuestra Tierra, tan fácilmente como cuando era su morada?
«Esto puede ser verdad; pero si lo aceptamos así, no abusamos de eso, porque podría abusarse de ello. No pensemos en los muertos como si nos contemplasen con un amor parcial terreno; ellos nos aman más que nunca, pero con un afecto espiritual depurado. Tienen por nosotros apenas un deseo: que nos volvamos dignos de reunirnos con ellos en su morada de beneficencia y de piedad. Su visión espiritual penetra nuestras almas; si pudiéramos escuchar su voz, no sería una declaración de apego personal, sino un llamado vivificante a mayores esfuerzos, a una abnegación más firme, a una caridad más amplia, a una paciencia más humilde, a una obediencia más filial a la voluntad de Dios. Ellos respiran la atmósfera de la beneficencia divina y ahora su misión es más elevada de lo que era aquí.
«Me diréis que si nuestros muertos conocen los males que nos afligen, ¿el sufrimiento debe existir en esa vida bendita? Respondo que no puedo considerar al Cielo sino como un mundo de simpatías. Me parece que nada puede atraer mejor las miradas de sus habitantes benevolentes que la visión de la miseria de sus hermanos; pero esta simpatía, si hace nacer la tristeza, está lejos de volver infelices a los que la sienten. Aquí en el mundo, la compasión desinteresada, unida al poder de aliviar el sufrimiento, es una garantía de paz que frecuentemente proporciona los más puros gozos. Libres de nuestras enfermedades presentes, y esclarecidos por las visiones más amplias de la perfección del Gobierno Divino, esta simpatía agregará más encanto a las virtudes de los seres benditos y, como cualquier otra fuente de perfección, no hará más que aumentar su felicidad. (...)
«(...) Nuestros amigos, que nos dejan por ese otro mundo, de ningún modo se encuentran en medio de desconocidos; no tienen ese sentimiento desolador de haber cambiado su patria por una tierra extraña. Las palabras más tiernas de amistad humana no se aproximan a las expresiones de felicidad que los esperan cuando lleguen a esa morada. Allá, el Espíritu tiene medios más seguros de revelarse que aquí; el recién llegado se siente y se ve cercado de virtudes y de bondad, y por esa visión íntima de los Espíritus simpáticos que los rodean, lazos más fuertes que los que fueron establecidos a través de los años en la Tierra pueden crearse en un momento. Los afectos más íntimos en la Tierra son fríos comparados con los afectos de los Espíritus. ¿De qué manera se comunican ellos? ¿En qué lengua y por medio de qué órganos? Lo ignoramos, pero sabemos que el Espíritu, al progresar, debe adquirir mayor facilidad para transmitir su pensamiento.
«Sería un error creer que los habitantes del Cielo se limiten a la comunicación recíproca de sus ideas; al contrario, los que alcanzan ese mundo entran en un nuevo estado de actividad, de vida y de esfuerzos. Somos llevados a pensar que el estado futuro sea tan feliz, que allí nadie necesite de ayuda, que el esfuerzo cese, que los buenos no tengan otra cosa que hacer sino gozar. Sin embargo, la verdad es que toda acción en la Tierra –incluso la más intensa– no es sino un juego infantil, comparado con la actividad y con la energía de esa vida más elevada. Y debe ser así, porque no hay principio más activo que la inteligencia, la beneficencia, el amor a la verdad, la sed de perfección, la solidaridad para con los sufrimientos y la devoción a la Obra Divina, que son los principios expansivos de la vida en el Más Allá. Es entonces que el alma tiene conciencia de sus capacidades; que la verdad infinita se desdobla ante nosotros; que se siente que el Universo es una esfera ilimitada para el descubrimiento, para la Ciencia, para la benevolencia y para la adoración. Esos nuevos objetivos de la vida, que reducen a nada los intereses actuales, se desdoblan constantemente. Por lo tanto, no se debe pensar que el Cielo está compuesto de una comunidad estacionaria. Yo pienso que es como un mundo de estupendos planes y esfuerzos para su propio desenvolvimiento. Lo considero como una sociedad que atraviesa sucesivas fases de desarrollo, de virtudes, de conocimientos, de poder, a través de la energía de sus propios miembros.
«El genio celestial está siempre activo en explorar las grandes leyes de la Creación, y los principios eternos del Espíritu para revelar lo bello en el orden del Universo y descubrir los medios de adelanto para cada alma; allá, como aquí, hay inteligencias de diversos grados, y los Espíritus más evolucionados encuentran la felicidad y el progreso al elevar a los más atrasados. Allá, progresa siempre el trabajo de educación iniciado en la Tierra, y una filosofía más divina que la que ha sido enseñada entre nosotros revela al Espíritu en su propia esencia, estimulándolo a felices esfuerzos para su propia perfección.
«El Cielo está en relación con otros mundos; sus habitantes son los mensajeros de Dios en toda la Creación; ellos tienen grandes misiones que cumplir y, para el progreso de su existencia sin fin, Él puede confiarles el cuidado de otros mundos. (...)»
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Este discurso fue pronunciado en 1834; en esa época aún no era planteada, de forma alguna, la cuestión de las manifestaciones de los Espíritus en América; por lo tanto, Channing no tenía conocimiento de las mismas; de otro modo, hubiera afirmado lo que en ciertos puntos admitió como hipótesis; pero ¿no es notable ver a este hombre presentir con tanta precisión aquello que debía ser revelado algunos años más tarde? Porque, salvo pocas excepciones, su descripción de la vida futura concuerda perfectamente; sólo le falta la reencarnación y, aún así, si examinamos de cerca, observaremos que se aproxima de la misma, como lo hace con las manifestaciones sobre las cuales calla porque no las conocía. En efecto, admite el mundo invisible a nuestro alrededor, en medio de nosotros, lleno de solicitud hacia nosotros, ayudándonos a progresar; de ahí a las comunicaciones directas no hay más que un paso. Admite en el mundo celestial, no la contemplación perpetua, sino la actividad y el progreso; admite la pluralidad de los mundos corpóreos, más o menos avanzados; si hubiese dicho que los Espíritus podían realizar su progreso pasando por esos diferentes mundos, tendríamos ahí la reencarnación. Sin ésta, la idea de esos mundos progresivos es incluso inconciliable con la de la creación de las almas en el momento del nacimiento de los cuerpos, a menos que se admita que las almas han sido creadas más o menos perfectas; pero entonces sería necesario justificar esa preferencia. ¿No es más lógico decir que si las almas de un mundo son más adelantadas que las de otro, es porque ya vivieron en mundos inferiores? Lo mismo se puede decir de los habitantes de la Tierra, comparados entre sí, desde el salvaje hasta el hombre civilizado. Sea como fuere, preguntamos si tal descripción de la vida del Más Allá, por sus deducciones lógicas, accesibles a las inteligencias más comunes y aceptables por la razón más severa, no es cien veces más apropiada para producir la convicción y la confianza en el futuro, que el horrendo e inadmisible cuadro de torturas sin fin, tomadas del Tártaro del paganismo. Los que propagan estas creencias no imaginan el número de incrédulos que las mismas producen, ni de los reclutas que proporcionan a la falange de los materialistas.
Observemos que Milton, citado en este discurso, emite sobre el mundo invisible una opinión acorde con la de Channing, que es también la de los espíritas modernos. Es que Milton, como Channing, y como tantos otros hombres eminentes, eran espíritas por intuición; es por eso que no dejamos de decir que el Espiritismo no es una invención moderna; Él es de todos los tiempos, porque hubo almas en todos los tiempos, y en todos los tiempos la masa de los hombres creyó en el alma. Así, se encuentran trazos de estas ideas en una multitud de escritores antiguos y modernos, sagrados y profanos. Esta intuición de las ideas espíritas es tan general, que todos los días vemos a una multitud de personas que, al escuchar hablar por primera vez de las mismas, de ningún modo se sorprenden: solamente les faltaba una forma para su creencia.