Revista Espírita - Periódico de Estudios Psicológicos - 1859

Allan Kardec

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Procedimientos para alejar a los Espíritus malos

La intromisión de los Espíritus engañadores en las comunicaciones escritas es una de las mayores dificultades del Espiritismo; se sabe por experiencia que ellos no tienen ningún escrúpulo en tomar nombres supuestos e incluso hasta nombres respetables; ¿hay medios de alejarlos? He aquí la cuestión. Con este fin, ciertas personas emplean lo que se podría llamar procedimientos, es decir, fórmulas particulares de evocación o especies de exorcismos, como por ejemplo hacerlos jurar en el nombre de Dios que están diciendo la verdad, hacerlos escribir ciertas cosas, etc. Conocemos a alguien que, a cada frase, intima al Espíritu a firmar su nombre; si él es verdadero, escribe su nombre sin dificultad; si es falso, de repente se detiene justo en medio del escrito, sin poder terminarlo; hemos visto a esta persona recibir las comunicaciones más ridículas por parte de Espíritus que firmaban un nombre falso con gran desfachatez. Otras personas piensan que un medio eficaz es hacerlos confesar con las siguientes palabras: Jesús en carne, o con otras expresiones de la religión. ¡Pues bien! Declaramos que si algunos Espíritus –un poco más escrupulosos– se detienen ante la idea de un perjurio o de una profanación, existen otros que juran todo lo que uno quiera, que firman todos los nombres, que se ríen de todo y que causan afrenta ante la presencia de las figuras más veneradas, de donde sacamos en conclusión de que, entre lo que se puede llamar procedimientos, no hay ninguna fórmula ni recurso material que pueda servir como protección eficaz.

En este caso –dirán– sólo hay una cosa que hacer: dejar de escribir. Este medio no sería el mejor; lejos de eso, en muchos casos sería el peor. Nosotros ya hemos dicho, y no estaría de más repetirlo, que la acción de los Espíritus sobre nosotros es incesante y no es menos real por el hecho de ser oculta. Si esa acción es mala, será aún más perniciosa porque el enemigo está oculto; éste se revela y se desenmascara a través de las comunicaciones escritas, y así se sabe con quién se está tratando y se puede combatirlo. –Pero si no hay ningún medio para alejarlo, ¿qué hacer entonces? –No hemos dicho que no haya ningún medio, sino solamente que la mayoría de los que se emplea son ineficaces: esta es la tesis que nos proponemos a desarrollar.

Es preciso no perder de vista que los Espíritus constituyen todo un mundo, toda una población que llena el espacio, que circula a nuestro lado y que influye en todo lo que hacemos. Si se levantara el velo que los oculta, los veríamos a nuestro alrededor yendo y viniendo, siguiéndonos o evitándonos según el grado de su simpatía; unos serían indiferentes, como verdaderos ociosos del mundo oculto; otros, muy ocupados, ya sea consigo mismos o con los hombres a los cuales se vinculan con un objetivo más o menos loable y según las cualidades que los distinguen. En una palabra, veríamos una copia del género humano con sus buenas y malas cualidades, con sus virtudes y sus vicios. Ese entorno, al cual no podemos escapar porque no hay lugar tan oculto que sea inaccesible a los Espíritus, ejerce sobre nosotros –y sin nuestro conocimiento– una influencia permanente; unos nos conducen al bien, otros nos inducen al mal, y nuestras determinaciones son muy a menudo el resultado de sus sugerencias; felices de aquellos que tienen bastante juicio como para discernir la buena o la mala senda por donde intentan llevarnos. Ya que los Espíritus no son sino los propios hombres despojados de su envoltura grosera, o las almas de los que sobreviven al cuerpo, de esto se deduce que hay Espíritus desde que hay seres humanos en el Universo; son una de las fuerzas de la Naturaleza, y no esperaron que hubiesen médiums para obrar: la prueba de esto es que, en todos los tiempos, los hombres han cometido inconsecuencias; he aquí por qué nosotros decimos que su influencia es independiente de la facultad de escribir. Esta facultad es un medio de conocer esta influencia, de saber quiénes son los que están a nuestro alrededor y cuáles los que se vinculan a nosotros. Creer que se pueda sustraer a esto absteniéndose de escribir, es hacer como los niños que creen que por cerrar los ojos van a escapar de un peligro. Al revelarnos a aquellos que tenemos por compañeros, como amigos o enemigos, la escritura nos da por eso mismo un arma para combatir a estos últimos, por lo que debemos agradecer a Dios; a falta de visión para reconocer a los Espíritus, tenemos las comunicaciones escritas; a través de éstas, ellos se revelan lo que son; es para nosotros un sentido que nos permite juzgarlos; repeler este sentido es complacerse en permanecer ciego y en quedar expuesto al engaño sin control.

Por lo tanto, la intromisión de los Espíritus malos en las comunicaciones escritas no es un peligro del Espiritismo, puesto que, si hay peligro, es permanente y no depende de Él; he aquí de lo que deberíamos estar suficientemente persuadidos: es simplemente una dificultad, pero de la cual es fácil triunfar si a esto nos dedicamos de manera conveniente.

En primer lugar podemos establecer como principio que los Espíritus malos sólo van donde algo los atrae; por lo tanto, cuando ellos se entrometen en las comunicaciones, es porque encuentran simpatías en el medio donde se presentan, o por lo menos puntos débiles que esperan aprovechar; en todo caso, se observa que no hay una fuerza moral suficiente para repelerlos. Entre las causas que los atraen, es preciso poner en primera línea a las imperfecciones morales de toda naturaleza, porque el mal siempre simpatiza con el mal; en segundo lugar, la excesiva confianza con la cual son acogidas sus palabras. Cuando una comunicación revela un origen malo, sería ilógico inferir de esto una paridad necesaria entre el Espíritu y los evocadores; a menudo vemos a las personas más honorables expuestas a las bellaquerías de los Espíritus engañadores, como ocurre en el mundo con las personas honestas, engañadas por los bribones; pero cuando son tomadas precauciones, los bribones no pueden hacer nada: lo mismo sucede con los Espíritus. Cuando una persona honesta es engañada por ellos, esto puede tener dos causas: la primera, una confianza absoluta que la disuade de todo examen; la segunda, que las mejores cualidades no excluyen ciertos lados débiles que dan entrada a los Espíritus malos, ávidos por aprovechar las menores fallas en la coraza. No nos referimos al orgullo y a la ambición, que son más que fallas, sino a una cierta debilidad de carácter y, sobre todo, a los prejuicios que esos Espíritus saben hábilmente explotar al hacer adulaciones; en este aspecto, ellos usan todas las máscaras para inspirar más confianza.

Las comunicaciones francamente groseras son las menos peligrosas, porque no pueden engañar a nadie; las que más engañan son aquellas que tienen una falsa apariencia de sabiduría o de gravedad; en una palabra, las comunicaciones de los Espíritus hipócritas y de los pseudosabios. Unos pueden engañarse de buena fe, por ignorancia o por fatuidad; otros, sólo actúan por astucia. Por lo tanto, veamos los medios para desembarazarse de ellos.

La primera cosa es no atraerlos y evitar todo lo que pueda darles acceso.

Como hemos visto, las disposiciones morales son una causa preponderante; pero, haciendo abstracción de esta causa, el modo empleado no deja de tener influencia. Hay personas que tienen por principio jamás hacer evocaciones y esperar la primera comunicación espontánea que provenga del lápiz del médium; ahora bien, si se recuerda lo que hemos dicho sobre la variada multitud de los Espíritus que nos rodean, se comprenderá sin dificultad que eso sería estar enteramente a merced del primero que viniera, bueno o malo; y como en esta multitud hay más malos que buenos, existen más posibilidades que lleguen los malos, exactamente como si abrierais la puerta a todos los transeúntes de la calle, mientras que a través de la evocación hacéis vuestra elección; rodeándoos de Espíritus buenos, imponéis silencio a los malos que, a pesar de esto, podrán algunas veces intentar entrometerse –incluso los buenos lo permitirán para ejercer vuestra sagacidad en reconocerlos–, pero no tendrán influencia. Las comunicaciones espontáneas tienen una gran utilidad cuando se tiene la certeza de la calidad del entorno; entonces, a menudo, uno debe congratularse por la iniciativa dejada a los Espíritus. El inconveniente solamente está en el sistema absoluto, que consiste en abstenerse del llamado directo y de las preguntas.

Entre las causas que influyen poderosamente en la calidad de los Espíritus que frecuentan los Círculos Espíritas, es preciso no omitir la naturaleza de las cosas que son allí tratadas. Aquellas que se proponen un objetivo serio y útil atraen por esto mismo a los Espíritus serios; las que únicamente tienen la finalidad de satisfacer una vana curiosidad o sus intereses personales, se exponen como mínimo a mistificaciones, cuando no a cosas peores. En resumen, se pueden extraer de las comunicaciones espíritas las enseñanzas más sublimes y las más útiles, cuando se sabe dirigirlas; toda la cuestión está en no dejarse llevar por la astucia de los Espíritus burlones o malévolos; ahora bien, para eso es esencial saber con quién se está tratando. Al respecto, escuchemos en principio los consejos que el Espíritu san Luis daba a la Sociedad Parisiense de Estudios Espíritas por intermedio del Sr. R..., uno de sus buenos médiums. Es una comunicación espontánea que un día ha recibido en su casa, con la misión de transmitirla a la Sociedad:

«Por más legítima que sea la confianza que os inspiren los Espíritus que presiden vuestros trabajos, hay una recomendación que no estaría de más repetir y que debéis tenerla siempre presente en el pensamiento cuando os dediquéis a vuestros estudios: es la de examinar, madurar y pasar por el control de la más severa razón a todas las comunicaciones que recibís; desde que una respuesta os parezca dudosa o confusa, no dejéis de pedir las explicaciones necesarias para aclararla.

«Sabéis que la revelación ha existido desde los tiempos más remotos, pero siempre ha sido ajustada al grado de adelanto de los que la recibían. Hoy, ya no se trata de hablaros por imágenes y parábolas: debéis recibir nuestras enseñanzas de una manera clara, precisa y sin ambigüedades. Pero sería demasiado cómodo solamente tener que preguntar para esclarecerse; además, eso estaría fuera de las leyes progresivas que presiden la evolución universal. Por lo tanto, no os admiréis si, para dejaros el mérito de la elección y del trabajo, y también para puniros por las infracciones que podáis cometer contra nuestros consejos, algunas veces es permitido a ciertos Espíritus –más ignorantes que malintencionados– responder en algunos casos a vuestras preguntas. En vez de ser esto un motivo de desaliento para vosotros, debe ser un poderoso estímulo para que busquéis ardientemente la verdad. Por lo tanto, estad bien convencidos de que al seguir este camino no dejaréis de llegar a resultados felices. Sed unidos de corazón y de intención; trabajad todos; buscad, buscad siempre y encontraréis.»

Luis

El lenguaje de los Espíritus serios y buenos tiene un sello con el cual es imposible engañarse, por poco que se tenga de tacto, de discernimiento y de hábito de observación. Los Espíritus malos, por más que cubran sus torpezas con el velo de la hipocresía, nunca podrán desempeñar indefinidamente su papel; ellos muestran siempre sus verdaderas intenciones en algún momento. De otro modo, si su lenguaje fuese intachable, ellos serían Espíritus buenos. Por lo tanto, el lenguaje de los Espíritus es el verdadero criterio por el cual podemos juzgarlos; al ser el lenguaje la expresión del pensamiento, tiene siempre un reflejo de las buenas o malas cualidades del individuo. ¿No es también por el lenguaje que juzgamos a los hombres que no conocemos? Si recibís veinte cartas de veinte personas que jamás visteis, ¿no quedaríais diferentemente impresionados al leerlas? ¿No será por la calidad del estilo, por la elección de las expresiones, por la naturaleza de los pensamientos y hasta por ciertos detalles de la forma, que reconoceréis en aquel que os escribe al hombre bien educado o al hombre rústico, al sabio o al ignorante, al orgulloso o al modesto? Sucede exactamente lo mismo con los Espíritus. Suponed que sean hombres que os escriben, y los habréis de juzgar de la misma manera; los juzgaréis severamente, porque de ningún modo los Espíritus buenos se sentirán ofendidos con esta escrupulosa investigación, puesto que ellos mismos nos la recomiendan como medio de control. Por lo tanto, al saber que se puede ser engañado, el primer sentimiento debe ser el de la desconfianza; únicamente los Espíritus malos, que buscan inducir al error, pueden temer al examen porque –lejos de suscitarlo– quieren ser creídos bajo palabra.

De este principio deriva muy naturalmente y con bastante lógica el medio más eficaz para alejar a los Espíritus malos y para precaverse contra sus bellaquerías. El hombre que no es escuchado deja de hablar; el que ve que sus artimañas son constantemente descubiertas, las lleva a otra parte; el bribón que sabe que estamos en alerta continua, no hace tentativas inútiles. De la misma manera, los Espíritus engañadores abandonan la partida cuando ven que no pueden hacer nada y cuando encuentran a personas atentas que rechazan todo lo que les parece sospechoso.

Para terminar, resta pasar revista a los principales caracteres que denotan el origen de las comunicaciones espíritas.

1. Los Espíritus superiores tienen, como lo hemos dicho en varias circunstancias, un lenguaje siempre digno, noble, elevado y sin ninguna mezcla de trivialidad; ellos dicen todo con simplicidad y modestia, nunca se jactan y jamás hacen alarde de su saber o de su posición entre los otros. El lenguaje de los Espíritus inferiores o vulgares tiene siempre algún reflejo de las pasiones humanas; toda expresión que denote bajeza, presunción, arrogancia, fanfarronería o acrimonia, es un indicio característico de inferioridad o de superchería, si el Espíritu se presenta con un nombre respetable y venerado.

2. Los Espíritus buenos sólo dicen lo que saben; se callan o confiesan su ignorancia en aquello que no conocen. Los malos hablan de todo con atrevimiento, sin preocuparse con la verdad. Toda herejía científica notoria, todo principio que choca a la razón y al buen sentido revela fraude, si el Espíritu se hace pasar por un Espíritu esclarecido.

3. El lenguaje de los Espíritus elevados es siempre idéntico, si no en la forma, por lo menos en el fondo. Los pensamientos son los mismos, en cualquier tiempo y lugar; pueden tener más o menos desenvoltura según las circunstancias, las necesidades y las facilidades de comunicación, pero no son contradictorios. Si dos comunicaciones que llevan el mismo nombre están en oposición, una de ellas será evidentemente apócrifa, y la verdadera será aquella donde NADA desmienta el carácter conocido del personaje. Cuando una comunicación presenta en todos los puntos el carácter de sublimidad y de elevación, sin ningún defecto, es porque emana de un Espíritu elevado, sea cual fuere su nombre; si contiene una mezcla de bueno y de malo, procede de un Espíritu vulgar, si él se presenta como es; será de un Espíritu embustero, si se adorna con un nombre que no puede justificar.

4. Los Espíritus buenos nunca dan órdenes; ellos no imponen: aconsejan, y si no son escuchados, se retiran. Los malos son imperiosos: dan órdenes y quieren ser obedecidos. Todo Espíritu que se impone delata su origen.

5. De ninguna manera los Espíritus buenos adulan; aprueban cuando se hace el bien, pero siempre con reservas; los malos hacen elogios exagerados, estimulan el orgullo y la vanidad –aun predicando la humildad– y buscan exaltar la importancia personal de aquellos que quieren atrapar.

6. Los Espíritus superiores están por encima de las puerilidades de la forma en todas las cosas; para ellos el pensamiento lo es todo, la forma no es nada. Solamente los Espíritus vulgares pueden dar importancia a ciertos detalles incompatibles con las ideas verdaderamente elevadas. Toda prescripción meticulosa es una señal cierta de inferioridad y de superchería por parte de un Espíritu que toma un nombre que infunda respeto.

7. Es preciso desconfiar de los nombres extravagantes y ridículos que toman ciertos Espíritus que se quieren imponer a la credulidad; sería completamente absurdo tomar esos nombres en serio.

8. También es necesario desconfiar de los que muy fácilmente se presentan con nombres sumamente venerados, y no aceptar sus palabras sino con la mayor reserva; sobre todo en estos casos es indispensable tener un severo control, porque a menudo es una máscara que ellos usan para hacer creer en supuestos vínculos íntimos con los Espíritus superiores. Por ese medio adulan la vanidad y se aprovechan con frecuencia para inducir a actitudes lamentables o ridículas.

9. Los Espíritus buenos son muy escrupulosos en las actitudes que puedan aconsejar; en todos los casos éstas tienen un objetivo serio y eminentemente útil. Por lo tanto, se deben considerar como sospechosas todas las que no tuvieren ese carácter y reflexionar maduramente antes de adoptarlas.

10. Los Espíritus buenos sólo prescriben el bien. Toda máxima, todo consejo que no esté estrictamente de conformidad con la pura caridad evangélica no puede ser obra de Espíritus buenos; sucede lo mismo con toda insinuación malévola que tienda a incitar o a fomentar sentimientos de odio, de celos o de egoísmo.

11. Nunca los Espíritus buenos aconsejan cosas que no sean perfectamente racionales; toda recomendación que se aparte de la línea recta del buen sentido o de las leyes inmutables de la Naturaleza revela a un Espíritu limitado y que aún está bajo la influencia de los prejuicios terrestres y, por consecuencia, poco digno de confianza.

12. Los Espíritus malos, o simplemente imperfectos, se delatan también por signos materiales con los cuales uno no podría equivocarse. Su acción sobre el médium es algunas veces violenta, y provoca en su escritura movimientos bruscos y sacudidas, una agitación febril y convulsiva que contrasta con la calma y la suavidad de los Espíritus buenos.

13. Otra señal de su presencia es la obsesión. Los Espíritus buenos jamás obsesan; los malos se imponen en todos los instantes; es por eso que todo médium debe desconfiar de la necesidad irresistible de escribir que se apodera de él en los momentos más inoportunos. Nunca se trata de un Espíritu bueno, y a eso no debe ceder.

14. Entre los Espíritus imperfectos que se entrometen en las comunicaciones, están los que se inmiscuyen –por así decirlo– furtivamente, como para hacer una travesura, pero que se retiran tan fácilmente como vinieron, y esto a la primera advertencia; otros, por el contrario, son tenaces, se obstinan con un individuo, y sólo ceden con constreñimiento y persistencia; ejercen dominio sobre él, lo subyugan y lo fascinan al punto de hacerlo aceptar los más groseros absurdos como cosas admirables. Feliz de él cuando personas de sangre fría consiguen abrirle los ojos, lo que no siempre es fácil, porque esos Espíritus tienen el arte de inspirar la desconfianza y el alejamiento de cualquiera que pueda desenmascararlos; de esto se deduce que se debe tener como sospechoso de inferioridad o de mala intención a todo Espíritu que prescribe el aislamiento y el alejamiento de quienquiera que pueda dar buenos consejos. El amor propio viene en su auxilio, porque frecuentemente le cuesta confesar que ha sido víctima de una mistificación y reconocer a un embustero en aquel bajo cuya protección se vanagloriaba de estar. Esta acción del Espíritu es independiente de la facultad de escribir; a falta de la escritura, el Espíritu malévolo tiene mil y un medios de actuar y de embaucar; la escritura es para él un medio de persuasión, pero no es una causa; para el médium, es un medio de esclarecerse.

Al pasar todas las comunicaciones espíritas por el control de las consideraciones precedentes, fácilmente se reconocerá su origen y se podrá desbaratar la malicia de los Espíritus engañadores, que solamente se dirigen a aquellos que se dejan engañar voluntariamente; si perciben que uno se pone de rodillas ante sus palabras, ellos se aprovechan de la situación, como lo harían los simples mortales; por lo tanto, nos cabe probarles que pierden su tiempo. Agreguemos que, para esto, la oración es un poderoso recurso; a través de la misma atraemos la asistencia de Dios y de los Espíritus buenos, aumentando nuestra propia fuerza. Conocemos el precepto: Ayúdate, que el Cielo te ayudará; Dios quiere asistirnos, pero con la condición de que hagamos la parte que nos corresponda.

A ese precepto agreguemos un ejemplo. Un señor –que yo no conocía– vino un día a verme, me dijo que era médium y que recibía comunicaciones de un Espíritu muy elevado, que le había encargado que viniera a mí para hacerme una revelación a respecto de una trama que –según él– se urdía en mi contra por parte de los enemigos secretos que él designó. «¿Queréis –agregó– que yo escriba en vuestra presencia? De buen grado, respondí; pero de entrada debo deciros que esos enemigos son menos temibles de lo que creéis. Sé que los tengo; ¿y quién no los tiene? Frecuentemente los más encarnizados son aquellos a quienes más hicimos el bien. Tengo conciencia que nunca hice mal a nadie voluntariamente; aquellos que me hicieron mal no podrán decir lo mismo, y Dios será el juez entre nosotros. Veamos, sin embargo, el consejo que aquel Espíritu quiere darme». Entonces ese señor escribió lo siguiente:

“He ordenado al Sr. C... (el nombre de este señor), que es la antorcha de luz de los Espíritus buenos, y que ha recibido de ellos la misión de esparcirla entre sus hermanos, que fuese a la casa de Allan Kardec, el cual deberá creer ciegamente en lo que yo le diré, porque estoy entre los elegidos propuestos por Dios para velar por la salvación de los hombres, y porque vengo a anunciarle la verdad...”

Es suficiente –le dije–, no os toméis el trabajo de proseguir. Este preámbulo me basta para mostrarme a qué Espíritu os habéis vinculado; no agregaré más que una palabra: para un Espíritu que quiere ser astuto, es bien torpe.

Este señor pareció bastante escandalizado por el poco caso que yo hacía de aquel Espíritu, que él tuvo la ingenuidad de tomar por algún arcángel o al menos por algún santo del primer orden, venido especialmente para él. Le dije: “Ese Espíritu muestra sus verdaderas intenciones en cada una de las palabras que acaba de escribir, y convengamos que sabe muy poco esconder su juego. Primeramente os ordena: por lo tanto, quiere manteneros bajo su dependencia, lo que es característico de los Espíritus obsesores; os llama la antorcha de luz de los Espíritus buenos, lenguaje bastante enfático y confuso, bien distante de la simplicidad que caracteriza el de los Espíritus buenos; por dicho lenguaje adula vuestro orgullo, exalta vuestra importancia, lo que es suficiente para volverlo sospechoso. Sin guardar ninguna ceremonia se coloca en el número de los elegidos propuestos por Dios: jactancia indigna de un Espíritu verdaderamente superior. En fin, me dijo que debo creerle ciegamente; esto corona la obra. Es bien al estilo de esos Espíritus mentirosos que quieren que creamos en ellos bajo palabra, porque saben que con un examen serio llevan las de perder. Con un poco más de perspicacia sabría que yo no me contento con bellas palabras y que hace muy mal en prescribirme una confianza ciega. De esto saco la conclusión de que sois víctima de un Espíritu mistificador que abusa de vuestra buena fe. Os aconsejo a prestar seriamente la atención a ello, porque si no tomáis cuidado, podréis ser engañado otra vez.”

No sé si este señor ha de aprovechar la advertencia, porque no lo he visto más, ni aquel Espíritu. Yo no terminaría nunca si fuese a contar todas las comunicaciones de ese género que me han sido dadas, a veces muy seriamente, como emanando de los mayores santos, de la virgen María e incluso del propio Cristo, y sería verdaderamente curioso ver las torpezas que atribuyen a esos nombres venerables; es preciso ser ciego para dejarse engañar sobre su origen, considerando que frecuentemente una sola palabra equívoca, un único pensamiento contradictorio son suficientes para hacer descubrir la superchería a quien se toma el trabajo de reflexionar. Como ejemplos notables en apoyo a esto, sugerimos a nuestros lectores tener a bien remitirse a nuestros artículos publicados en la Revista Espírita de los meses de julioy de octubrede 1858.