Aquí en vuestro mundo, el interés, el egoísmo y el orgullo sofocan a la generosidad, a la caridad y a la simplicidad. El interés y el egoísmo son los dos genios malos del financista y del nuevo rico; el orgullo es el vicio del que conoce y, sobre todo, del que puede. Cuando un corazón verdaderamente pensador examina esos tres vicios horribles, sufre, porque –tened la certeza– el hombre que piensa en la nada y en la maldad de este mundo es generalmente un hombre cuyos sentimientos e instintos son delicados y caritativos. Y, como bien lo sabéis, los delicados son desdichados, ha dicho La Fontaine, que yo me he olvidado de poner al lado de Molière; sólo los delicados son desdichados, porque sienten.
Hamlet es la personificación de esa parte desdichada de la humanidad, que llora y sufre siempre, y que se venga, al vengar a Dios y a la moral. Hamlet tuvo que punir vicios vergonzosos en su familia: el orgullo y la lujuria, es decir, el egoísmo. Esa tierna y melancólica alma, deseando la verdad, se ha empañado al soplo del mundo, como un espejo que no puede más reflejar lo que es bueno y lo que es justo; esa alma tan pura derramó la sangre de su madre y vengó su honor. Hamlet es la inteligencia impotente, el pensamiento profundo que lucha contra el orgullo estúpido y contra la impudicia maternal. El hombre que piensa y que venga un vicio de la Tierra, sea cual fuere, es culpable a los ojos de los hombres, y a menudo no lo es ante Dios. No creáis que yo quiera idealizar la desesperación: ¡yo he sido punido lo suficiente! ¡Pero hay tantas brumas delante de los ojos del mundo!
Nota – El Espíritu, al ser solicitado para que diese su apreciación sobre La Fontaine –del cual había acabado de hablar–, agregó:
La Fontaine no es más conocido que Corneille y Racine. Vosotros conocéis apenas a vuestros literatos, mientras que los alemanes conocen tanto a Shakespeare como a Goethe. Volviendo al tema, La Fontaine es el francés por excelencia, que oculta su originalidad y su sensibilidad bajo los nombres de Esopo y de alegre pensador; pero, tened la certeza, La Fontaine era un delicado, como os decía hace poco; al ver que no era comprendido, adoptó esa bonhomía que llamáis de falsa; en vuestros días sería considerado como un hombre de falsa modestia. La verdadera inteligencia no es falsa, pero a menudo es preciso aullar con los lobos; en la opinión de ciertas personas, es eso lo que hizo perder a La Fontaine. Yo no os hablo de su genio, el cual es igual o quizá superior al de Molière.
II
Volviendo a nuestro pequeño curso de literatura muy familiar, Don Juan es –como ya he tenido el honor de deciros– el prototipo más perfectamente descripto de gentilhombre corrupto y blasfemo. Molière lo ha llevado hasta el drama, porque efectivamente la punición de Don Juan no debía ser humana, sino divina; es a través de los golpes inesperados de la venganza celestial que caen las cabezas orgullosas; el efecto es tanto más dramático como imprevisto.
He dicho que Don Juan era un prototipo; pero, en verdad, es un prototipo raro, porque en realidad se observan pocos hombres de ese temple, ya que casi todos ellos son viles: me refiero a la clase de los insensibles y corruptos.
Muchos blasfeman; pero os aseguro que pocos se atreven a blasfemar sin temor. La conciencia es un eco que les devuelve su blasfemia, y ellos la escuchan temblando de miedo, aunque se rían ante el mundo; son los que hoy llamamos fanfarrones del vicio. Esta especie de libertinos es numerosa en vuestra época, mas están lejos de ser hijos de Voltaire.
Molière –volviendo al tema–, como autor más sabio y observador más profundo, no sólo castigó los vicios que atacan a la humanidad, como también aquellos que se atreven a dirigirse a Dios.
III
Hasta ahora hemos visto dos prototipos: uno generoso y desdichado; el otro dichoso según el mundo, pero bien miserable ante Dios. Nos resta ver el más feo, el más indigno, el más repulsivo: me refiero a Tartufo.
En la antigüedad, la máscara de la virtud ya era horrenda, porque, sin estar depurada por la moral cristiana, el paganismo también tenía sus virtudes y sabios; pero ante el altar del Cristo, esa máscara es aún más horrible, por ser la del egoísmo y la de la hipocresía. Tal vez el paganismo haya tenido menos Tartufos que la religión cristiana. He aquí lo que hace Tartufo, lo que hizo y lo que siempre hará: aprovecharse del corazón del hombre sabio y bueno; adularlo en todas sus acciones; engañar a las personas confiadas a través de una aparente piedad y arrastrar a la profanación hasta recibir la eucaristía con el orgullo y la blasfemia en el corazón.
¡Oh, vosotros, hombres imperfectos y mundanos, que condenáis un principio divino y una moral extrahumana porque queréis abusar de los mismos! Estáis ciegos cuando confundís a los hombres con aquel principio, es decir, a Dios con la humanidad. Tartufo es horrendo y repulsivo porque esconde sus torpezas bajo un manto sagrado. Maldición para él, porque él maldecía cuando era perdonado y tramaba una traición cuando predicaba la caridad.
GÉRARD DE NERVAL