Revista Espírita Periódico de Estudios Psicológicos - 1861

Allan Kardec

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El mar, por el Sr. Michelet

El Sr. Michelet tiene que ponerse en guardia, porque he aquí que todos los dioses marinos de la Antigüedad se preparan para jugarle una mala pasada: es lo que nos cuenta el Sr. Taxile Delord, en un espirituoso artículo publicado en Le Siècle del 4 de febrero último. Su lenguaje es digno de la ópera bufa parisiense Orphée aux enfers, como lo atestigua la siguiente muestra: Neptuno, apareciendo de repente en la morada de Anfitrite, donde se habían reunido los que estaban descontentos, exclama: “He aquí que llega Neptuno. No me esperabais en este momento, estimada Anfitrite; es la hora de mi siesta; pero no consigo cerrar los ojos, desde que surgió ese libro diabólico intitulado El mar. Quise leerlo, pero está lleno de pamplinas; no sé de qué mares quiere hablarnos el Sr. Michelet; es imposible reconocerme allí. Todo el mundo sabe muy bien que el mar termina en las columnas de Hércules; ¿qué puede haber más allá?..., etc.”

No hace falta decir que el Sr. Michelet triunfa completamente; ahora bien, después de la dispersión de sus enemigos, el Sr. Taxile Delord le dijo: “Tal vez os sintáis más tranquilo al saber qué sucedió con los dioses marinos después que el mar los expulsó de su imperio: Neptuno fomenta la piscicultura en gran escala; Glauco es profesor de natación en los baños Ouarnier; Anfitrite es recepcionista en el balneario de Marsella, en el Mediterráneo; Nereo aceptó un lugar de cocinero en los buques transatlánticos; varios tritones han muerto y otros son expuestos en las ferias.”

No garantizamos la exactitud de las informaciones dadas por el Sr. Delord sobre la situación actual de los héroes olímpicos; pero, como principio, él ha dicho –sin quererlo– algo más serio de lo que intentaba decir.

La palabra dios, entre los Antiguos, tenía una acepción muy elástica; era una calificación genérica aplicada a todo ser que parecía elevarse por encima del nivel de la humanidad; he aquí por qué ellos han divinizado a sus grandes hombres; no los encontraríamos tan ridículos si no nos hubiésemos servido de la misma palabra para designar al Ser único, soberano Señor del universo. Los Espíritus, que entonces existían como hoy, allá se manifestaban igualmente, y esos seres misteriosos también debían –según las ideas de la época y aún con más razón– pertenecer a la clase de los dioses. Los pueblos ignorantes, considerándolos seres superiores, les rendían culto; los poetas cantaban y propagaban su historia como profundas verdades filosóficas, ocultas bajo el velo de ingeniosas alegorías, cuyo conjunto formó la mitología pagana. El vulgo, que generalmente sólo ve la superficie de las cosas, toma el sentido figurado al pie de la letra, sin buscar el fondo del pensamiento, así como aquel que en nuestros días no viese en las fábulas de La Fontaine más que una conversación de animales.

Tal es, en esencia, el principio de la mitología; por lo tanto, los dioses no eran sino los Espíritus o las almas de simples mortales, como los de nuestros días; pero las pasiones que la religión pagana les atribuía no dan una idea brillante de su elevación en la jerarquía espírita, comenzando por Júpiter, su jefe, lo que no les impedía deleitarse con el incienso que se quemaba en sus altares. El Cristianismo los despojó de su prestigio, y hoy, el Espiritismo, los redujo a su justo valor. Su propia inferioridad los sometió a varias reencarnaciones en la Tierra; por lo tanto, entre nuestros contemporáneos se podrían encontrar algunos Espíritus que hubiesen recibido antaño los honores divinos, y que no serían más adelantados por esto. El Sr. Taxile Delord, que indudablemente no cree en eso, ciertamente quiso hacer una broma; pero, sin saberlo, no dejó de decir una cosa tal vez más verdadera de lo que pensaba o, al menos, que no es materialmente imposible, como principio. Es así que, a imitación del Sr. Jourdan, una gran cantidad de personas hace Espiritismo sin saberlo.