Fantasía
Por Gérard de Nerval (Médium: Sr. A. Didier) Nota – Recordamos que Buffon, al hablar de los autores contemporáneos, dijo: «Ved a Nerval, con colores extraños, con un estilo adornado y deshilvanado, haciendo
fantasía con su vida, como lo hizo con su pluma». Gérard de Nerval, en lugar de discutir, respondió a esta crítica dictando espontáneamente el siguiente trecho, al cual él mismo dio el título de
Fantasía. Lo escribió en dos sesiones, y fue en el intervalo de las mismas que tuvo lugar la respuesta del vizconde Delaunay a Buffon; he aquí por qué el vizconde dijo que no sabía si ese caprichoso Espíritu lo terminaría, dando así su probable conclusión.
Nosotros no lo hemos puesto en orden cronológico para no interrumpir la serie de críticas y de réplicas, ya que Gérard de Nerval no participó de los debates sino a través de la siguiente alegoría filosófica.
–Un día, en una de mis
fantasías, llegué –no sé cómo– cerca del mar, a un pequeño puerto poco conocido; ¡qué importa! Durante algunas horas dejé a mis compañeros de viaje y pude entregarme a la más turbulenta
fantasía, que es el término consagrado a mis evoluciones cerebrales. Sin embargo, no se debe creer que la
Fantasía sea siempre una joven alocada, inmersa en las excentricidades del pensamiento; frecuentemente la pobre muchacha ríe para no llorar, y sueña para no caerse; a menudo su corazón está lleno de amor y de curiosidad, cuando su cabeza se pierde en las nubes. Quizá sea porque ella ama mucho, esa pobre imaginación; por lo tanto, dejadla andar, pues ella ama y admira.
Entonces, un día yo estaba con ella contemplando el mar, cuyo horizonte es el cielo, cuando, en medio de mi soledad de a dos, percibí a un pequeño anciano condecorado –¡creedlo! Él ya había tenido su tiempo para eso, felizmente, y estaba muy debilitado; pero su aire era tan seguro, sus movimientos tan regulares, que esa sabiduría y armonía en su modo de andar sustituían la pesadez de sus nervios y músculos. Se sentó, examinó bien el terreno y se aseguró de que no sería picado por algunos de esos animalitos que pululan en la arena de la playa; luego colocó al lado su bastón con pomo de oro. Pero imaginad mi extrañeza cuando se puso las gafas: ¡las gafas, para ver la inmensidad!
Fantasía dio un salto terrible y quiso arrojarse sobre él; conseguí calmarla con mucha dificultad. Me aproximé, escondido atrás de una roca, y agucé mi audición: “Entonces, ¡he aquí la imagen de nuestra vida! ¡He aquí el gran todo! ¡Profunda verdad! ¡He aquí, pues, nuestras existencias, elevadas e inferiores, profundas y mezquinas, rebeldes y calmas! ¡Oh, olas! ¡Olas! ¡Gran fluctuación universal!” Después el pequeño anciano sólo habló de sí mismo. Hasta ahí
Fantasía había sido apacible y escuchaba religiosamente, pero no se contuvo más y lanzó una carcajada prolongada; solamente tuve el tiempo de tomarla en mis brazos, dejando al pequeño anciano. «En verdad –decía
Fantasía–, él debe ser miembro de alguna sociedad erudita». Después de haber corrido durante algún tiempo, percibimos un lienzo que representaba un acantilado y el comienzo de un océano. Observé o, mejor dicho, observamos el lienzo. El pintor, probablemente, buscaba otro sitio en los alrededores; después de haber observado el lienzo, observé la Naturaleza y así alternativamente.
Fantasía quiso rasgar el lienzo; tuve mucho trabajo para contenerla. –¡Cómo! –me dijo ella–, son las siete horas de la mañana ¡y veo en este lienzo un efecto que no tiene nombre! Comprendí perfectamente lo que
Fantasía me explicaba. Realmente tenía sentido lo que expresaba esa joven alocada –pensé–, queriendo alejarme. ¡Ah! El artista, escondido, había seguido los más mínimos rasgos de mi expresión; cuando sus ojos se encontraron con los míos, fue un choque terrible, un choque eléctrico. Él me lanzó una de esas miradas soberbias que parecen decir: ¡Gusano! Esta vez
Fantasía se quedó espantada con tanta insolencia y, con estupefacción, vio que él volvía a sostener su paleta. «Tú no tienes la paleta de Lorrain», le dijo ella riéndose.
Luego, volviéndose hacia mí, dijo: «Ya hemos visto lo verdadero y lo bello; busquemos ahora, un poco, el bien». Después de haber escalado los acantilados, percibí a un niño, al hijo de un pescador, que tenía más o menos trece o catorce años; jugaba con su perro y corrían uno atrás del otro, entre ladridos y gritos. De repente, escuché unos gritos que parecían venir de la parte inferior del acantilado. Inmediatamente, de un salto, el niño tomó un atajo que llevaba al mar; a pesar de todo su fervor,
Fantasía tuvo dificultad en seguirlo. Cuando llegué a la parte baja del acantilado, vi un espectáculo terrible: el niño luchaba contra las olas y traía hacia la playa a un desgraciado que forcejeaba entre los brazos de su salvador. Quise arrojarme al mar, pero el niño me gritó para no hacerlo, y al cabo de algunos instantes, el niño –lastimado, contundido y trémulo– salía con el hombre que había salvado. Al parecer, era un bañista que se aventuró a ir demasiado lejos y que había caído en una corriente.
Continuaré en otra ocasión.
GÉRARD DE NERVAL
Nota – Fue en este intervalo que tuvo lugar la comunicación del vizconde Delaunay, referida más arriba.