Alfred Leroy, suicida
(Sociedad Espírita de París, 8 de marzo de 1861)
Le Siècle del 2 de marzo de 1861 relata el siguiente caso:
En un terreno baldío, en la curva del camino llamado la Arcada que lleva de Conflans a Charenton, obreros que iban al trabajo, ayer de madrugada, encontraron ahorcado en un pino muy alto a un individuo que se había suicidado.
Al ser avisado, el comisario de la policía de Charenton se dirigió al local, acompañado por el Dr. Josias, y procedió a constatar los hechos.
El diario Le Droit dijo que el suicida era un hombre de aproximadamente cincuenta años, de una fisonomía distinguida y que estaba vestido de manera apropiada. De uno de sus bolsillos retiraron un papel escrito con lápiz, que decía:
«Once y cuarenta y cinco de la noche: subo al suplicio. Dios perdonará mis errores.»
En el bolsillo también había una carta, sin dirección y sin firma, cuyo contenido es el siguiente:
«¡Sí, luché hasta el último extremo! Promesas, garantías, todo me faltó. Yo podía llegar; tenía todo para creer, todo para esperar: una falta de palabra me mata; no puedo luchar más. Yo abandono esta existencia, que hace un tiempo es tan dolorosa. Lleno de fuerza y de energía, soy obligado a recurrir al suicidio. Pongo a Dios por testigo de que yo tenía el mayor deseo de pagar mis deudas a los que me habían ayudado en el infortunio; la fatalidad me aplasta: todo se pone en mi contra. Abandonado súbitamente por aquellos que representé, sufro mi desdicha; muero sin hiel –lo confieso–, pero por más que lo digan, la calumnia no impedirá que en los últimos momentos no se tenga por mí nobles simpatías. Insultar al hombre que se redujo a la última de las resoluciones sería una infamia. Ya es bastante haberlo reducido a esto. La vergüenza no será toda mía; el egoísmo me habrá matado.
Según otra documentación, el suicida era un tal Sr. Alfred Leroy, de cincuenta años de edad, oriundo de Vimoutiers (Orne). Su profesión y domicilio son desconocidos y, después de las formalidades habituales, el cuerpo, que nadie solicitó, fue llevado a la morgue.
1. Evocación. –Resp. No vengo como supliciado; ¡estoy salvo! Alfred.
Nota – Las palabras: ¡estoy salvo! sorprendieron a la mayoría de los asistentes; la explicación de las mismas fue pedida en el transcurso de la conversación.
2. Supimos por los diarios sobre el acto de desesperación al cual habéis sucumbido y, aunque no os conozcamos, nos compadecemos de vos, porque la religión nos enseña el deber de tener compasión por todos nuestros hermanos infelices, y ha sido para daros un testimonio de simpatía que os hemos llamado. –Resp. Debo callar los motivos que me han impulsado a ese acto desesperado. Agradezco lo que hacéis por mí; es una felicidad, una esperanza más; ¡gracias!
3. Para comenzar, ¿podéis decirnos si tenéis conciencia de vuestra situación actual? –Resp. Perfectamente; soy relativamente feliz; no me he suicidado por causas puramente materiales; creed que había otras: mis últimas palabras lo han demostrado. Fue una mano de hierro que me agarró. Cuando encarné en la Tierra, vi el suicidio en el futuro; era la prueba contra la cual yo tenía que luchar; quise ser más fuerte que la fatalidad, pero sucumbí.
Nota – Veremos, dentro de poco, que este Espíritu no escapa a la situación de los suicidas, a pesar de lo que acaba de decir. En cuanto a la palabra fatalidad, es evidente que en él es un recuerdo de las ideas terrenas; se atribuye a la fatalidad todas las desgracias que no se sabe evitar. El suicidio era para él la prueba contra la cual tenía que luchar; cedió al arrastramiento en lugar de resistir, en virtud de su libre albedrío, y creyó que estuviese en su destino.
4. Habéis querido escapar a una posición penosa a través del suicidio; ¿ganasteis algo con esto? –Resp. Ahí está mi castigo: la vergüenza de mi orgullo y la conciencia de mi debilidad.
5. Según la carta que ha sido encontrada con vos, parece que la dureza de los hombres y una falta de palabra os han llevado al suicidio; ¿qué sentimiento experimentáis ahora por aquellos que han sido la causa de esa funesta resolución? –Resp. ¡Oh! ¡No me tentéis, no me tentéis, os lo ruego!
Nota – Esta respuesta es admirable; describe la situación del Espíritu luchando contra el deseo de odiar a aquellos que le han hecho mal, y el sentimiento del bien que lo aconseja a perdonar. Teme que esta pregunta provoque una respuesta que su conciencia reprueba.
6. ¿Lamentáis lo que habéis hecho? –Resp. Ya os lo he dicho: mi orgullo y mi debilidad son la causa de lo que hice.
7. Cuando encarnado, ¿creíais en Dios y en la vida futura? –Resp. Mis últimas palabras lo prueban: marcho al suplicio.
Nota – Él comienza a comprender su posición en la cual, a primera vista, pudo tener una ilusión, porque no podría ser salvo y marchar al suplicio.
8. Al tomar esa resolución, ¿qué pensabais que os sucedería? –Resp. Yo tenía bastante conciencia de la justicia como para comprender lo que ahora me hace sufrir. Por un momento tuve la idea de la nada, pero la rechacé bien rápido. Yo no me habría matado si tuviese tal idea; primero me habría vengado.
Nota – Esta respuesta es a la vez muy lógica y muy profunda. Si él creyera en la nada después de la muerte, en lugar de matarse se habría vengado o, al menos, habría empezado a vengarse. La idea del futuro le ha impedido cometer un doble crimen; con la idea de la nada, ¿qué tendría que temer si quisiese quitarse la vida? No temía más la justicia de los hombres y tendría el placer de la venganza. Tal es la consecuencia de las doctrinas materialistas que ciertos eruditos se esfuerzan en propagar.
9. Si estuvierais bien convencido de que las más crueles vicisitudes de la vida son pruebas muy cortas delante de la eternidad, ¿habríais sucumbido? –Resp. Muy cortas, yo lo sabía, pero la desesperación no puede razonar.
10. Suplicamos a Dios que os perdone y le dirigimos en vuestro favor esta oración, a la cual todos nos asociamos:
«Dios todopoderoso, sabemos la situación que está reservada a los que abrevian sus días y no podemos impedir vuestra justicia; pero también sabemos que vuestra misericordia es infinita: ¡que ella pueda derramarse sobre el Espíritu Alfred Leroy! Que nuestras oraciones puedan igualmente, al mostrarle que hay en la Tierra seres que se interesan por su situación, ¡aliviar los sufrimientos que padece por no haber tenido el coraje de soportar las vicisitudes de la vida!
«Espíritus buenos, cuya misión es la de ayudar a los desdichados, tomadlo bajo vuestra protección; inspiradle el arrepentimiento de lo que ha hecho y el deseo de progresar a través de nuevas pruebas, para que pueda soportarlas mejor.»
–Resp. Esta oración me hizo llorar y, aunque lloro, soy feliz.
11. Habéis dicho al comienzo: ahora estoy salvo; ¿cómo conciliar estas palabras con lo que habéis dicho más tarde: Marcho al suplicio? –Resp. ¿Qué pensáis de la bondad divina? Yo no podía vivir; era imposible; ¿creéis que Dios no ve lo imposible en este caso?
Nota – En medio de algunas respuestas notablemente sensatas, hay otras –y ésta es de ese número– que denotan en este Espíritu una idea imperfecta de su situación. Esto no tiene nada de sorprendente, si uno piensa que él ha muerto hace pocos días.
12 (A san Luis). ¿Podéis decirnos cuál es la situación del desdichado que acabamos de evocar? –Resp. La expiación y el sufrimiento. No, no hay contradicción entre las primeras palabras de este desafortunado y sus dolores. Es feliz, dice él; feliz por la cesación de la vida, y como todavía está atado a los lazos terrenos, no siente aún sino la ausencia del mal terreno; pero cuando su Espíritu se eleve, los horizontes del dolor, de la expiación lenta y terrible se desdoblarán ante él, y el conocimiento del infinito, todavía velado a sus ojos, será para él el suplicio que vislumbró.
13. ¿Qué diferencia establecéis entre este suicida y el suicida de la Samaritana? Ambos se mataron por desesperación y, sin embargo, su situación es bien diferente: el primero se reconoce perfectamente, habla con lucidez y aún no sufre; el segundo no creía que estaba muerto, y desde los primeros instantes sufría un suplicio cruel: el de sentir la impresión de su cuerpo en descomposición. –Resp. Una inmensa diferencia; el suplicio de cada uno de esos hombres reviste el propio carácter de su adelanto moral. El último, alma débil y despedazada, soportó tanto como creyó; dudó de su fuerza, de la bondad de Dios, pero no blasfemó ni maldijo; su suplicio interior, lento y profundo, tendrá la misma intensidad de dolor que el del primer suicida; sólo la ley de expiación no es uniforme.
Nota – El relato del suicida de la Samaritana ha sido publicado en el número del mes de junio de 1858, página 166.
14. A los ojos de Dios, ¿cuál es el más culpable y cuál es el que sufrirá un mayor castigo: el que cayó en su debilidad o el que, por su dureza, fue llevado a la desesperación? –Resp. Ciertamente el que cayó en la tentación.
15. La oración que hemos dirigido a Dios por él, ¿le será útil? –Resp. Sí, la oración es un rocío benéfico.