Revista Espírita - Periódico de Estudios Psicológicos - 1859

Allan Kardec

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Una noche olvidada o la hechicera Manuza
Las mil y dos noches de los cuentos árabes
Dictada por el Espíritu Frédéric Soulié (SEGUNDO ARTÍCULO)

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Observación – Los números romanos indican las interrupciones que han tenido lugar en el dictado. A menudo el mismo no era retomado sino después de dos o tres semanas y, a pesar de esto, así como nosotros ya lo hemos hecho observar, el relato sigue como si hubiese sido escrito de una sola vez; y este no es uno de los caracteres menos curiosos de esta producción del Más Allá. Su estilo es correcto y perfectamente apropiado al tema. Repetimos, para aquellos que podrían ver en este cuento solamente una cosa fútil, que no lo damos como una obra filosófica, sino como un estudio. Nada es inútil para el observador: éste sabe aprovechar todo para profundizar la ciencia que estudia.

III
Sin embargo, nada parecía perturbar nuestra felicidad; todo era calmo a nuestro alrededor: vivíamos en una perfecta seguridad, cuando una noche, en el momento en que nos creíamos más seguros, apareció de repente a nuestro lado (puedo decirlo así, porque estábamos en una plaza donde convergían varias alamedas) el sultán acompañado de su gran visir. Ambos presentaban una fisonomía asustadora: la cólera había alterado sus facciones; estaban –sobre todo el sultán– en una exasperación fácilmente comprensible. El primer pensamiento del sultán fue el de mandarme matar; pero sabiendo a qué familia pertenezco y la suerte que le esperaba si se atreviera a tocarme un solo pelo de la cabeza, fingió (como a su llegada yo me puse aparte), como decía, fingió no percibirme y se precipitó como un furioso sobre Nazara, a quien prometió no hacer esperar el castigo que ella merecía. La llevó consigo, siempre acompañado del visir. Para mí, el primer momento de susto pasó, y entonces me apresuré a volver a mi palacio para buscar un medio de sustraer la estrella de mi vida de las manos de ese bárbaro que, probablemente, iba a poner fin a esa querida existencia.

–Y después, ¿qué hiciste? –preguntó Manuza–, porque en fin, en todo esto no veo en qué estás tan atormentado para sacar a tu amante de la mala situación en que la has metido por tu culpa. Me das la impresión de un pobre hombre que no tiene coraje ni voluntad cuando se trata de cosas difíciles.

–Manuza, antes de condenar, es preciso escuchar. Antes de venir a ti he intentado todos los medios que tenía en mi poder. Le hice ofrecimientos al sultán: le prometí oro, alhajas, camellos e inclusive palacios si él me devolviese a mi dulce gacela; pero a todo ha desdeñado. Al ver mis sacrificios rechazados, le hice amenazas; las amenazas fueron despreciadas como el resto: a todo ha reído y se ha burlado de mí. También intenté introducirme en su palacio; he sobornado a esclavos, he llegado al interior de las habitaciones; pero a pesar de todos mis esfuerzos no he podido llegar hasta mi amada.

–Tú eres franco, Nureddin; tu sinceridad merece una recompensa y tendrás lo que vienes a buscar. Voy a hacerte ver una cosa terrible: si tienes la fuerza de soportar la prueba por la cual te haré pasar, puedes estar seguro que reencontrarás tu felicidad de antaño. Te doy cinco minutos para decidirte.

Transcurrido ese tiempo, Nureddin dijo a Manuza que estaba preparado para hacer todo lo que ella quisiera para salvar a Nazara. Entonces, la hechicera se levantó y dijo: ¡Pues bien! Ven. Después, al abrir una puerta ubicada al fondo de la habitación, lo hizo pasar hacia delante. Atravesaron un patio sombrío, repleto de formas horrendas: serpientes, sapos que se paseaban peligrosamente en compañía de gatos negros, los cuales tenían un aire de superioridad entre esos animales inmundos.

IV
En el extremo de ese patio se encontraba otra puerta que Manuza igualmente abrió; y, al haber hecho pasar a Nureddin, entraron en una sala baja, iluminada solamente arriba: la luz venía de una bóveda muy elevada, provista de vidrios coloridos que formaban toda especie de arabescos. En el centro de esta sala había un hornillo encendido, y sobre un trípode puesto sobre el hornillo, un recipiente grande de bronce en el cual hervían toda especie de hierbas aromáticas, cuyo olor era tan fuerte que casi no se podía soportar. Al lado de ese recipiente se encontraba una especie de sillón grande en terciopelo negro, de aspecto extraordinario. Cuando alguien se sentaba en él, al instante desaparecía enteramente; y porque Manuza se estaba ubicando en el mismo, Nureddin la buscó durante algunos instantes sin poder verla. De repente ella volvió a aparecer y le dijo: «¿Estás todavía dispuesto?» –Sí, respondió Nureddin. «–¡Pues bien! Ve a sentarse abajo en ese sillón y espera».

Tan pronto como Nureddin se sentó en el sillón, todo cambió de aspecto y la sala se pobló de una multitud de grandes figuras blancas, al principio apenas visibles, que parecían de un rojo sangre; se hubiera dicho que eran hombres cubiertos de llagas sangrientas, danzando en rondas infernales, y en el centro de ellos, Manuza, despeinada, con los ojos llameantes, la ropa en jirones y una corona de serpientes sobre su cabeza. En la mano, a modo de cetro, blandía una antorcha encendida que lanzaba llamas, cuyo olor sofocaba a la garganta. Después de haber bailado un cuarto de hora, se detuvieron de repente a una señal de su reina que, a este efecto, había arrojado su antorcha en una caldera en ebullición. Cuando todas esas figuras se hubieron colocado alrededor de la caldera, Manuza hizo aproximar al más viejo –que era reconocido por su larga barba blanca– y le dijo: «Ven aquí, tú que sigues al diablo; te encargaré una misión muy delicada. Nureddin quiere a Nazara, y yo le he prometido dársela; es una cosa difícil. Tanaple, cuento con tu ayuda en todo. Nureddin soportará todas las pruebas necesarias; por consiguiente, procede. Sabes lo que quiero, haz lo que tengas que hacer, pero lógralo; tiembla si fracasas. Recompenso a quien me obedece, pero desgraciado de aquel que no hace mi voluntad. –Serás satisfecha, dijo Tanaple, y puedes contar conmigo. –Pues bien, ve y procede».

V
“Apenas ella acabó de decir estas palabras que todo cambió a los ojos de Nureddin; los objetos se volvieron lo que eran antes y Manuza se encontró a solas con él. «Ahora –dijo ella– regresa a tu casa y espera; te enviaré a uno de mis gnomos: él te dirá lo que debes hacer; obedece y todo irá bien».

Nureddin se quedó muy feliz con estas palabras, y más feliz todavía por dejar el antro de la hechicera. Atravesó nuevamente el patio y la habitación por donde había entrado, y luego ella lo acompañó hasta la puerta exterior. Allí, habiéndole Nureddin preguntado si él debía volver, ella respondió: «No; por el momento es inútil; si esto se hace necesario, te lo haré saber».

Nureddin se apresuró a retornar a su palacio; estaba impaciente por saber si había sucedido algo nuevo desde su salida. Encontró todo en el mismo estado; solamente en la sala de mármol –en verano, sala de reposo en las casas de los habitantes de Bagdad– vio una especie de enano de repulsiva fealdad, cerca de un estanque ubicado en el centro de esta sala. Su vestimenta era de color amarillo, bordada de rojo y azul; tenía una joroba monstruosa, piernas pequeñas, rostro gordo, con ojos verdes y bizcos, una boca muy grande hasta las orejas y cabellos pelirrojos que se asemejaban al color del sol.

Nureddin le preguntó cómo había llegado allí, y qué venía a hacer. «He sido enviado por Manuza –dijo él– para entregarte a tu amante; me llamo
Tanaple. –Si eres realmente el enviado de Manuza, estoy listo para obedecer tus órdenes; pero apúrate: aquella a quien amo está en cautiverio y tengo prisa en liberarla. –Si estás listo, condúceme enseguida a tu cuarto y te diré lo que será preciso hacer. –Sígueme, entonces, dijo Nureddin».

VI
Después de haber atravesado varios patios y jardines, Tanaple se encontró en el cuarto del joven; cerró todas las puertas y le dijo: «Sabes que debes hacer todo lo que yo te diga, sin objeción. Vas a ponerte esta ropa de mercader. Llevarás sobre tu espalda este paquete que contiene los objetos que nos son necesarios; yo voy a vestirme de esclavo y llevaré el otro paquete».

Con gran estupefacción, Nureddin vio dos paquetes enormes al lado del enano, y sin embargo no había visto ni escuchado a nadie traerlos. «Enseguida –continuó Tanaple– iremos al palacio del sultán. Le enviarás a decir que tienes objetos raros y curiosos; que si él quiere ofrecerlos a la sultana favorita, que jamás ninguna hurí tuvo otros iguales. Conoces su curiosidad; tendrá el deseo de vernos. Una vez admitidos en su presencia, no tendrás dificultad en mostrar tu mercancía y le venderás todo lo que llevamos: son ropas maravillosas que transforman a las personas que se las ponen. Tan pronto como el sultán y la sultana las vistan, todo el palacio los tomará por nosotros y no por ellos: a ti por el sultán y a mí por Ozara, la nueva sultana. Operada esta metamorfosis, estaremos libres para actuar a nuestro gusto y tú liberarás a Nazara».

Todo transcurrió como Tanaple había anunciado: la venta al sultán y la transformación. Después de algunos minutos de horrible furor por parte del sultán, que quería hacer expulsar a esos inoportunos y hacía un ruido espantoso, Nureddin, habiendo llamado a varios esclavos –conforme la orden de Tanaple–, mandó a encerrar al sultán y a Ozara como esclavos rebeldes, y ordenó que lo condujesen inmediatamente hacia donde se encontraba la prisionera Nazara. Quería saber –decía él– si ella estaba dispuesta a confesar su crimen y si estaba preparada para morir. Quiso también que la favorita Ozara lo acompañase para que viera el suplicio que él infligía a las mujeres infieles. Dicho esto, caminó, precedido por el jefe de los eunucos, durante un cuarto de hora a través de un sombrío pasillo, en cuyo extremo había una puerta de hierro pesada y maciza. Al tomar una llave, el esclavo abrió tres cerraduras y ellos entraron en una habitación ancha, de tres o cuatro codos de altura; allí, sobre una estera de paja, estaba sentada Nazara, con un cántaro de agua y algunos dátiles a su lado. Ya no era más la brillante Nazara de otros tiempos; continuaba siempre bella, pero pálida y delgada. Al ver a aquel que ella tomó por su señor, estremeció de miedo, porque pensaba que su hora había llegado.

(Continúa en el próximo número.)