Discurso de agradecimiento del Sr. Lacoste, comerciante
Señores:
Ruego sobre todo a los jóvenes que me escuchan que consientan prestar atención a algunas palabras de afecto fraternal que he escrito especialmente para ellos. La falta de experiencia, la conformidad de nuestras edades y la comunión de nuestras ideas me aseguran su indulgencia.
Ninguno de nosotros, señores, ha recibido con indiferencia la revelación de esta santa Doctrina, cuyos elementos nuevos han sido recopilados por nuestro venerable maestro en un libro sabio. Jamás un campo tan vasto fue abierto a nuestras imaginaciones; nunca un horizonte tan grandioso fue develado a nuestras inteligencias. Sin mirar para atrás, fue con el ardor de la edad juvenil que nos hicimos adeptos de la fe en el porvenir y pioneros de la civilización futura. ¡Dios no permita que yo venga a proferir palabras de desánimo! Vuestras creencias son muy conocidas para mí, señores, y sé que son demasiado sólidas como para creer que la burla o el falso razonamiento de algunos adversarios puedan hacerlas vacilar. La juventud es rica de privilegios, fácil a las nobles emociones y ardiente en los emprendimientos; también tiene el entusiasmo de la fe, esta palanca moral que levanta los mundos. Pero si su imaginación la lleva más allá de los obstáculos, frecuentemente la hace sobrepasar el objetivo. Es contra esos desvíos que os exhorto a precaveros. Librados a vosotros mismos y atraídos por los encantos de la novedad, levantando a cada paso la punta del velo que os ocultaba lo desconocido y tocando casi con el dedo la solución del eterno problema de las causas primarias, tened cuidado para no dejaros embriagar por las alegrías del triunfo. Pocos caminos están exentos de precipicios; la confianza en demasía sigue siempre caminos fáciles, y no hay nada más difícil de obtener de jóvenes soldados –como de inteligencias jóvenes– que la moderación en la victoria. Ahí está el mal que temo para vosotros, como para mí.
Felizmente el remedio está junto al mal. Aquí reunidos, hay entre nosotros los que alían a la madurez de la edad y del talento la dichosa ventaja de haber sido, en nuestra ciudad, los propagadores esclarecidos de la enseñanza espírita. Es a estos Espíritus más calmos y más reflexivos que debéis someter la dirección de vuestros estudios y, gracias a esa deferencia de todos los días, gracias a esa subordinación moral, os será dado traer a la construcción del edificio común una piedra que no ha de tambalear.
Por lo tanto, señores, sepamos vencer las cuestiones pueriles de amor propio; nuestra parte, la parte que toca a nuestros jóvenes, ¿no es tan bella? En efecto, el futuro nos pertenece; cuando nuestros padres en Espiritismo vuelvan a vivir en un mundo mejor, nosotros podremos asistir –llenos de vida y de fe– a la espléndida irradiación de esta verdad, de la cual no habrán vislumbrado en la Tierra sino la misteriosa aurora.
Señores, dejadme, pues, la esperanza de que podáis decir conmigo desde el fondo del corazón:
Gracias a todos nuestros superiores; ¡a todos los que, conocidos o desconocidos, con ropas ricas o con guardapolvos de operario, se hicieron adeptos y propagadores de la Doctrina Espírita en Burdeos! A la prosperidad de la Sociedad Espírita de París, ¡de esa Sociedad que empuña tan alto y tan firme el estandarte bajo el cual aspiramos a alistarnos! Que el Sr. Allan Kardec –maestro de todos nosotros– reciba, al igual que nuestros hermanos de París, la certeza de una profunda simpatía; que él les diga que nuestros jóvenes corazones vibran en unísono y que, aunque con un paso menos firme, no por eso dejamos de contribuir para la regeneración universal, alentados por sus ejemplos y sus éxitos.