Revista Espírita - Periódico de Estudios Psicológicos - 1859

Allan Kardec

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Un Espíritu que no cree que está desencarnado

Uno de nuestros suscriptores del Departamento de Loiret, muy buen médium psicógrafo, nos escribe lo siguiente sobre varios hechos de apariciones que sucedieron con él.

«No queriendo dejar en el olvido ninguno de los hechos que vienen en apoyo a la Doctrina Espírita, vengo a comunicaros nuevos fenómenos de los que soy testigo y médium, y que –como lo habréis de reconocer– concuerdan perfectamente con todo lo que habéis publicado en vuestra Revista, acerca de los diversos estados del Espíritu después de su separación del cuerpo.

«Hace aproximadamente seis meses, yo me ocupaba con las comunicaciones espíritas junto con varias personas, cuando me vino al pensamiento preguntar si, entre los asistentes, se encontraba un médium vidente. El Espíritu respondió afirmativamente, se dirigió a mí y agregó: “Tú ya lo eres, pero en pequeño grado y sólo durante el sueño; más tarde tu temperamento se modificará de tal manera que te volverás un excelente médium vidente, pero poco a poco, y primero durante el sueño solamente”.

«En el curso de este año pasamos por el dolor de perder a tres de nuestros parientes. Uno de ellos, que era mi tío, me apareció en sueño algún tiempo después de su muerte; tuvimos una larga conversación y él me llevó al lugar que habita, diciéndome que era el último grado que conducía a la morada de la felicidad eterna. Yo tenía la intención de daros la descripción de lo que he admirado en esa morada incomparable, pero habiendo consultado al respecto a mi Espíritu familiar, éste me respondió: “La alegría y la felicidad que tú has sentido podrían influir en el relato que harías de las maravillosas bellezas que has admirado, y tu imaginación podría crear cosas que no existen. Espera que tu Espíritu esté más calmo”. Entonces me detengo en obediencia a mi Guía y no me ocuparé sino de dos otras visiones que son más positivas. Os relataré solamente las últimas palabras de mi tío. Después de haber admirado lo que me era permitido ver, él me dijo: “Ahora vas a volver a la Tierra”. Le supliqué que me concediera algunos instantes más. “No –me dijo–, son las cinco y debes retomar el curso de tu existencia”. En ese momento me desperté con el sonido del péndulo del reloj que indicaba las cinco horas.

«Mi segunda visión ha sido la de uno de los otros dos parientes muertos durante el año. Era un hombre virtuoso, amable, buen padre de familia, buen cristiano y, aunque estuvo enfermo durante mucho tiempo, murió casi súbitamente y quizás cuando menos lo esperaba. Su semblante tenía una expresión indefinible, seria, triste y al mismo tiempo feliz. Él me ha dicho: “Expío mis faltas; pero tengo un consuelo: el de ser el protector de mi familia; continúo viviendo junto con mi esposa y con mis hijos y les inspiro buenos pensamientos; orad por mí.

«La tercera visión es más característica y me ha sido confirmada por un hecho material: es la del tercer pariente. Era un excelente hombre, pero impetuoso, encolerizado, imperioso con los empleados y, sobre todo, apegado desmedidamente a los bienes de este mundo; además de escéptico, se ocupaba de esta vida más que de la vida futura. Algún tiempo después de su muerte vino a la noche y se puso a sacudir las cortinas con impaciencia, como para despertarme. Cuando le pregunté si era realmente él, me respondió: –Sí; vine a buscarte porque eres la única persona que puedes contestarme. Mi mujer y mis hijos partieron hacia Orleáns; quise seguirlos, pero nadie quiere obedecerme. Le dije a Pierre que hiciera mis maletas, pero él no me escucha; nadie me presta atención. Si tú pudieses venir a atar los caballos a otro carruaje y hacer mis maletas, me harías un gran favor, porque yo podría ir a encontrarme con mi mujer en Orleáns. –¿Pero no puedes hacerlo tú mismo? –No, porque no consigo levantar nada; desde el sueño que experimenté durante mi enfermedad, me encuentro muy cambiado; ya no sé más dónde estoy: es una pesadilla. –¿De dónde vienes? –De B... –¿Del castillo? –¡No!, me respondió con un grito de horror, llevando la mano a la frente, ¡vengo del cementerio! –Después de un gesto de desesperación, agregó: –Querido amigo mío, ¡dile a todos mis parientes que oren por mí, porque soy muy desdichado! –Después de estas palabras huyó y lo perdí de vista. Cuando vino a buscarme y a sacudir las cortinas con impaciencia, su semblante expresaba un desvarío asustador. Cuando le pregunté cómo había hecho para mover las cortinas –justo él que decía que no conseguía levantar nada–, me contestó bruscamente: ¡Con mi soplo!

«Al día siguiente me enteré que su mujer y sus hijos habían efectivamente partido hacia Orleáns.»

Esta última aparición es sobre todo notable por la ilusión que lleva a ciertos Espíritus a creerse que aún están encarnados, y porque en este caso esa ilusión se ha prolongado por mucho más tiempo que en casos análogos. Muy comúnmente ella no dura sino algunos días, mientras que aquí, después de más de tres meses, él aún no creía que estaba desencarnado. Además, la situación es perfectamente idéntica a la que hemos observado muchas veces. Él ve todo como si estuviese encarnado; quiere hablar y se sorprende al no ser escuchado; ejerce o cree ejercer sus ocupaciones habituales. La existencia del periespíritu es demostrada aquí de una manera notable, haciendo abstracción de la visión. Puesto que cree que está encarnado, él se ve, pues, en un cuerpo semejante al que hubo dejado; ese cuerpo actúa como lo habría hecho el otro. Para él nada parece haber cambiado; sólo que aún no ha estudiado las propiedades de su nuevo cuerpo: cree que es denso y material como el primero, y se espanta al no poder levantar nada. Entretanto, percibe en su situación algo extraño que no llega a comprender: cree que está teniendo una pesadilla; toma la muerte por un sueño; es un estado mixto entre la vida corporal y la vida espiritual, estado siempre penoso y lleno de ansiedad, ligándose a una y a la otra. Como ya hemos dicho en otra ocasión, es lo que sucede de un modo más o menos constante en las muertes instantáneas, tales como las que tienen lugar por el suicidio, la apoplejía, el suplicio, los combates, etc.

Sabemos que la separación entre el cuerpo y el periespíritu se opera gradualmente y no de una manera brusca; comienza antes de la muerte, cuando ésta llega por la extinción natural de las fuerzas vitales, ya sea por la edad o por la enfermedad, y sobre todo en aquellos que, cuando encarnados, presienten su fin y que se identifican por el pensamiento con la existencia futura, de tal modo que en el instante del último suspiro la separación es más o menos completa. Cuando repentinamente la muerte sorprende a un cuerpo lleno de vida, la separación sólo comienza en este momento, y no acaba sino poco a poco. Mientras exista un lazo entre el cuerpo y el Espíritu, éste se encontrará en turbación y, si entra bruscamente en el mundo de los Espíritus, ha de sentir un sobresalto que no le permitirá reconocer de inmediato su situación, así como tampoco las propiedades de su nuevo cuerpo; es preciso que él lo intente de alguna manera y es lo que le hace creer que aún se encuentra en este mundo.

Además de las circunstancias de muerte violenta, hay otras que vuelven más tenaces los lazos entre el cuerpo y el Espíritu, porque la ilusión de la que hablamos se observa igualmente en ciertos casos de muerte natural: es cuando el individuo vivió más la vida material que la vida moral. Se concibe que su apego a la materia lo retenga aún después de la muerte, prolongando así la idea de que nada ha cambiado para él. Tal es el caso de la persona que acabamos de hablar.

Notemos la diferencia que hay entre la situación de esta persona y la del segundo pariente: uno quiere todavía dar órdenes; cree que necesita sus maletas, los caballos, su carruaje, para ir al encuentro de su mujer; aún no sabe que, como Espíritu, puede hacerlo instantáneamente o, mejor dicho, su periespíritu es aún tan material que cree que está sometido a todas las necesidades del cuerpo. El otro, que ha vivido la vida moral, que tenía sentimientos religiosos, que se ha identificado con la vida futura –aunque sorprendido de un modo más repentino que el primero–, ya está desprendido; dice que vive junto con su familia, pero ya sabe que es un Espíritu; habla a su esposa y a sus hijos, pero sabe que lo hace a través del pensamiento; en una palabra, ya no tiene ilusiones, mientras que el otro se encuentra en turbación y angustiado. De tal modo posee el sentimiento de la vida real que vio partir hacia una ciudad a su mujer y a su hijo, los cuales partieron efectivamente en el día indicado, hecho ignorado por el pariente a quien apareció.

Además, notemos una palabra muy característica de su parte, que bien describe su posición. A esta pregunta: “¿De dónde vienes?”, respondió primeramente indicando el lugar que habitaba; después, a esta otra pregunta: “¿Del castillo?”, contestó con espanto: “¡No!, vengo del cementerio”. Ahora bien, esto prueba una cosa: que al no ser completo su desprendimiento, existía todavía una especie de atracción entre el Espíritu y el cuerpo, que lo llevó a decir que venía del cementerio; pero en este momento parece empezar a comprender la verdad. La propia pregunta parece ponerlo en camino, llamándole la atención para sus restos mortales; por eso es que pronunció esa palabra con espanto.

Los ejemplos de esta naturaleza son muy numerosos, y uno de los más impactantes es: El suicida de la Samaritana, que hemos relatado en nuestro número de junio de 1858. Este hombre, evocado algunos días después de su muerte, también afirmaba que aún estaba encarnado, y decía: “Sin embargo, siento que me roen los gusanos”. Como lo hemos hecho observar en nuestro relato, no se trataba de un recuerdo, ya que cuando encarnado no había sido roído por los gusanos; por lo tanto, era un sentimiento actual, una especie de repercusión transmitida del cuerpo al Espíritu, a través de la comunicación fluídica que aún existía entre ellos. Esta comunicación no siempre se traduce de la misma manera, pero es siempre más o menos penosa, como si fuese un primer castigo para aquel que cuando encarnado se identificó demasiadamente con la materia.

¡Qué diferencia con la calma, con la serenidad y con la suave quietud de los que mueren sin remordimientos –con la conciencia de haber empleado bien el tiempo de su permanencia en este mundo–, y de los que no se dejan dominar por sus pasiones! El tránsito es corto y sin amargura, porque la muerte es para ellos el regreso del destierro para la verdadera patria. ¿Hay en esto una teoría, un sistema? No, es el cuadro que todos los días nos ofrecen nuestras comunicaciones del Más Allá, cuadro cuyos aspectos varían al infinito y de las cuales cada uno puede extraer una enseñanza útil, porque encuentra ejemplos que podrá aprovechar si se da al trabajo de consultarlos: es un espejo donde se puede mirar todo aquel que no se deje cegar por el orgullo.