Meditaciones filosóficas y religiosas
Dictadas al Sr. Alfred Didier, médium, por el Espíritu Lamennais (Sociedad Espírita de París) Ya hemos publicado un cierto número de comunicaciones dictadas por el Espíritu Lamennais, cuyo alto alcance filosófico hemos podido notar. Algunas veces el tema era indicado con nitidez, pero a menudo no tenía un carácter bastante delimitado como para que fuese fácil darle un título. Al haber hecho esta observación al Espíritu, él respondió que se proponía a dictar una serie de disertaciones sobre diversos asuntos variados, serie a la que sugería dar el título general de
Meditaciones Filosóficas y Religiosas, sin perjuicio de dar un título particular a los asuntos abordados. Entonces, suspendimos la publicación hasta que tuviésemos un conjunto que pudiera ser coordinado; es dicha publicación que comenzamos hoy y que continuaremos en los números siguientes.
Debemos observar que los Espíritus que han llegado a un grado muy alto de perfección son los únicos aptos para evaluar las cosas de una manera completamente juiciosa; hasta entonces, sea cual fuere el desarrollo de su inteligencia e incluso de su moralidad, ellos pueden estar más o menos imbuidos de sus ideas terrenas y ver las cosas desde su punto de vista personal, lo que explica las contradicciones que a menudo se encuentran en sus apreciaciones. Lamennais nos parece estar en este caso; hay en sus comunicaciones, sin duda, cosas muy bellas y muy buenas en cuanto a los pensamientos y en cuanto al estilo, pero hay evidentemente otras que pueden prestarse a la crítica, y por las cuales nosotros no asumimos ninguna responsabilidad. Cada uno es libre para aceptar lo que considere bueno y para rechazar lo que le parezca malo; únicamente los Espíritus perfectos pueden producir cosas perfectas. Ahora bien, Lamennais, que es indiscutiblemente un Espíritu bueno y avanzado, no tiene la pretensión de ya ser perfecto, y el carácter sombrío, melancólico y místico del hombre se refleja indudablemente en el carácter del Espíritu y, por consecuencia, en sus comunicaciones; sólo desde este punto de vista ellas ya serían un interesante objeto de observaciones.
I
Las ideas cambian, pero las ideas y los designios de Dios no cambian. La religión, es decir, la fe, la esperanza y la caridad, una sola cosa en tres –el emblema de Dios en la Tierra–, permanece inquebrantable en medio de las luchas y de los prejuicios. La religión existe, ante todo, en los corazones, por lo que no puede cambiar. Es en el momento donde la incredulidad reina, en el que las ideas se chocan y entrechocan, sin provecho para la verdad, que aparece esta Aurora que os dice: Vengo en el nombre del Dios de los vivos y no de los muertos; sólo la materia es perecedera, porque es divisible, pero el alma es inmortal, porque es una e indivisible. Cuando el alma del hombre se debilita en la duda sobre la eternidad, toma moralmente el aspecto de la materia; ella se divide y, por consiguiente, está sujeta a pruebas infelices en sus nuevas reencarnaciones. Por lo tanto, la religión es la fuerza del hombre; todos los días ella asiste a las nuevas crucifixiones infligidas al Cristo; diariamente ella escucha las blasfemias que le son echadas en la cara; pero, fuerte e inquebrantable como la Virgen, asiste divinamente al sacrificio de su Hijo, porque tiene en sí la fe, la esperanza y la caridad. La Virgen se desmayó ante de los dolores del Hijo del Hombre, pero no está muerta.
II
Sansón
Después de una lectura de la Biblia sobre la historia de Sansón, vi en pensamiento un cuadro análogo al del influyente artista que Francia acaba de perder: Decamps. Vi a un hombre de una estatura colosal, con miembros musculosos, como el de la obra el
Día, de Miguel Ángel. Ese hombre fuerte dormía al lado de una mujer que, a su alrededor, hacía quemar perfumes tales que los orientales siempre supieron introducir en su lujo y en sus costumbres delicadas. Las fuerzas de ese gigante se agotaron; un pequeño gato saltaba sobre él y sobre la mujer que estaba a su lado. La mujer se inclinó para ver si el gigante dormía; después tomó una tijera y se puso a cortar la cabellera ondulada del coloso, y vosotros sabéis el resto. –Hombres armados se abalanzaron sobre él y lo ataron fuertemente. El hombre, preso en las redes de Dalila, se llamaba Sansón –me dijo de repente un Espíritu que luego vi cerca mío. Ese hombre representa a la Humanidad debilitada por la corrupción, es decir, por la codicia y por la hipocresía. La Humanidad, cuando Dios estaba con ella, arrancó –como Sansón– las puertas de Gaza; la Humanidad, cuando tuvo por sostén a la libertad, es decir, al Cristianismo, derrotó a sus enemigos, como ese gigante derrotó solo al ejército de los filisteos. –Entonces, respondí al Espíritu, la mujer que está junto a él... No me dejó terminar y me dijo: «Es la que reemplazó a Dios; y pensad que no quiero hablaros de la corrupción de los siglos pasados, sino del vuestro.» Desde un buen tiempo que Sansón y Dalila se habían desvanecido ante mis ojos; yo veía al ángel, siempre solo, que me decía sonriendo: «La Humanidad está vencida». Su rostro se volvió entonces reflexivo y profundo, y agregó: He aquí los tres seres que devolverán a la Humanidad su vigor primitivo; ellos se llaman Fe, Esperanza y Caridad. Vendrán en algunos años y fundarán una nueva Doctrina, que los hombres llamarán Espiritismo.»
III
(Continuación)
Cada fase religiosa de la Humanidad ha tenido la fuerza divina materializada por las figuras de Sansón, de Hércules y de Rolando. Un hombre, valiéndose de los argumentos de la lógica, nos diría: «Os comprendo, pero esta comparación me parece muy sutil y muy escueta». Es verdad; hasta el presente, quizá esa comparación no haya venido a la mente de nadie; entretanto, examinemos. Os he hablado últimamente de Sansón, que es el emblema de la fuerza de la fe divina en los primeros tiempos. La Biblia es un poema oriental; Sansón es la figura material de esta fuerza impetuosa, fuerza que en otros tiempos derribó a Heliodoro en el atrio del templo, y la misma que reunió las aguas del Mar Rojo después de haberlas separado. Esa gran fuerza divina había derrotado a ejércitos y derribado los muros de Jericó. Los griegos –bien lo sabéis– vinieron de Egipto y del Oriente; esta tradición de Sansón sólo existía en el dominio de la Filosofía y de la Historia egipcias. Los griegos desbastaron los colosos de granito de Egipto, armaron a Hércules con una maza y le dieron vida. Hércules hizo sus doce trabajos, venció a la hidra de Lerna –la hidra de los siete pecados capitales– y se volvió, en ese mundo pagano, el símbolo de la fuerza divina encarnada en la Tierra: de él hicieron un dios. Pero notad cuáles fueron los vencedores de esos dos gigantes. Como dice Lamartine: ¿es preciso reír o llorar? Fueron dos hijas de Eva: Dalila y Deyanira. Como veis, la tradición de Sansón y de Hércules es la misma que la de Dalila y de Deyanira. Sólo que Dalila había cambiado la cabellera de las hijas del Faraón por la diadema de Venus.
Al atardecer, en el famoso valle de Roncesvalles, un gigante, al cual tendieron una emboscada en una profunda hondonada, exclamaba el nombre de Carlomagno con gritos desesperados. Estaba casi aniquilado bajo una enorme roca, que sus manos desfallecientes intentaban en vano remover. ¡Pobre Rolando! Tu hora ha llegado; los vascos escarnecen desde lo alto del desfiladero, y también tiran piedras enormes sobre ti. Entre tus enemigos se encuentran mujeres; tal vez Rolando haya amado a una de ellas: parece que están siempre presentes Dalila y Deyanira; la Historia no lo dice, pero esto es muy probable. Sin embargo, Rolando murió como Sansón y como Hércules. Discutid ahora, si preferís; pero pienso, señores, que esta analogía no parece tan sutil. En las edades futuras, ¿cuál será la personificación de la fuerza del Espiritismo? Vivir para ver, se dice en la Tierra. Aquí se dice: El hombre siempre ha de ver.
LAMENNAIS
(
Continúa en el próximo número.)
ALLAN KARDEC