Revista Espírita - Periódico de Estudios Psicológicos - 1859

Allan Kardec

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Respuesta al Sr. Oscar Comettant

Sr.,

Habéis dedicado a los Espíritus y a sus adeptos el folletín de Le Siècle (El Siglo) del 27 de octubre último. A pesar de poner en ridículo una cuestión mucho más seria de lo que pensáis, me place reconocer que, al atacar el principio, salvaguardáis las conveniencias por la urbanidad de las formas, y que es imposible decir a las personas, con más delicadeza, que no tienen sentido común; es por eso que tengo el cuidado de no confundir vuestro espirituoso artículo con esas groseras diatribas que dan una muy triste idea del buen gusto de sus autores, a los cuales hacen justicia todas las personas con buenos modales, sean nuestros adeptos o no.

De ninguna manera tengo como hábito responder a las críticas; por lo tanto, habría dejado pasar vuestro artículo, como tantos otros, si yo no hubiese sido encargado por los Espíritus, primeramente de agradeceros por haber querido ocuparos de ellos, y después para daros un pequeño consejo. Sr., comprended que de mí mismo no me permitiría darlo; cumplo con mi deber de dar el recado: he aquí todo. –¡Cómo! –diréis–, ¿entonces los Espíritus se ocupan de un folletín que escribí sobre ellos? Es mucha bondad de su parte. –Ciertamente, ya que estaban a vuestro lado cuando escribíais. Uno de ellos, que os quiere bien, llegó incluso a intentar impedir que usaseis ciertas reflexiones, que no encontraba a la altura de vuestra sagacidad, temiendo la crítica para vos, no de los espíritas, con los cuales poco os preocupáis, sino de los que conocen el alcance de vuestro juicio. Sabed que los Espíritus están por todas partes: saben todo lo que se dice y lo que se hace, y en el momento en que leéis estas líneas, estarán a vuestro lado, observándoos. Pero habréis de decir: –No puedo creer en la existencia de esos seres que pueblan el espacio y que no vemos. –¿Creéis en el aire que no veis y que, sin embargo, os rodea? –Esto es muy diferente; creo en el aire, porque si no lo veo, lo siento, lo escucho bramar en la tormenta y resonar en el conducto de la chimenea; veo los objetos que derriba. –¡Pues bien! Los Espíritus también se hacen escuchar; ellos también mueven cuerpos pesados, los levantan, los transportan, los quiebran. –¡Pero vamos, Sr. Allan Kardec! Haced un llamado a vuestra razón: ¿cómo queréis que seres impalpables, suponiendo que existan –lo que sólo admitiría si yo los viese–, tengan ese poder? ¿Cómo pueden seres inmateriales actuar sobre la materia? Esto no es racional. –¿Creéis en la existencia de esas miríadas de animálculos que están en vuestra mano y que la punta de una aguja puede cubrirse de miles de ellos? –Sí, porque si no los veo con los ojos, el microscopio me los hace ver. –Pero antes del invento del microscopio, si alguien os hubiera dicho que tenéis sobre vuestra piel millares de animálculos que allí pululan; que una gota de agua límpida contiene toda una población; que los absorbéis en masa con el aire más puro que respiráis, ¿qué habríais dicho? Habríais gritado que era un absurdo y, si escribieseis folletines, no hubierais dejado de hacer un bello artículo contra los animálculos, lo que no los impediría de existir. Hoy lo admitís porque el hecho es patente; pero antes habríais declarado que era imposible. Por lo tanto, ¿qué hay de irracional en creer que el espacio esté poblado de seres inteligentes que, aunque invisibles, no son microscópicos de modo alguno? En cuanto a mí, confieso que la idea de seres pequeños como una dosis homeopática y, no obstante, provistos de órganos visuales, reproductores, circulatorios, respiratorios, etc., me parece aún más extraordinario. –Estoy de acuerdo; pero digo una vez más que esos seres materiales son algo, mientras que vuestros Espíritus, ¿qué son? Nada, seres abstractos, inmateriales. –Para comenzar, ¿quién os ha dicho que son inmateriales? La observación, examinad con atención esta palabra –os lo ruego– observación, que no quiere decir sistema, decía que la observación demuestra que esas inteligencias ocultas tienen un cuerpo, una envoltura –invisible, es verdad, pero no menos real. Ahora bien, es por este intermediario semimaterial que ellos actúan sobre la materia. ¿Serán solamente los cuerpos sólidos que tienen una fuerza motriz? ¿No son, al contrario, los cuerpos rarificados que poseen esta fuerza en el más alto grado, como el aire, el vapor, todos los gases, la electricidad? ¿Por qué entonces negaríais esa fuerza a la sustancia que compone la envoltura de los Espíritus? –De acuerdo; pero si esas sustancias son invisibles e impalpables en ciertos casos, la condensación puede volverlas visibles e incluso sólidas; las podemos agarrar, guardar, analizar, y con esto su existencia es demostrada de una manera irrecusable. –¡Ah, es por eso! Negáis a los Espíritus porque no podéis ponerlos en un tubo de ensayo para saber si ellos están compuestos por oxígeno, hidrógeno o nitrógeno. Decidme, os lo ruego, si antes de los descubrimientos de la Química moderna se conocía la composición del aire, del agua y las propiedades de esa multitud de cuerpos invisibles, cuya existencia no sospechábamos. Entonces, ¿qué habrían dicho a aquel que anunciase todas las maravillas que hoy admiramos? Lo habrían tratado como a un impostor, como a un visionario. Supongamos que llegase a vuestras manos un libro de un científico de aquel tiempo, que hubiera negado todas esas cosas y que, además, hubiese buscado demostrar su imposibilidad. Diríais: he aquí a un científico muy presuntuoso, que se ha pronunciado muy ligeramente al tratar sobre lo que no sabía; para su reputación, hubiera sido mejor que se hubiese abstenido; en una palabra, no tendríais una alta opinión sobre su juicio. ¡Pues bien! En algunos años veremos qué se habrá de pensar de aquellos que hoy intentan demostrar que el Espiritismo es una quimera.

Indudablemente es lamentable para ciertas personas, y para los coleccionadores caprichosos, que los Espíritus no puedan ser puestos en una retorta, a fin de ser observados a gusto; pero no creáis, entretanto, que ellos escapen a nuestros sentidos de una manera absoluta. Si la sustancia que compone su envoltura es invisible en su estado normal, también puede, en ciertos casos –como el vapor, pero por otra causa–, pasar por una especie de condensación o, para ser más exacto, por una modificación molecular que la vuelva momentáneamente visible e incluso tangible; entonces podemos verlos –como nos vemos–, tocarlos, palparlos; pueden agarrarnos y dejar marcas en nuestros miembros; mas ese estado es temporal; pueden dejarlo tan rápidamente como lo tomaron, no en virtud de una rarefacción mecánica, sino por efecto de su voluntad, considerando que son seres inteligentes y no cuerpos inertes. Si la existencia de los seres inteligentes que pueblan el espacio está probada; si ejercen, como acabamos de ver, una acción sobre la materia, ¿qué hay de sorprendente en que puedan comunicarse con nosotros y transmitirnos sus pensamientos por medios materiales? –Si la existencia de esos seres fuere probada, sí: pero he aquí la cuestión. –Lo importante es primeramente probar esa posibilidad: la experiencia hará el resto. Si para vos esta existencia no está probada, lo está para mí. Escucho de aquí que decís íntimamente: Este es un argumento muy pobre. Convengamos que mi opinión personal tenga poco peso, pero no estoy solo; muchos otros, antes de mí, han pensado de la misma manera, porque yo no inventé ni descubrí a los Espíritus. Esta creencia cuenta con millones de adeptos, que tienen igual o más inteligencia que yo; entre los que creen y los que no creen, ¿quién decidirá? –El buen sentido, diréis. –Bueno; pero yo agrego: y el tiempo, que a cada día viene en nuestra ayuda. Mas ¿con qué derecho los que no creen se arrogan el privilegio del buen sentido, sobre todo cuando precisamente los que creen se encuentran, no entre los ignorantes, sino entre las personas esclarecidas, cuyo número crece todos los días? Yo lo juzgo por mi correspondencia, por el número de extranjeros que vienen a verme, por la propagación de mi periódico, que completa su segundo año y que cuenta con suscriptores en los cinco continentes, en los más altos estratos de la sociedad y hasta en los tronos. Decidme, en conciencia, si esto es la marcha de una idea vacía o de una utopía.

Al constatar ese hecho capital en vuestro artículo, decís que él amenaza tomar las proporciones de un flagelo, y agregáis: “¡Oh, Dios mío! ¿Ya no tenía la especie humana bastantes quimeras como para perturbarle la razón, sin que una nueva doctrina viniese apoderarse de nuestro pobre cerebro?” –Parece que no apreciáis las doctrinas; cada uno tiene su gusto; no todos gustan de las mismas cosas; apenas diré que no sé a qué papel intelectual sería reducido el hombre si, desde que está en la Tierra, no hubiese tenido doctrinas que, al hacerlo reflexionar, lo sacasen del estado pasivo del bruto. Sin duda, las hay buenas y malas, verdaderas y falsas, pero ha sido para discernir entre las mismas que Dios nos ha dado el juicio. Os habéis olvidado una cosa: la definición clara y categórica de lo que incluís entre las quimeras. Hay personas que califican así a todas las ideas que no comparten; pero tenéis la suficiente inteligencia como para no creer que ésta se haya concentrado únicamente en vos. Hay otros que dan ese nombre a todas las opiniones religiosas, y que consideran la creencia en Dios, en el alma y en su inmortalidad, en las penas y recompensas futuras, como útiles para ocupar a lo sumo a la gente simple o para asustar a los niños. No conozco vuestra opinión al respecto; pero del sentido de vuestro artículo algunas personas podrían inferir que aceptáis un poco esas ideas. Que las compartáis o no, me permitiré en deciros –como muchos otros– que en ellas estaría el verdadero flagelo, si las mismas se propagasen. Con el materialismo, con la creencia de que morimos como animales y que después de nosotros será la nada, el bien no tendría ninguna razón de ser y los lazos sociales no tendrían consistencia alguna: es la sanción del egoísmo; la ley penal será el único freno que impida al hombre de vivir a costa de otros. Si fuese así, ¿con qué derecho habría de punirse al que mata a su semejante para apoderarse de sus bienes? Porque es un mal –diréis; pero ¿por qué es un mal? Él os responderá: Después de mí no hay nada; todo se termina; nada tengo que temer; quiero vivir aquí lo mejor posible y, para eso, tomaré de los que tienen. ¿Quién me lo prohíbe? ¿Vuestra ley? Vuestra ley tendrá razón si fuere más fuerte, es decir, si consigue atraparme; pero si yo fuere más astuto, y si me escapo, la razón estará conmigo. –Pregunto: ¿qué sociedad podrá subsistir con semejantes principios? Esto me recuerda el siguiente hecho: Un señor que –como se dice vulgarmente– no creía ni en Dios ni en el diablo, y no escondía eso, percibió que desde algún tiempo estaba siendo robado por su criado; un día lo sorprendió en flagrante. –¿Cómo te atreves, infeliz, en tomar lo que no te pertenece? ¿No crees en Dios? El criado se puso a reír y respondió: –¿Por qué yo debería creer si vos mismo no creéis? ¿Por qué tenéis más que yo? Si yo fuese rico y vos pobre, ¿quién os impediría de hacer lo que hago? De esta vez fui torpe: he aquí todo; en la próxima trataré de hacerlo mejor. –Aquel señor habría estado más contento si su criado no hubiese tomado la creencia en Dios como una quimera. Es a esa creencia y a las que de la misma derivan que el hombre debe su verdadera seguridad social, mucho más que a la severidad de la ley, porque la ley no puede alcanzarlo todo. Si la creencia estuviese arraigada en el corazón de todos, no tendrían que temer nada unos de los otros; atacarla es dar rienda suelta a todas las pasiones y aniquilar todos los escrúpulos. Ha sido eso que llevó recientemente a un sacerdote a decir las siguientes palabras llenas de sensatez, al ser consultado sobre lo que opinaba del Espiritismo: El Espiritismo conduce a la creencia en algo; ahora bien, yo prefiero a los que creen en algo que a los que no creen en nada, porque las personas que no creen en nada, ni incluso creen en la necesidad del bien.

En efecto, el Espiritismo es la destrucción del materialismo; es la prueba patente e irrecusable de lo que ciertas personas llaman de quimera, a saber: Dios, el alma, la vida futura feliz o infeliz. Ese flagelo –como vos lo llamáis– tiene otras consecuencias prácticas. Si supieseis, como yo, cuántas veces Él ha hecho volver la calma a los corazones ulcerados por los disgustos; qué dulce consuelo Él ha derramado sobre las miserias de la vida; cuántos odios ha calmado, cuántos suicidios ha impedido, no os burlaríais tanto. Suponed que uno de vuestros amigos venga a deciros: Yo estaba desesperado; iba a darme un tiro en la cabeza; pero hoy, gracias al Espiritismo, sé lo que eso cuesta y desisto de hacerlo. Si otro individuo os dice: Yo tenía celos de vuestro mérito, de vuestra superioridad; vuestro éxito no me dejaba dormir; quería vengarme, derrotaros, arruinaros, incluso mataros. Os confieso que corristeis grandes peligros; pero hoy, que soy espírita, comprendo todo lo que esos sentimientos tienen de innoble y abjuro de los mismos; y, en lugar de haceros mal, vengo a prestaros mis servicios. Probablemente diréis: ¡Sí! Hay algo de bueno en esa locura.

Lo que os digo, señor, no es para convenceros ni para inculcaros mis ideas; tenéis convicciones que os satisfacen y que, para vos, resuelven todas las cuestiones sobre el futuro: es muy natural que las conservéis; pero me presentáis ante vuestros lectores como el propagador de un flagelo; yo tenía que mostrarles que sería de desear que todos los flagelos no hicieran más mal, comenzando con el materialismo, y cuento con vuestra imparcialidad para transmitirles mi respuesta.

Pero diréis: –Yo no soy materialista; se puede muy bien no ser de esta opinión sin creer en las manifestaciones de los Espíritus. –De acuerdo; entonces sois espiritualista y no espírita. Si me equivoqué sobre vuestra manera de ver, es porque tomé al pie de la letra la profesión de fe ubicada al final de vuestro artículo. Vos decís: –Creo en dos cosas: en el amor de los hombres por todo lo que es maravilloso, aunque ese maravilloso sea absurdo, y en el editor que me vendió el Fragmento de una Sonata, dictado por el Espíritu Mozart, al precio de 2 francos. –Si toda vuestra creencia se limita a esto, es vuestra opinión: a mí me parece que es la prima hermana del escepticismo. Pero estoy seguro de que creéis en algo más que en el Sr. Ledoyen, que os vendió por 2 francos el Fragmento de una Sonata: creéis en el producto de vuestros artículos, porque presumo que –tal vez me equivoque– no los regaláis por amor a Dios, como el Sr. Ledoyen no regala sus libros. Cada uno tiene su oficio: el Sr. Ledoyen vende sus libros, el literato vende su prosa y sus versos. Nuestro pobre mundo no está lo bastante adelantado como para que podamos morar, comer y vestirnos gratis. Quizás un día los propietarios, los sastres, los carniceros y los panaderos estén lo suficientemente esclarecidos como para comprender que es innoble para ellos pedir dinero: entonces los libreros y los literatos seguirán el ejemplo.

–Con todo esto no me has dado el consejo que me ofrecieron los Espíritus. –Aquí está: «(...) Es prudente no pronunciarse con demasiada ligereza sobre las cosas que no se conoce, e imitar la prudente reserva del sabio Arago, que decía, con referencia al magnetismo animal: “Yo no sabría aprobar el misterio con el cual se rodean los científicos serios que hoy van a asistir a las experiencias de sonambulismo. La duda es una prueba de modestia y raramente ha perjudicado el progreso de las Ciencias. Lo mismo no podríamos decir de la incredulidad. Aquel que, fuera de las Matemáticas puras, pronuncia la palabra IMPOSIBLE, no obra con prudencia. La reserva es, sobre todo, un deber cuando se trata del organismo animal.” (Noticia sobre Bailly.)»

Atentamente,

ALLAN KARDEC.