Revista Espírita Periódico de Estudios Psicológicos - 1861

Allan Kardec

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Ensayo sobre la teoría de la alucinación

Los que no admiten el mundo incorpóreo e invisible creen explicarlo todo con la palabra alucinación. La definición de esta palabra es conocida: «Error, ilusión de una persona que cree tener percepciones que realmente no tiene» (Academia. Del latín hallucinari: errar, derivado de ad lucem). Pero, que sepamos, los científicos no han dado todavía su causa fisiológica. Si la Óptica y la Fisiología ya no parecen tener más secretos para ellos, ¿por qué aún no han explicado el origen de las imágenes que se presentan al Espíritu en ciertas circunstancias? Sea o no real, el alucinado ve algo; se dirá que él cree que está viendo, pero ¿no ve nada? Esto no es probable. Si preferís, decid que es una imagen fantástica; como queráis. Pero ¿cuál es el origen de esa imagen? ¿Cómo se forma y cómo se refleja en su cerebro? He aquí lo que vosotros no decís. Por cierto, cuando él cree estar viendo al diablo con sus cuernos y sus garras, a las llamas del infierno, a fabulosos animales que no existen, a la Luna y al Sol que luchan entre sí, es evidente que allí no hay ninguna realidad; pero si es un juego de su imaginación, ¿cómo se explica que describe tales cosas como si las mismas estuviesen presentes? Hay, pues, delante de él un cuadro, alguna fantasmagoría; entonces, ¿cuál es el espejo donde se refleja esa imagen? ¿Cuál es la causa que da a esa imagen la forma, el color y el movimiento? En vano hemos buscado esta solución en la Ciencia. Ya que los científicos quieren explicar todo a través de las leyes de la materia, que entonces ellos den, por medio de estas leyes, una teoría de la alucinación; buena o mala, será siempre una explicación.

Los hechos prueban que hay verdaderas apariciones que la teoría espírita explica perfectamente, y que sólo pueden ser negadas por los que no admiten nada fuera del mundo visible; pero al lado de las visiones reales, ¿hay alucinaciones, en el sentido que se da a esta palabra? No cabe duda; lo esencial es determinar los caracteres que pueden distinguirlas de las apariciones reales. ¿Cuál es su origen? Los Espíritus nos indicarán el camino, porque la explicación nos parece completa en la respuesta que han dado a la siguiente pregunta:

–¿Pueden considerarse como apariciones las figuras y otras imágenes que a menudo se presentan en el primer sueño o, simplemente, al cerrar los ojos?

«Tan pronto como los sentidos se entorpecen, el Espíritu se desprende y puede ver a lo lejos, o cerca, aquello que no podría ver con los ojos. Esas imágenes son a veces visiones, pero también pueden ser un efecto de las impresiones que la vista de ciertos objetos ha dejado en el cerebro, cuyos trazos conserva, así como conserva la impresión de los sonidos. El Espíritu desprendido ve entonces en su propio cerebro esas impresiones, que ahí se fijaron como en una placa fotográfica. Su variedad y mezcla forman conjuntos extravagantes y fugaces que se borran casi de inmediato, a pesar de los esfuerzos que se hagan para retenerlos. A una causa semejante es preciso atribuir ciertas apariciones fantásticas, que no tienen nada de reales, y que frecuentemente se producen en estado de enfermedad.»

«Se sabe que la memoria es el resultado de las impresiones conservadas por el cerebro. ¿Por cuál fenómeno singular esas impresiones tan variadas y tan múltiples no se confunden? He aquí un misterio impenetrable, pero no más extraño que el de las ondas sonoras que se cruzan en el aire y que, no obstante, se conservan distintas. En un cerebro sano y bien constituido, esas impresiones son nítidas y precisas; en condiciones menos favorables, ellas se borran o se confunden, como las marcas de un sello sobre una sustancia muy sólida o muy fluida. De ahí la pérdida de la memoria o la confusión de las ideas. Esto parece menos extraordinario si se admite, como en Frenología, un destino especial para cada parte del cerebro, e incluso para cada fibra.»

«Las imágenes que llegan al cerebro a través de los ojos dejan en él una impresión que hace que uno se acuerde, por ejemplo, de un cuadro como si lo tuviese delante suyo; sucede lo mismo con las impresiones de los sonidos, de los olores, de los sabores, de las palabras, de los números, etc. Si las fibras y los órganos destinados a la recepción y a la transmisión de esas impresiones estuvieren aptos para conservarlas, se tiene la memoria de las formas, de los colores, de la música, de los números, de los idiomas, etc. Cuando se trata de una escena que se ha visto, no es sino una cuestión de la memoria, porque en realidad la escena ya no está. Ahora bien, en cierto estado de emancipación, el alma ve en el cerebro y vuelve a encontrar en él esas imágenes, sobre todo aquellas que más la han impresionado, según la naturaleza de las preocupaciones o de las disposiciones de ánimo; ella encuentra allí las impresiones de escenas religiosas, diabólicas, dramáticas u otras, que ha visto en otra época en pinturas, en acciones, en lecturas o en relatos, porque los relatos también dejan impresiones. Así, el alma realmente ve algo: es la imagen en cierto modo fotografiada en el cerebro. En estado normal esas imágenes son fugaces y efímeras, porque todas las partes del cerebro funcionan libremente. Pero en estado de enfermedad el cerebro siempre está más o menos debilitado; no existe más el equilibrio entre todos los órganos, y sólo algunos de ellos conservan su actividad, mientras que otros permanecen de algún modo paralizados. De ahí la persistencia de ciertas imágenes que no se han borrado, como ocurre en estado normal, por las preocupaciones de la vida exterior. Esa es la verdadera alucinación, la causa primera de las ideas fijas. La idea fija es el recuerdo exclusivo de una impresión; la alucinación es la visión retrospectiva, por el alma, de una imagen impresa en el cerebro.»

«Como se ve, hemos explicado esta aparente anomalía por medio de una ley muy conocida, enteramente fisiológica: la de las impresiones cerebrales; pero ha sido necesario que recurriéramos a la intervención del alma, con sus facultades distintas de la materia. Ahora bien, si los materialistas no han podido aún dar una solución racional para este fenómeno, es porque no quieren admitir el alma y porque, con el materialismo puro, dicho fenómeno es inexplicable; también dirán que nuestra explicación es mala, ya que hacemos intervenir a un agente cuestionado. ¿Cuestionado por quién? Por ellos, pero admitido por la inmensa mayoría de los hombres, desde que éstos existen en la Tierra; y la negación de algunos no puede convertirse en ley.»

«¿Es buena nuestra explicación? Nosotros la damos por lo que la misma pueda valer, a falta de otras, y –si así lo desean– a título de hipótesis, esperando otra mejor; al menos ésta tiene la ventaja de dar a la alucinación una base, un cuerpo, una razón de ser, mientras que, cuando los fisiólogos hubieron pronunciado sus palabras sacramentales de sobreexcitación, de exaltación, de efectos de la imaginación, nada han dicho o no han dicho todo, porque ellos no han observado todas las fases del fenómeno.»

La imaginación también desempeña un papel que es preciso distinguir de la alucinación propiamente dicha, aunque estas dos causas estén a menudo reunidas; aquella presta a ciertos objetos las formas que éstos no tienen, como hace ver una figura en la Luna o animales en las nubes. Se sabe que en la oscuridad los objetos toman apariencias extrañas, por no poder distinguirse todas sus partes y porque los contornos no están nítidamente definidos. A la noche, ¿cuántas veces en un cuarto, una vestimenta colgada, un vago reflejo luminoso, no parecen tener una forma humana a los ojos de las personas de mayor sangre fría? Si a eso se junta el miedo o una credulidad exagerada, la imaginación hará el resto. Según esto, se comprende que la imaginación pueda alterar la realidad de las imágenes percibidas durante la alucinación y darles formas fantásticas.

Las verdaderas apariciones tienen un carácter que, para un observador experimentado, no permite confundirlas con los efectos que acabamos de citar. Como ellas pueden tener lugar en pleno día, se debe desconfiar de las que se cree ver a la noche, por temor a ser víctima de una ilusión de óptica. Además, hay en las apariciones –como en todos los otros fenómenos espíritas– el carácter inteligente, que es la mejor prueba de su realidad. Toda aparición que no da ninguna señal inteligente, puede ser terminantemente considerada una ilusión. Los Sres. materialistas deben reconocer que les concedemos una gran parte.

¿Explica lo expuesto todos los casos de visión? Ciertamente que no, y desafiamos a todos los fisiólogos a que presenten una explicación –desde su punto de vista exclusivo– que resuelva todos los casos; por lo tanto, si todas las teorías de la alucinación son insuficientes para explicar la totalidad de los hechos, entonces existe algo más allá que la alucinación propiamente dicha, y ese algo solamente encuentra su solución en la teoría espírita, que a todos abarca. En efecto, si examinamos con cuidado ciertos casos de visiones muy frecuentes, veremos que es imposible atribuirles el mismo origen de la alucinación. Al tratar de dar a ésta una explicación plausible, hemos querido mostrar en qué difiere de la aparición. En uno y en otro caso es siempre el alma que ve y no los ojos; en el primero, ella ve una imagen interior y, en el segundo, una cosa exterior, si así podemos expresarnos. Cuando una persona ausente, en la cual no se piensa en absoluto, y que se cree que está con muy buena salud, se presenta espontáneamente cuando estamos perfectamente despiertos y viene a revelar las particularidades de su muerte, ocurrida en aquel mismo momento y de la cual, por consiguiente, no se podía tener noticia, este hecho no se puede atribuir a un recuerdo ni a la preocupación del Espíritu. Suponiendo que se haya tenido aprensiones sobre la vida de esta persona, quedaría por explicar la coincidencia del momento de la muerte con la aparición y, sobre todo, las circunstancias de la muerte, cosas que no se pueden conocer ni prever. Se puede, pues, incluir entre las alucinaciones a las visiones fantásticas, que no tienen nada de real; entretanto, no sucede lo mismo con las que revelan actualidades positivas, confirmadas por los acontecimientos. Sería absurdo explicarlas con las mismas causas, y aún más absurdo sería atribuirlas al acaso, que es la razón suprema de los que no tienen nada que decir. Sólo el Espiritismo puede explicarlas con la doble teoría del periespíritu y de la emancipación del alma; pero ¿cómo creer en la acción del alma cuando no se admite su existencia?

Al no tener absolutamente en cuenta el elemento espiritual, la Ciencia está en la imposibilidad de resolver una multitud de fenómenos y cae en el absurdo de querer atribuir todo al elemento material. Sobre todo es en Medicina que el elemento espiritual desempeña un papel importante; cuando los médicos lo tengan en cuenta, se equivocarán con menos frecuencia de lo que lo hacen ahora; ahí tendrán una luz que los guiará con más seguridad en el diagnóstico y en el tratamiento de las enfermedades. Es lo que se puede constatar presentemente en la práctica de los médicos espíritas, cuyo número aumenta todos los días. Al tener la alucinación una causa fisiológica, tenemos la certeza de que ellos encontrarán el medio de combatirla. Conocemos a un médico que, gracias al Espiritismo, está a camino de hacer descubrimientos del más alto alcance, porque la Doctrina le dio a conocer la verdadera causa de ciertas afecciones rebeldes a la medicina materialista.

El fenómeno de la aparición puede producirse de dos maneras: o es el Espíritu que viene a encontrar a la persona que lo ve, o es el Espíritu de ésta que se transporta y va a encontrar al otro. Los dos ejemplos siguientes caracterizan perfectamente ambos casos.

Uno de nuestros colegas nos contaba recientemente que un amigo suyo –un oficial que se encontraba en África– de repente vio a su frente la escena de un cortejo fúnebre: era el de uno de sus tíos que vivía en Francia, y que no veía hacía mucho tiempo. Vio claramente toda la ceremonia, desde la salida de la casa mortuoria hasta la iglesia, y el transporte al cementerio; incluso observó diversas particularidades, de las cuales no podía tener idea. En ese momento él estaba despierto, a pesar de absorto, estado en que solamente salió cuando todo desapareció. Impactado por esta circunstancia, escribió a Francia para tener noticias de su tío, y supo que éste falleció súbitamente, habiendo sido enterrado en el día y a la hora en que la aparición tuvo lugar, y con las particularidades que había visto. Es evidente que en este caso no fue el cortejo que vino a encontrarlo, sino que él fue hacia el cortejo, del cual tuvo su percepción por un efecto de la doble vista.

Un médico conocido nuestro, el Sr. Félix Mallo, prestaba asistencia a una joven mujer; mas al considerar que el clima de París le hacía mal, la aconsejó a que pasase algún tiempo con su familia en el interior del país, lo que ella hizo. Durante seis meses él no escuchó más hablar de ella y ni pensaba en la misma, cuando una noche –alrededor de las diez–, al estar en su cuarto, oyó que llamaban a la puerta de su consultorio. Pensando que alguien venía a llamarlo para que atendiera a un paciente, pidió que entrase; pero quedó bastante sorprendido al ver a su frente a la joven mujer en cuestión, pálida, vestida como la había conocido y que le dijo con mucha sangre fría: «Dr. Mallo, vengo a deciros que he muerto». Y luego desapareció. Al tener la certeza de que estaba bien despierto y de que nadie había entrado, el médico requirió informaciones y supo que esa mujer había muerto en la misma noche en que le había aparecido. En este caso, fue efectivamente el Espíritu de la mujer que vino a su encuentro. Los incrédulos no dejarán de decir que el médico podría estar preocupado con la salud de su antigua paciente, y que no habría nada de sorprendente en que previera la muerte de la misma; tal vez. Pero ellos no explican el hecho de la coincidencia de su aparición con el momento de su muerte, considerando que hacía varios meses que el médico no había oído hablar de ella. Incluso suponiendo que él haya creído en la imposibilidad de que ella se curase, ¿podría prever que la misma muriera en tal día y a tal hora? Nosotros debemos agregar que él no es un hombre que se deje llevar por la imaginación.

He aquí otro hecho no menos característico y que no podría ser atribuido a ninguna previsión. Uno de nuestros socios –oficial de marina– estaba en el mar, cuando vio a su padre y a su hermano tirados abajo de un carruaje; el padre había muerto y el hermano no había sufrido ningún mal. Quince días después, al haber desembarcado en Francia, sus amigos buscaron prepararlo para que reciba la triste noticia. «–No toméis tantas precauciones –les dijo–, porque sé lo que queréis decirme: Mi padre falleció; hace quince días que lo sé.» En efecto, su padre y su hermano, estando en París, bajaban del carruaje en los Campos Elíseos, cuando el caballo se asustó, el carruaje se quebró, el padre murió y el hermano tuvo solamente algunas contusiones. Estos hechos son positivos, actuales, y no van a decir que son leyendas de la Edad Media. Si cada uno reúne sus recuerdos, verá que son más frecuentes de lo que se cree. Nosotros preguntamos si los mismos tienen alguno de los caracteres de la alucinación. Pedimos igualmente a los materialistas que den una explicación del hecho relatado en el artículo siguiente.