Revista Espírita - Periódico de Estudios Psicológicos - 1859

Allan Kardec

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Efectos de la oración

Uno de nuestros suscriptores nos escribe de Lausana:

«Hace más de quince años profeso en gran parte aquello que vuestra ciencia espírita enseña hoy. La lectura de vuestras obras no hace más que consolidar esta creencia; además me trae grandes consuelos y lanza una viva claridad sobre una parte que para mí era sólo oscuridad. Aunque estaba muy convencido de que mi existencia debía ser múltiple, no podía explicarme en qué se volvería mi Espíritu durante esos intervalos. Mil veces gracias, señor, por haberme iniciado en esos grandes misterios al indicarme el único camino a seguir para ganar un mejor lugar en el otro mundo. Abristeis mi corazón a la esperanza y redoblasteis mi coraje para soportar las pruebas de este mundo. Señor, venid entonces en mi ayuda para esclarecer una verdad que me interesa en el más alto grado. Yo soy protestante y en nuestra Iglesia nunca se ora por los muertos, pues el Evangelio no lo enseña. Como decís, los Espíritus que evocáis os piden frecuentemente el auxilio de vuestras oraciones. ¿Es porque ellos están bajo la influencia de las ideas adquiridas en la Tierra, o es cierto que Dios toma en cuenta las oraciones de los vivos para abreviar el sufrimiento de los muertos? Esta cuestión, señor, es muy importante para mí y para otros correligionarios míos que se han casado con católicos. A fin de tener una respuesta satisfactoria, creo que sería necesario que el Espíritu de un protestante esclarecido, tal como uno de nuestros ministros, tuviese a bien manifestarse a vos en compañía de uno de vuestros eclesiásticos.»

La pregunta es doble: 1°) ¿Es agradable la oración hecha por aquellos a quien se ora? 2°) ¿La misma es útil para ellos?

Sobre la primera pregunta, escuchemos para comenzar al Reverendo Padre Félix, en una notable introducción de un pequeño libro intitulado: Les Morts souffrants et délaissés (Los Muertos sufrientes y abandonados):

“La devoción hacia los muertos no sólo es la expresión de un dogma y la manifestación de una creencia, sino que es un encanto de la vida, un consuelo del corazón. En efecto, ¿qué hay de más suave al corazón que ese culto piadoso que nos liga a la memoria y a los sufrimientos de los muertos? Creer en la eficacia de la oración y de las buenas obras para el alivio de los que hemos perdido; creer, cuando los lloramos, que esas lágrimas que por ellos todavía derramamos pueden servirles de auxilio; creer, en fin, que incluso en ese mundo invisible que ellos habitan, nuestro amor puede aún visitarlos en su beneficio: ¡qué dulce, qué suave creencia! Y en esa creencia, ¡qué consuelo para aquellos que han visto entrar la muerte en sus hogares, hiriéndoles el corazón! Si esta creencia y este culto no existiesen, el corazón humano, por la voz de sus más nobles instintos, diría a todos aquellos que lo comprenden que sería preciso inventarlos, aunque más no fuera para poner dulzura a la muerte y hasta encanto en nuestros funerales. En efecto, nada transforma y transfigura el amor que ora junto a una tumba o que llora en los funerales, como esta devoción al recuerdo y a los sufrimientos de los muertos. Esa mezcla de la religión y del dolor, de la oración y del amor, tiene al mismo tiempo algo de delicadeza y de ternura. La tristeza que llora se vuelve una ayudante de la piedad que ora; la piedad, a su vez, se vuelve para la tristeza el más delicioso aroma; y la fe, la esperanza y la caridad se aúnan siempre de la mejor manera para honrar a Dios al consolar a los hombres, ¡y haciendo del alivio a los muertos el consuelo de los vivos!

“Ese encanto tan suave que encontramos en nuestro intercambio fraternal con los muertos, se vuelve todavía más suave cuando nos persuadirnos de que, sin duda, Dios no deja a esos seres queridos completamente ignorantes del bien que les hacemos. ¿Quién no ha deseado, al orar por un padre o por un hermano fallecido, que él estuviese ahí para escuchar y, al hacer sus votos por él, que estuviera allí para ver? ¿Quién no ha dicho a sí mismo, al enjugar sus lágrimas junto al ataúd de un pariente o de un amigo que ha perdido: Si al menos pudiese escucharme, cuando mi amor le ofrece con lágrimas la oración y el sacrificio? ¡Si yo tuviera la certeza de que él lo sabe y que su amor comprende siempre al mío! Sí, si yo pudiese creer que no sólo el alivio que le mando llega hasta él, sino que pudiera persuadirme también de que Dios se digna enviar a uno de sus ángeles para contarle que ese alivio viene de mí, al llevarle mi beneficio: ¡Oh, Dios!, que sois bueno para los que lloran, ¡qué bálsamo en mi herida, qué consuelo en mi dolor!”

“Es verdad que la Iglesia no nos obliga a creer que nuestros hermanos fallecidos sepan, en efecto, en el Purgatorio, lo que hacemos por ellos en la Tierra, pero tampoco lo prohíbe; ella lo insinúa y parece persuadirnos de eso por el conjunto de su culto y de sus ceremonias; y hombres serios y honorables de la Iglesia no temen en afirmarlo. Además, sea como fuere, si los muertos no tienen el conocimiento presente y claro de las oraciones y de las buenas obras que hacemos por ellos, es cierto que sienten sus efectos saludables; y esta creencia firme, ¿no basta a un amor que quiera consolarse del dolor a través del beneficio y que desea fecundar sus lágrimas por los sacrificios?”

Lo que el Padre Félix admite como una hipótesis, la ciencia espírita lo admite como una verdad indiscutible, porque da su prueba patente. En efecto, sabemos que el mundo invisible está compuesto por los que han dejado su envoltura corporal o, dicho de otro modo, por las almas de los que han vivido en la Tierra; estas almas o Espíritus –que vienen a ser lo mismo– pueblan el espacio; están por todas partes, a nuestro lado como en las regiones más alejadas; al desembarazarse del pesado e incómodo fardo que los retenía en la superficie del suelo, no teniendo más que una envoltura etérea, semimaterial, se transportan con la rapidez del pensamiento. La experiencia prueba que ellos pueden acudir a nuestro llamado, pero vienen de buena o mala voluntad, con mayor o menor placer, según la intención, como bien se comprende; la oración es un pensamiento, un lazo que nos une a ellos: es un llamado, un verdadera evocación; ahora bien, como la oración –ya sea eficaz o no– es siempre un pensamiento benévolo, no puede dejar de ser agradable a aquellos a quien se dirige. ¿La misma es útil para ellos? Esta es otra pregunta. Los que objetan la eficacia de la oración dicen: Los designios de Dios son inmutables y Él no los deroga a pedido del hombre. –Esto depende del objeto de la oración, porque es muy cierto que Dios no puede infringir sus leyes para satisfacer a todos los pedidos desconsiderados que le son dirigidos; solamente encaremos la plegaria desde el punto de vista del alivio a las almas que sufren. Para comenzar diremos que, admitiendo que la duración efectiva de los sufrimientos no pueda ser abreviada, la conmiseración y la simpatía son un ablandamiento para aquel que sufre. Si un prisionero fuere condenado a veinte años de prisión, ¿no sufrirá mil veces más si estuviere solo, aislado y abandonado? Pero si un alma caritativa y compasiva viene a visitarlo, a consolarlo, a darle coraje, ¿no tendrá el poder de romper sus cadenas antes del tiempo previsto, haciéndolas parecer menos pesadas? ¿Y los años no parecerán más cortos? ¿Quién, en la Tierra, no ha encontrado en la compasión un alivio a sus miserias y un consuelo en las expresiones de la amistad?

¿Pueden las oraciones abreviar los sufrimientos? El Espiritismo dice: ; y lo prueba por el razonamiento y por la experiencia: por la experiencia, porque son las propias almas en sufrimiento que vienen a confirmarlo al describirnos el cambio de su situación; por el razonamiento, considerando su modo de acción.

Las comunicaciones incesantes que tenemos con los seres del Más Allá hacen pasar por nuestros ojos todos los grados del sufrimiento y de la felicidad. Vemos, pues, seres infelices, horriblemente infelices, y si de acuerdo con un gran número de teólogos, el Espiritismo no admite el fuego sino como una figura, como un emblema de los mayores dolores, en una palabra, como un fuego moral, es preciso convenir que la situación de algunos no es mucho mejor de lo que si estuviesen en el fuego material. Por lo tanto, el estado feliz o desdichado después de la muerte no es una quimera o un verdadero fantasma. Pero el Espiritismo nos enseña también que la duración del sufrimiento depende, hasta un cierto punto, de la voluntad del Espíritu, pudiendo éste abreviarlo a través de los esfuerzos que haga para mejorarse. La oración –me refiero a la oración real, la del corazón, aquella que es dictada por una verdadera caridad– estimula en el Espíritu el arrepentimiento y despierta en él los buenos sentimientos; ella lo esclarece, le hace comprender la felicidad de los que son superiores a él; lo estimula a hacer el bien, a volverse útil, porque los Espíritus pueden hacer el bien y el mal. En cierto modo la plegaria lo saca del desaliento en el que se entorpece; le hace vislumbrar la luz. Por lo tanto, a través de sus esfuerzos, él puede salir del lodazal en que se atasca; es así que la mano protectora que se le tiende puede abreviar sus sufrimientos.

Nuestro suscriptor nos pregunta si los Espíritus que solicitan oraciones no estarían aún bajo la influencia de las ideas terrestres. A esto respondemos que entre los Espíritus que se comunican con nosotros, están los que, cuando encarnados, profesaron todos los cultos. Todos ellos, católicos, protestantes, judíos, musulmanes y budistas, a esta pregunta: ¿Qué podemos hacer que os sea útil?, responden: “Orad por mí”. –¿Os sería más útil o más agradable una oración según el rito que habéis profesado? “–El rito es la forma; la oración de corazón no tiene rito”. Sin duda nuestros lectores se recuerdan de la evocación de Una viuda de Malabar, incluida en el número de la Revista de diciembre de 1858. Cuando le dijimos: Pedís que oremos por vos, pero somos cristianos; ¿podrían agradaros nuestras oraciones? Ella respondió: Sólo hay un Dios para todos los hombres.

Los Espíritus que sufren se vinculan a los que oran por ellos, como el ser que reconoce a los que le hacen el bien. Esta misma viuda de Malabar ha venido varias veces a nuestras reuniones sin ser llamada; según decía, venía para instruirse; inclusive llegaba a acompañarnos en la calle, como lo hemos constatado con la ayuda de un médium vidente. El asesino Lemaire, cuya evocación hemos relatado en el número del mes de marzo de 1858, evocación que, entre paréntesis, había suscitado la locuacidad escarnecedora de algunos escépticos, este mismo asesino, infeliz, abandonado, encontró en uno de nuestros lectores un corazón compasivo que tuvo piedad de él; vino a visitarlo con frecuencia y trató de manifestarse por todos los medios y modos, hasta que esa misma persona, al haber tenido la oportunidad de esclarecerse sobre dichas manifestaciones, supo que era Lemaire que le quería testimoniar su reconocimiento. Cuando éste tuvo la posibilidad de expresar su pensamiento, le dijo: ¡Os agradezco, alma caritativa! Yo estaba solo con los remordimientos de mi vida pasada, y tuvisteis piedad de mí; estaba abandonado, y pensasteis en mí; estaba en el abismo, ¡y me tendisteis la mano! Vuestras oraciones han sido para mí como un bálsamo consolador; comprendí la enormidad de mis crímenes y ruego a Dios que me conceda la gracia de repararlos en una nueva existencia, donde podré hacer tanto bien como hice tanto mal. Gracias una vez más, ¡oh, gracias!

Sobre los efectos de la oración, he aquí, además, la opinión actual de un ilustre ministro protestante, el Sr. Adolphe Monod, fallecido en el mes de abril de 1856.

“El Cristo ha dicho a los hombres: Amaos los unos a los otros. Esta recomendación implica la de emplear todos los medios posibles para testimoniar afecto a sus semejantes, sin que por esto se entre en detalle alguno sobre la manera de alcanzar ese objetivo. Si es cierto que nada puede desviar al Creador de aplicar la justicia –de la que Él mismo es modelo– a todas las acciones del Espíritu, no es menos cierto que la oración que le dirigís a favor de aquel por quien os interesáis, es para este último un testimonio de recordación que no puede sino contribuir para aliviar sus sufrimientos y consolarlo; desde el momento en que dé pruebas del menor arrepentimiento, y solamente entonces, será socorrido; pero nunca se le permite ignorar que un alma simpática se ha ocupado de él. Este pensamiento lo estimula al arrepentimiento y lo deja en la tierna persuasión que su intercesión le ha sido útil. De esto resulta necesariamente, de su parte, un sentimiento de reconocimiento y de afecto hacia aquel que le ha dado esa prueba de consideración y de piedad; en consecuencia, el amor que el Cristo recomendaba a los hombres no ha hecho sino aumentar entre ellos. Por lo tanto, ambos han obedecido a la ley de amor y de unión entre todos los seres, ley de Dios que debe llevar a la unidad, que es el objetivo del Espíritu”.

–¿Tenéis algo que agregar a estas explicaciones? –Resp. No, ellas lo encierran todo.

–Os agradezco por haber tenido a bien darlas. –Resp. Para mí es una felicidad el poder contribuir para la unión de las almas, unión que los Espíritus buenos tratan de hacer prevalecer sobre todas las cuestiones de dogma que las dividen.