EL LIBRO DE LOS MÉDIUMS

Allan Kardec

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256. A medida que los Espíritus se purifican y se elevan en la jerarquía, los caracteres distintivos de su personalidad se borran de cierto modo en la uniformidad de perfección y, sin embargo, no dejan de conservar su individualidad; esto tiene lugar en los Espíritus superiores y en los Espíritus puros. En esta posición, el nombre que tenía en la Tierra, en una de las mil existencias corporales efímeras por las cuales pasaron, es una cosa enteramente insignificante. Notemos también que los Espíritus son atraídos los unos hacia los otros por la semejanza de sus cualidades, y que de este modo forman grupos o familias simpáticas: Por otra parte, si se considera el número inmenso de Espíritus que desde el origen de los tiempos deben haber llegado al primer puesto, y si se compara con el número tan corto de hombres que dejaron un gran nombre sobre la tierra, se comprenderá que entre los Espíritus superiores que pueden comunicarse, la mayor parte no debe tener nombre para nosotros; pero como necesitamos nombres para fijar nuestras ideas, pueden tomar el de un personaje conocido, cuya naturaleza se identifica del mejor modo con la suya; por esto nuestros ángeles guardianes se dan a conocer muy a menudo con el nombre de uno de los santos que nosotros veneramos y generalmente con el de aquel por quien tenemos más simpatía. De esto se sigue que si el ángel de la guarda de una persona toma el nombre de San Pedro, por ejemplo, no hay ninguna prueba material que éste sea, precisamente, el apóstol de este nombre; lo mismo puede ser el que un Espíritu enteramente desconocido, perteneciendo a la familia de los Espíritus de los que San Pedro forma parte; de aquí se sigue que cualquiera que sea el nombre bajo el cual se evoca a su ángel de la guarda, vendrá al llamamiento que se hace, porque se le atrae por el pensamiento, siéndole indiferente el nombre.

Lo mismo sucede siempre que un Espíritu superior se comunica espontáneamente bajo el nombre de un personaje conocido; nada prueba que este sea el Espíritu de aquel personaje; pero si no dice nada que desmienta la elevación de carácter de este último, hay presunción que sea él y en todo caso puede decirse que sino lo es debe ser un Espíritu del mismo grado y quizás enviado por él. En resumen, la cuestión del nombre es secundaria, pudiendo ser el nombre considerado como un simple indicio de lugar que ocupa el Espíritu en la escala espiritista.

La posición es otra cuando un Espíritu de un orden inferior se reviste de un nombre respetable para dar autoridad a sus palabras, y esto sucede con tanta frecuencia que no podríamos prevenirnos bastante contra esta clase de substituciones; porque a favor de estos nombres prestados y sobre todo con la ayuda de la fascinación, ciertos Espíritus sistemáticos, más orgullosos que sabios, procuran acreditar las ideas más ridículas.

La cuestión de identidad es, pues, como lo hemos dicho, poco menos que indiferente cuando se trata de instrucciones generales, puesto que los mejores Espíritus pueden substituirse los unos a los otros sin que esto tenga consecuencias. Los Espíritus superiores forman, por decirlo así, un todo colectivo, cuyas individualidades, con pocas excepciones, nos son completamente desconocidas. Lo que nos interesa no es su persona, sino su enseñanza; pues desde el momento que esta enseñanza es buena, poco importa que el que la da se llame Pedro o Pablo; se le juzga por su calidad y no por título. Si un vino es malo, el rótulo no lo hará mejor. En cuanto a las comunicaciones íntimas, ya es otra cosa, porque es el individuo, su misma persona, la que nos interesa, y con razón en este caso procuramos asegurarnos si el Espíritu que viene a nuestro llamamiento es realmente el que se desea.