Revista Espírita - Periódico de Estudios Psicológicos - 1859

Allan Kardec

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Sociedad Parisiense de Estudios Espíritas

Discurso de clausura del año social 1858-1859

SEÑORES:

En el momento en que termina el año social, permitidme presentaros un resumen de la marcha y de los trabajos de la Sociedad.

Vosotros conocéis su origen: Ella se ha formado sin una intención premeditada, sin un proyecto preconcebido. Algunos amigos se reunían en mi casa en un pequeño grupo; poco a poco estos amigos me pidieron permiso para presentarme a sus amigos. Por entonces no había un presidente: eran reuniones íntimas de ocho a diez personas, similares a centenas que existen en París y alrededores; entretanto, era natural que en mi hogar yo tuviese la dirección de lo que allí se hacía, ya sea como dueño de la casa o también en razón de los estudios especiales que ya había hecho y que me daban una cierta experiencia en la materia.

El interés que despertaban esas reuniones iba creciendo, no obstante nos ocupásemos de cosas muy serias; poco a poco, el número de asistentes fue aumentando uno a uno, y mi modesto salón, muy poco adecuado para una asamblea, se volvió insuficiente. Fue entonces que algunos de vosotros propusieron buscar otro más cómodo, dividiendo así los gastos, pues creían que no era justo que todo corriese por mi cuenta, como sucedía hasta ese momento. Pero para reunirnos regularmente por encima de un cierto número, y en otro local, era necesario que estuviésemos de conformidad con las exigencias legales, tener un reglamento, y por consiguiente un presidente designado; en fin, era preciso constituir una Sociedad: es lo que ha tenido lugar con el consentimiento de la autoridad constituida, cuya benevolencia no nos ha faltado. También era necesario imprimir a los trabajos una dirección metódica y uniforme, y consentisteis encargarme de continuar aquello que hacía en casa, en nuestras reuniones particulares.

He ejercido mis funciones, que puedo llamar de laboriosas, con toda la exactitud y con toda la devoción de que he sido capaz; desde el punto de vista administrativo me he esforzado por mantener en las sesiones un orden riguroso, y por darles un carácter de gravedad sin el cual el prestigio de asamblea seria habría desaparecido rápidamente. Ahora que mi tarea ha terminado y que el impulso ha sido dado, debo comunicaros la resolución que he tomado de renunciar, en el futuro, a toda especie de función en la Sociedad, inclusive a la de director de estudios; yo no ambiciono sino un título: el de simple miembro titular, con el cual me sentiré siempre feliz y honrado. El motivo de mi determinación está en la multiplicidad de mis trabajos, que aumentan todos los días por la extensión de mis relaciones, porque además de aquello que conocéis, preparo otros trabajos más considerables que exigen largos y laboriosos estudios, y que no me absorberán menos de diez años; ahora bien, las tareas de la Sociedad me toman mucho tiempo, tanto en la preparación, en la coordinación, como en la redacción final. Además de ello, reclaman una asiduidad a menudo perjudicial para mis ocupaciones personales y vuelven indispensable la iniciativa casi exclusiva que me habéis dejado. Señores, es por esta razón que tan frecuentemente debo tomar la palabra, lamentando también que los miembros eminentemente esclarecidos que tenemos nos priven de sus luces. Desde hace tiempo que deseo renunciar a esas funciones; he expresado esto en diversas circunstancias y de una manera muy explícita a varios de mis compañeros, ya sea aquí o personalmente, y en particular al Sr. Ledoyen. Yo lo habría hecho antes, sin recelo de causar perturbación a la Sociedad, retirándome en la mitad del año social, pero podría parecer una deserción; y era preciso no dar esta satisfacción a nuestros adversarios. Por lo tanto, cumplí mi deber al desempeñar mi tarea hasta el fin; hoy, sin embargo, que esos motivos no existen más, me adelanto en anunciaros mi resolución, a fin de no dificultar la elección que haréis. Es justo que cada uno participe de los encargos y de los honores.

Desde hace un año que la Sociedad viene creciendo rápidamente en importancia; el número de los miembros titulares ha triplicado en algunos meses; tiene numerosos corresponsales en los dos continentes, y los oyentes habrían sobrepasado el límite de lo posible si no hubiésemos puesto un freno, determinado por la estricta ejecución del reglamento. Entre los ilustres oyentes se cuentan las más altas notabilidades sociales. La prontitud con la que solicitan ser admitidos a nuestras sesiones muestra el interés que se tiene por ellas, no obstante la ausencia de toda experimentación destinada a satisfacer la curiosidad, y quizás en razón de su propia simplicidad. Si ni todos salen convencidos –lo que sería pedir lo imposible–, las personas serias, aquellas que no vienen con el prejuicio de denigrar, llevan de la seriedad de nuestros trabajos una impresión que las predispone a profundizar esas cuestiones. Además, no tenemos sino que aplaudir las restricciones que hemos hecho a la admisión de oyentes extraños: nos evitamos así una multitud de curiosos inoportunos. La medida por la cual nosotros hemos limitado esta admisión a ciertas sesiones, reservando las otras únicamente para los miembros de la Sociedad, ha tenido como resultado darnos más libertad en los estudios, que podrían ser obstaculizados por la presencia de personas aún no esclarecidas y cuya simpatía no estuviese garantizada.

Estas restricciones han de parecer muy naturales a los que conocen el objetivo de nuestra Institución, y que ante todo saben que nosotros somos una Sociedad de estudios y de investigaciones, y no una arena de propaganda; es por esta razón que no admitimos en nuestras filas aquellos que, no teniendo las primeras nociones de la ciencia, nos harían incesantemente perder tiempo con demostraciones elementales repetidas. Sin duda, todos nosotros deseamos la propagación de las ideas que profesamos, porque sabemos que son útiles, y por eso cada uno contribuye con su parte; pero también sabemos que la convicción sólo se adquiere a través de continuas observaciones, y no por algunos hechos aislados, sin continuidad y sin razonamiento, contra los cuales la incredulidad siempre puede plantear objeciones. Se dirá que un hecho es siempre un hecho; indudablemente este es un argumento sin réplica, desde que no sea refutado ni refutable. Cuando un hecho sale del círculo de nuestras ideas y de nuestros conocimientos, a primera vista parece imposible; cuanto más extraordinario, más objeciones plantea: he aquí por qué lo niegan. Aquel que examina la causa y que la descubre, encuentra allí una base y una razón de ser; comprende la posibilidad del hecho y, desde entonces, no lo rechaza más. Frecuentemente un hecho es inteligible por su vinculación con otros hechos; tomado separadamente, puede parecer extraño, increíble e incluso absurdo; pero si fuese uno de los eslabones de la cadena, si tuviera una base racional y si se lo pudiera explicar, desaparecerá toda anomalía. Ahora bien, para concebir este encadenamiento, para captar este conjunto donde uno es conducido de consecuencia en consecuencia, es necesario en todas las cosas, y tal vez aún más en el Espiritismo, una serie de observaciones racionales. Por lo tanto, el razonamiento es un poderoso elemento de convicción, hoy más que nunca, porque las ideas positivas nos llevan a saber el porqué y el cómo de cada cosa.

Nos sorprendemos con la persistente incredulidad, en materia de Espiritismo, por parte de las personas que ya han visto, mientras que otros que nada vieron son firmes creyentes; ¿será que estos últimos son personas superficiales que aceptan sin examen todo lo que se les dice? No; todo lo contrario: los primeros han visto, pero no comprenden; los últimos no vieron, pero comprenden, y comprenden porque razonan. El conjunto de razonamientos sobre los cuales se apoyan los hechos constituye la ciencia, aún una ciencia muy imperfecta, es cierto, cuyo apogeo ninguno de nosotros pretende haber alcanzado; pero, en fin, es una ciencia en sus comienzos, y nuestros estudios se dirigen hacia la investigación de todo lo que puede ampliarla y constituirla. He aquí lo que importa que se sepa bien fuera de este recinto, para que no se equivoquen sobre el objetivo que nos proponemos; para que sobre todo no piensen que, al venir aquí, van a encontrar una exhibición de Espíritus que se ofrecen para un espectáculo. La curiosidad tiene un límite: cuando se la satisface, ella busca un nuevo objeto de distracción. Aquel que no se detiene en la superficie, que observa más allá del efecto material, encuentra siempre algo para aprender; para éste, el razonamiento es una mina inagotable: no tiene límites. Además, nuestra línea de conducta no podría ser mejor trazada que por estas admirables palabras que el Espíritu san Luis nos ha dirigido, y que nunca deberíamos perder de vista: «Se han burlado de las mesas giratorias, pero jamás se burlarán de la filosofía, de la sabiduría y de la caridad que brillan en las comunicaciones serias. (...) que en otros lugares se hagan demostraciones físicas, que en otros lugares las vean y oigan, pero que entre vosotros se comprenda y se ame

Estas palabras: que entre vosotros se comprenda, son toda una enseñanza. Debemos comprender, y buscamos comprender, porque no queremos creer como ciegos: el razonamiento es la antorcha que nos guía. Pero el razonamiento de una sola persona puede errar, motivo por el cual quisimos reunirnos en sociedad, a fin de esclarecernos mutuamente con la ayuda recíproca de nuestras ideas y de nuestras observaciones. Al ubicarnos en este terreno, nos asemejamos a todas las otras instituciones científicas, y nuestros trabajos formarán más adeptos serios que si pasásemos el tiempo haciendo conque las mesas giren o den golpes. Rápidamente estaríamos saturados de eso; nuestro pensamiento exige un alimento más sólido: he aquí por qué buscamos penetrar los misterios del mundo invisible, cuyos primeros indicios son esos fenómenos elementales. Aquel que sabe leer, ¿se divierte repitiendo sin cesar el alfabeto? Tendríamos quizás una mayor concurrencia de curiosos, que se sucederían en nuestras sesiones como personajes de un panorama cambiante; pero dichos curiosos, que no podrían improvisar una convicción al ver un fenómeno para ellos inexplicado, que lo juzgarían sin profundizarlo, serían más bien un obstáculo a nuestros trabajos; he aquí por qué, al no querer desviarnos de nuestro carácter científico, apartamos a cualquiera que no venga hacia nosotros con una finalidad seria. El Espiritismo tiene consecuencias de una tal gravedad, toca en cuestiones de un alcance tan elevado, es la clave que explica tantos problemas, en fin, en Él extraemos enseñanzas filosóficas tan profundas, que al lado de todo eso una mesa giratoria es una mera niñería.

Decíamos que la observación de los hechos sin el razonamiento es insuficiente para dar una convicción completa, siendo considerada ligera la persona que se declarase convencida por un hecho que no haya comprendido; pero esta manera de proceder tiene otro inconveniente que es bueno señalar y del cual cada uno de nosotros ha podido ser testigo: es la manía de experimentación, que es su consecuencia natural. Aquel que ve un hecho espírita, sin haber estudiado todas sus circunstancias, generalmente no ve más que el hecho material, y a partir de entonces lo juzga desde el punto de vista de sus propias ideas, sin pensar que, fuera de las leyes conocidas, pueden y deben haber leyes desconocidas. Cree que puede manejarlo a su gusto; impone sus condiciones y dice que solamente se convencerá si el hecho se presenta de una cierta manera y no de otra. Él imagina que se hacen experiencias con los Espíritus como con una pila eléctrica; al no conocer la naturaleza de los mismos, ni su manera de ser, pues no las han estudiado de modo alguno, cree que puede imponer sobre ellos su voluntad, e imagina que deban actuar a una simple señal que obedezca a su capricho de convencerlo; porque se dispone a oírlos durante un cuarto de hora, piensa que ellos deben estar a sus órdenes. Estos son los errores en que no caen los que se dan al trabajo de profundizar los estudios; conocen los obstáculos y no piden lo imposible; en lugar de querer imponer su punto de vista a los Espíritus –actitud a la que éstos no se prestan de buen grado–, se ponen en el punto de vista de los Espíritus, y ahora los fenómenos cambian de aspecto. Para esto necesitamos paciencia, perseverancia y una firme voluntad, sin los cuales no se ha de llegar a nada. Aquel que quiere realmente saber debe someterse a las condiciones del asunto en cuestión, y no querer que la situación se someta a sus propias condiciones. He aquí por qué la Sociedad no se presta de manera alguna a experimentaciones que no darían resultado, porque Ella sabe por experiencia que el Espiritismo, como cualquier otra Ciencia, no se aprende en algunas horas y a la ligera. Como Ella es seria, sólo quiere tratar con gente seria, que comprenda las obligaciones impuestas por semejante estudio, desde que se quiera hacerlo con conciencia. La Sociedad no reconoce como serios los que dicen: Hacedme ver un hecho y he de convencerme. ¿Esto quiere decir que dejamos a un lado los hechos? Muy por el contrario, puesto que toda nuestra ciencia está basada en hechos; investigamos con empeño todos aquellos que nos ofrecen un objeto de estudio o que confirman los principios admitidos; lo que quiero decir es que no perdemos nuestro tiempo en reproducir los hechos que ya conocemos, como tampoco un físico no se divierte repitiendo sin cesar las experiencias que no le enseñan nada de nuevo. Dirigimos nuestras investigaciones a todo aquello que pueda esclarecer nuestra marcha, vinculándonos de preferencia a las comunicaciones inteligentes, que son la fuente de la filosofía espírita, cuyo campo es ilimitado y bien mayor que el de las manifestaciones puramente materiales, que sólo despiertan un interés momentáneo.

Dos sistemas igualmente preconizados y practicados se presentan en el modo de recibir las comunicaciones del Más Allá: los que prefieren esperar las comunicaciones espontáneas y los que las provocan al hacer un llamado directo a tal o cual Espíritu. Los primeros pretenden que en la ausencia de control para constatar la identidad de los Espíritus, esperando su buena voluntad, uno esté menos expuesto a ser inducido al error, ya que si el Espíritu habla es porque está presente y quiere hablar, mientras que no se tiene la certeza si aquel que uno llama puede venir o responder. Los segundos objetan que dejar hablar al primero que llega es abrir la puerta, tanto a los Espíritus malos como a los buenos. La incertidumbre de la identidad no es una objeción seria, puesto que frecuentemente hay medios de constatarla, y que además esta constatación es el objeto de un estudio vinculado a los propios principios de la ciencia; el Espíritu que habla espontáneamente se limita más comúnmente a las generalidades, en cuanto las preguntas le trazan un cuadro más positivo y más instructivo. Con respecto a nosotros, no condenamos sino los sistemas exclusivistas; sabemos que se obtienen muy buenas comunicaciones de uno y de otro modo, y si damos la preferencia al segundo, es porque la experiencia nos enseña que en las comunicaciones espontáneas los Espíritus embusteros se adornan con nombres respetables, más que en las evocaciones; incluso ellos tienen el campo más libre, mientras que con el método de preguntas se los domina y se los dirige mucho más fácilmente, sin contar que las cuestiones son de una indiscutible utilidad en los estudios. Es a este modo de investigar que debemos la multitud de observaciones que a cada día recogemos y que nos hacen penetrar más profundamente esos extraños misterios. Cuanto más avanzamos, más se amplía el horizonte ante nosotros, mostrándonos cuán vasto es el campo que tenemos que segar.

Las numerosas evocaciones que hemos hecho nos han permitido dirigir una mirada investigadora hacia el mundo invisible, desde la base hasta la cúspide, es decir, en lo que tiene de más ínfimo como en lo que hay de más sublime. La innumerable variedad de hechos y de caracteres que han surgido de esos estudios, realizados con una profunda calma, con atención sostenida y con la prudente circunspección de los observadores serios, nos abrió los arcanos de ese mundo tan nuevo para nosotros; el orden y el método utilizados en las investigaciones eran elementos indispensables para el éxito. En efecto, sabéis por experiencia que no basta llamar fortuitamente a tal o cual Espíritu; los Espíritus no vienen así a gusto de nuestro capricho, y no responden a todo lo que la fantasía nos lleva a preguntarles. Con los seres del Más Allá son necesarios algunos cuidados, como saber usar un lenguaje apropiado a su naturaleza, a sus cualidades morales, al grado de su inteligencia y a la posición que ocupan; con ellos, y según las circunstancias, debemos ser dominadores o sumisos, compasivos con los que sufren, humildes y respetuosos con los superiores, firmes con los malos y con los obstinados, que sólo subyugan a aquellos que los escuchan con complacencia; en fin, es necesario saber formular y encadenar metódicamente las preguntas para obtener respuestas más explícitas, con el objeto de captar en las respuestas los matices que, frecuentemente, son rasgos característicos y revelaciones importantes, los cuales escapan al observador superficial, inexperto o de ocasión. Por lo tanto, la manera de conversar con los Espíritus es un verdadero arte, que requiere tacto, conocimiento del terreno en el cual se pisa y constituye, propiamente hablando, el Espiritismo práctico. Las evocaciones, sabiamente dirigidas, pueden enseñar grandes cosas; ofrecen un poderoso elemento de interés, de moralidad y de convicción: de interés, porque nos hacen conocer el estado del mundo que nos espera a todos y del cual algunas veces se hace una idea tan extravagante; de moralidad, porque podemos ver en las mismas, por analogía, nuestro destino futuro; de convicción, porque en esas conversaciones íntimas encontramos la prueba manifiesta de la existencia y de la individualidad de los Espíritus, que no son otros sino nuestras almas liberadas de la materia terrestre. En general, al estar formada vuestra opinión sobre el Espiritismo, no tenéis necesidad de fundamentar vuestras convicciones en la prueba material de las manifestaciones físicas; también habéis querido, según el consejo de los Espíritus, concentraros en el estudio de los principios y de las cuestiones morales, sin por esto dejar a un lado el examen de los fenómenos que pueden ayudar en la investigación de la verdad.

La crítica ha buscado pretextos para reprocharnos el haber aceptado muy fácilmente las doctrinas de ciertos Espíritus, sobre todo en lo que concierne a las cuestiones científicas. Esas personas demuestran, con esto mismo, que ignoran el verdadero objeto de la ciencia espírita y que desconocen el que nosotros nos proponemos, lo que con razón nos da el derecho de devolverles la crítica ligera con que nos han juzgado. Ciertamente no es a vosotros que es preciso enseñaros la reserva con la cual debemos recibir aquello que proviene de los Espíritus; estamos lejos de tomar todas sus palabras como artículos de fe. Sabemos que entre ellos los hay de todos los grados de conocimiento y de moralidad; para nosotros, es toda una población que presenta variedades cien veces más numerosas que las que vemos entre los hombres; lo que nosotros queremos es estudiar esa población, llegar a conocerla y a comprenderla; para esto estudiamos las individualidades, observamos los diferentes matices y buscamos percibir los rasgos distintivos de sus costumbres, de sus hábitos y de su carácter; en fin, queremos identificarnos tanto como sea posible con el estado de ese mundo. Antes de ocupar una residencia, queremos saber bastante cómo es ella, si allí estaremos cómodamente instalados, conocer los hábitos de los vecinos que tendremos y el género de sociedad que podremos frecuentar. ¡Pues bien! Los Espíritus nos dan a conocer nuestra futura residencia y las costumbres del pueblo en medio del cual iremos vivir. Pero de la misma manera que entre nosotros hay personas ignorantes y de visión limitada, que hacen una idea incompleta de nuestro mundo material y del medio que no les es propio, también los Espíritus que poseen un horizonte moral limitado no pueden captar el conjunto, y aún están bajo el dominio de los prejuicios y de los sistemas; por lo tanto, tampoco pueden instruirnos sobre todo lo que sucede en el mundo espiritual, de la misma forma que un campesino no podría hacerlo con referencia al estado de la alta sociedad parisiense o del mundo erudito. Por lo tanto, sería tener de nuestro juicio una muy pobre opinión, si se pensara que escuchamos a todos los Espíritus como si fuesen oráculos. Los Espíritus son lo que son, y no podemos cambiar el orden de las cosas; al no ser todos perfectos, nosotros solamente aceptamos sus palabras con la reserva de verificación ulterior y no con la credulidad de los niños; juzgamos, comparamos, extraemos las consecuencias de nuestras observaciones, y sus propios errores son para nosotros enseñanzas, porque no renunciamos a nuestro discernimiento.

Estas observaciones se aplican igualmente a todas las teorías científicas que pueden dar los Espíritus. Sería demasiado cómodo que únicamente bastase que los interroguemos para encontrar la Ciencia totalmente resuelta y para poseer todos los secretos de la industria: solamente conquistaremos la Ciencia a costa de trabajo y de investigaciones; la misión de los Espíritus no es eximirnos de esta obligación. Además sabemos que ni todos saben todo, como también sabemos que entre ellos –como entre nosotros– existen pseudosabios, que creen saber lo que no saben y que hablan de lo que ignoran con la más imperturbable desfachatez. Por el hecho de un Espíritu decir que es el Sol que gira alrededor de la Tierra, y no al contrario, no por esto su teoría sería más verdadera porque provenga de él. Sepan, por lo tanto, aquellos que suponen que tenemos una credulidad tan pueril, que tomamos toda opinión expresada por un Espíritu como una opinión personal; que no la aceptamos sino después de haberla sometido al control de la lógica y de los medios de investigación que la propia ciencia espírita nos ofrece, medios que todos vosotros conocéis.

Señores, tal es el objetivo que la Sociedad se propone; ciertamente no soy yo quien va a enseñaros esto, pero me agrada recordarlo aquí para que mis palabras tengan repercusión allá afuera y para que nadie se equivoque cuanto a su verdadero carácter. Por mi parte, soy feliz por haberos acompañado a través de este camino serio, que eleva al Espiritismo a la categoría de ciencia filosófica. Vuestros trabajos ya han producido frutos, pero los que más tarde han de ser producidos son incalculables, si permanecéis –y de esto no tengo dudas– en las condiciones propicias para atraer a los Espíritus buenos entre vosotros.

El concurso de los Espíritus buenos es, en efecto, la condición sin la cual nadie puede esperar la verdad; ahora bien, este concurso depende de nosotros obtenerlo. La primera de todas las condiciones para conquistar su simpatía es el recogimiento y la pureza de las intenciones. Los Espíritus serios van adonde son llamados seriamente, con fe, fervor y confianza; no les gusta que los usen para hacer experiencia, ni para dar espectáculo; al contrario, les place instruir a aquellos que los interrogan sin segundas intenciones; los Espíritus ligeros, que se divierten por todo, van a todas partes y de preferencia adonde encuentran ocasiones para mistificar; los Espíritus malos son atraídos por los malos pensamientos, y por malos pensamientos es preciso entender todos aquellos que no estén de conformidad con los preceptos de la caridad evangélica. En toda reunión, por lo tanto, cualquiera que cultive sentimientos contrarios a estos preceptos, trae consigo a Espíritus deseosos de sembrar la perturbación, la discordia y la malquerencia.

La comunión de pensamientos y de sentimientos hacia el bien es por eso una condición de primera necesidad, y esta comunión no puede encontrarse en un medio heterogéneo donde tendrían acceso las pasiones inferiores del orgullo, de la envidia y de los celos, pasiones que siempre se delatan por la malevolencia y por la acrimonia del lenguaje, por más espeso que sea el velo con que se busque encubrirlas; es el abecé de la ciencia espírita. Si queremos cerrar la puerta de este recinto a los Espíritus malos, primero cerremos a éstos la puerta en nuestros corazones, y evitemos en nosotros todo lo que pueda darles motivo. Si algún día la Sociedad se vuelve víctima de Espíritus embusteros, lo será si ellos fueren atraídos a la misma; ¿por quién? Por aquellos en los que encontrasen eco, porque sólo van adonde saben que serán escuchados. Conocemos el proverbio: Dime con quién andas y te diré quién eres; podemos parafrasearlo de la siguiente manera con relación a nuestros Espíritus simpáticos: Dime lo que piensas y te diré con quién andas. Ahora bien, los pensamientos se traducen en actos; por lo tanto, si se admite que la discordia, el orgullo, la envidia y los celos sólo pueden ser inspirados por Espíritus malos, cualquiera que traiga aquí elementos de desunión, habría de suscitar dificultades, revelando por esto mismo la naturaleza de sus satélites ocultos, y no podríamos sino lamentar su presencia en el seno de la Sociedad. Dios permita que esto nunca suceda –así lo espero–, y con la asistencia de los Espíritus buenos, si sabemos volvernos favorables a éstos, la Sociedad se consolidará, ya sea por la consideración que hubiere merecido como por la utilidad de sus trabajos. Si únicamente tuviéramos en vista hacer experiencias de curiosidad, la naturaleza de las comunicaciones sería casi indiferente, porque sólo las tomaríamos por lo que ellas representan; pero como en nuestros estudios no buscamos divertirnos, ni al público, lo que nosotros queremos son comunicaciones verdaderas; para esto necesitamos la simpatía de los Espíritus buenos, y esta simpatía solamente es adquirida por aquellos que alejan a los malos en la sinceridad de su alma. Decir que jamás se hayan inmiscuido Espíritus ligeros entre nosotros, gracias a algunos puntos débiles, parecería demasiado presuntuoso y sería como pretender la perfección; inclusive los Espíritus superiores lo permiten, a fin de experimentar nuestra perspicacia y nuestro cuidado en la búsqueda de la verdad; pero nuestro juicio debe ponernos en guardia contra las trampas que pueden tendernos, y nos da en todos los casos los medios para evitarlas.

El objeto de la Sociedad no sólo consiste en la investigación de los principios de la ciencia espírita; va más lejos: también estudia sus consecuencias morales, porque es sobre todo en éstas que encuentra su verdadera utilidad.

Nuestros estudios nos enseñan que el mundo invisible que nos rodea influye constantemente sobre el mundo visible; ellos nos lo muestran como una de las fuerzas de la Naturaleza; conocer los efectos de esta fuerza oculta que nos domina y nos subyuga sin darnos cuenta, ¿no es tener la clave de más de un problema, como también la explicación de una multitud de hechos que pasan desapercibidos? Si esos efectos pueden ser funestos, conocer la causa del mal ¿no es tener el medio de preservarse al respecto, así como el conocimiento de las propiedades de la electricidad nos ha dado el medio de atenuar los efectos desastrosos del rayo? Si entonces sucumbimos, no podremos quejarnos sino de nosotros mismos, porque no tendremos la ignorancia como excusa. El peligro está en el dominio que los Espíritus malos ejercen sobre los individuos, y este dominio no es solamente funesto desde el punto de vista de los errores de principios que pueden propagar, sino también desde el punto de vista de los intereses de la vida material. La experiencia nos enseña que un individuo jamás queda impune cuando se abandona a la dominación de ellos, porque sus intenciones nunca pueden ser buenas. Una de sus tácticas para alcanzar dichos fines es la desunión, porque saben muy bien que dominarán fácilmente al que esté privado de apoyo; así, cuando ellos quieren ejercer dominio sobre alguien, su primer cuidado es siempre inspirarle la desconfianza y el alejamiento de cualquiera que pueda desenmascararlos con el esclarecimiento de consejos sanos; una vez ganado el terreno, pueden fascinarlo a voluntad con promesas seductoras y subyugarlo adulándole sus inclinaciones, aprovechando con esto todos los puntos débiles que encuentren, para después hacerle sentir mejor la amargura de las decepciones, herirlo en sus afectos, humillarlo en su orgullo y a menudo elevarlo solamente por un instante para luego precipitarlo desde más alto.

Señores, he aquí lo que nos muestran los ejemplos que se desdoblan ante nuestros ojos a cada instante, tanto en el mundo de los Espíritus como en el mundo corporal, ejemplos que podemos aprovechar para nosotros mismos, mientras que también buscamos volverlos provechosos para los otros. Pero se dirá, ¿no atraeréis a Espíritus malos al evocar a hombres que han sido lo peor de la sociedad? No, porque nunca sufrimos su influencia. Hay peligro cuando es el Espíritu que se IMPONE; jamás cuando nos IMPONEMOS al Espíritu. Ya sabéis que esos Espíritus no vienen a vuestro llamado sino constreñidos y forzados, y que en general se sienten tan incómodos en nuestro medio que siempre tienen prisa por irse. Su presencia es para nosotros un estudio, porque para conocer es necesario ver todo; el médico sólo llega al apogeo del conocimiento cuando sonda las llagas más purulentas; ahora bien, esta comparación del médico es muy justa, ya que sabéis cuántas llagas nosotros hemos cicatrizado y cuántos sufrimientos hemos consolado; nuestro deber es el de mostrarnos caritativos y benevolentes para con los seres del Más Allá, como para nuestros pares.

Señores, personalmente gozaría de un privilegio inaudito si estuviese al abrigo de la crítica. Nadie queda en evidencia sin exponerse a los dardos de aquellos que no piensan como nosotros. Pero hay dos especies de crítica: una que es malévola, acerba, envenenada, donde la envidia se traiciona a cada palabra; la otra, que tiene como objetivo la búsqueda sincera de la verdad, posee procedimientos completamente diferentes. La primera no merece respuesta: nunca me preocupé al respecto. Únicamente la segunda es discutible.

Algunas personas han dicho que yo iba demasiado rápido en las teorías espíritas; que el tiempo para establecerlas no había aún llegado y que las observaciones no eran lo bastante completas. Permitidme algunas palabras al respecto.

Dos cosas deben ser consideradas en el Espiritismo: la parte experimental y la parte filosófica o teórica. Haciendo abstracción de la enseñanza dada por los Espíritus, pregunto si, en mi nombre, no tengo el derecho –como tantos otros– de elucubrar un sistema de filosofía. El campo de las opiniones, ¿no está abierto a todo el mundo? ¿Por qué, entonces, yo no podría dar a conocer el mío? Cabe al público juzgar si dicho sistema tiene o no sentido común. Pero esta teoría, en lugar de darme algún mérito –si mérito existe–, yo mismo declaro que emana completamente de los Espíritus. –De acuerdo –dicen–, pero estáis yendo demasiado lejos. –Aquellos que pretenden dar la clave de los misterios de la Creación, revelando el principio de las cosas y la naturaleza infinita de Dios, ¿no van más lejos que yo, que declaro, en nombre de los Espíritus, que no es dado al hombre ahondar estas cosas sobre las cuales sólo se pueden establecer conjeturas más o menos probables? –Estáis yendo demasiado rápido. –¿Sería un error haber precedido a ciertas personas? Además, ¿quién las impide de andar? –Dicen que los hechos no han sido aún suficientemente observados. –Pero si yo, con o sin razón, creo haberlos observado lo suficiente, ¿debo esperar por el capricho de los que quedaron atrás? Mis publicaciones no le bloquean el camino a nadie. –Puesto que los Espíritus están sujetos a equivocarse, ¿quién os garantiza que aquellos que os enseñaron no se engañaron? –En efecto, he aquí toda la cuestión, porque objetarnos precipitación es demasiado pueril. ¡Pues bien! Debo decir en qué se fundamenta mi confianza en la veracidad y en la superioridad de los Espíritus que me han instruido. Primero diré que, según sus consejos, yo no acepto nada sin examen y sin control; únicamente adopto una idea cuando ella me parece racional, lógica, que esté de acuerdo con los hechos y con las observaciones, y si nada de serio viene a contradecirla. Pero mi juicio no podrá ser un criterio infalible; el consentimiento que he encontrado por parte de una multitud de personas más esclarecidas que yo, constituye mi primera garantía; encuentro otra, no menos preponderante, en el carácter de las comunicaciones que me han sido dadas desde que me ocupo con el Espiritismo. Puedo decir que dichos Espíritus superiores nunca han dejado escapar una única palabra contraria al bien, un único signo, como siempre lo hacen los Espíritus inferiores –que con esto se delatan–, incluso los más astutos; jamás han intentado dominar; nunca han expresado consejos equivocados o contrarios a la caridad y a la benevolencia; jamás han dado prescripciones ridículas. Lejos de esto; en aquellos sólo he encontrado grandes, nobles y sublimes pensamientos, exentos de pequeñez y de mezquindad; en una palabra, las relaciones que han entablado conmigo, desde las menores hasta las mayores cosas, siempre han sido las mejores, y si hubiera sido un hombre que me hablase eso, lo hubiese considerado el mejor, el más sabio, el más prudente, el más moral y el más esclarecido. Señores, aquí están los motivos de mi confianza, corroborada por la identidad de la enseñanza dada a una multitud de otras personas, antes y después de la publicación de mis obras. El futuro dirá si estoy o no con la verdad; a la espera de esto, pienso que he ayudado al progreso del Espiritismo al aportar algunas piedras a su edificio. Mostrando que los hechos pueden fundamentarse en el razonamiento, habré contribuido para hacerlo salir de la senda frívola de la curiosidad, para hacerlo entrar en la senda seria de la demostración, la única que puede satisfacer a los hombres que piensan y que no se detienen en la superficie.

Termino, señores, con un breve examen de una cuestión de actualidad. Algunos hablan que otras Sociedades quieren hacer rivalidad con la nuestra. Dicen que una ya cuenta con 300 miembros y que posee importantes recursos financieros. Prefiero creer que no sea una fanfarronería, que sería tan poco halagadora para los Espíritus que la hayan suscitado como para aquellos que hayan hecho el eco. Si fuere una realidad, nosotros la felicitaremos sinceramente, desde que la misma obtenga la necesaria unidad de sentimientos para desbaratar la influencia de los Espíritus malos y para consolidar su existencia.

Ignoro completamente cuáles son los elementos de la Sociedad o de las Sociedades que dicen querer formar; por lo tanto, no haré más que una observación general.

Hay en París y alrededores una multitud de reuniones íntimas –como antaño lo era la nuestra– en que las personas se ocupan más o menos seriamente de las manifestaciones espíritas, sin hablar de los Estados Unidos, donde se cuentan por millares. Conozco algunas en que las evocaciones se hacen en las mejores condiciones y adonde se obtienen cosas muy notables; es la consecuencia natural del número creciente de médiums que se desarrollan en todas partes, a pesar de los sarcasmos; y cuanto más avancemos, más se multiplicarán esos Centros. Formados espontáneamente por elementos muy poco numerosos y variables, tales Centros nada tienen de fijo ni de regular, y no constituyen Sociedades propiamente dichas. Para una Sociedad regularmente organizada son necesarias condiciones de vitalidad muy diferentes, en razón del propio número de miembros que la componen, de la estabilidad y de la permanencia. La primera de todas es la homogeneidad en los principios y en la manera de ver. Toda Sociedad formada por elementos heterogéneos lleva en sí misma el germen de su disolución; podemos considerarla como nacida muerta, sea cual fuere su objeto: político, religioso, científico o económico. Una Sociedad Espírita requiere otra condición si es que desean obtener allí comunicaciones serias: la asistencia de los Espíritus buenos; si dejan a los Espíritus malos asumir la situación, no obtendrán más que mentiras, decepciones y mistificaciones; este es precio de su propia existencia, ya que los malos serán los primeros agentes de su destrucción; éstos habrán de minar a la Sociedad poco a poco, si es que no la destruyen de entrada. Sin homogeneidad no habrá de manera alguna comunión de pensamientos, y por lo tanto nada de calma ni de recogimiento posibles; ahora bien, los Espíritus buenos sólo vienen cuando se encuentran estas condiciones; ¿cómo encontrarlas en una reunión cuyas creencias son divergentes, donde inclusive ni algunos miembros creen y, por consecuencia, donde domina sin cesar el espíritu de oposición y de controversia? Ellos sólo asisten a los que quieren fervorosamente esclarecerse hacia el bien, sin segundas intenciones, y no para satisfacer una vana curiosidad. Querer formar una Sociedad Espírita fuera de estas condiciones, será dar prueba de la más absoluta ignorancia de los principios más elementales del Espiritismo.

¿Somos entonces los únicos capaces de reunir dichas condiciones? Sería lamentable y bien ridículo pensar así. Lo que nosotros hemos hecho, otros seguramente pueden hacerlo. Por lo tanto, que otras Sociedades se ocupen de trabajos iguales a los nuestros, que prosperen y se multipliquen mejor que nosotros, mil veces mejor, porque será una señal de progreso en las ideas morales; sobre todo mucho mejor si fueren bien asistidas y si tuvieren buenas comunicaciones, porque no tenemos la pretensión de ser los únicos privilegiados al respecto. Como sólo tenemos en vista nuestra instrucción personal y el interés de la ciencia, que nuestra Sociedad no tenga ningún pensamiento de especulación, ni directo ni indirecto, que no apunte ninguna visión ambiciosa y que su existencia no repose de forma alguna sobre una cuestión de dinero; que las otras Sociedades sean para nosotros como hermanas, y no competidoras; si fuésemos envidiosos, probaríamos con esto que somos asistidos por Espíritus malos. Si una de ellas se forma con el propósito de crear una rivalidad y con la intención oculta de suplantarnos, revelaría por su propio objetivo la naturaleza de los Espíritus que presidieron su formación, porque este pensamiento no sería bueno ni caritativo, y los Espíritus buenos no simpatizan con los sentimientos de odio, de envidia y de ambición.

Además, nosotros tenemos un medio infalible para no temer ninguna rivalidad; es san Luis quien nos lo ha dado: que entre vosotros se comprenda y se ame, nos ha dicho. Por lo tanto, trabajemos para comprendernos; luchemos al lado de los otros, pero luchemos con caridad y con abnegación. Que el amor al prójimo esté inscripto en nuestra bandera y que sea nuestra divisa; con esto arrostraremos los sarcasmos y la influencia de los Espíritus malos. En este terreno es mejor que nos igualen, porque serán hermanos que se nos acercan; entretanto, siempre depende de nosotros no ser sobrepasados.

Pero –dirán– tenéis una manera de ver que no es la nuestra; no podemos simpatizar con principios que no admitimos, porque nada prueba que estéis con la verdad. A esto responderé: Nada prueba que vosotros estéis más con la verdad que nosotros, porque todavía dudáis, y la duda no es una doctrina. Podemos diferir de opinión sobre puntos de la ciencia sin que nos ofendan y sin que nos tiren piedras, lo que incluso sería muy poco digno y muy poco científico. Investigad entonces por vuestro lado, como nosotros investigamos por el nuestro; el futuro dará la razón a quien tenga derecho. Si hubiere alguna equivocación de nuestra parte, no tendremos el tonto amor propio que se aferra a las ideas falsas; pero hay principios en los cuales tenemos la certeza de que no nos equivocamos: el amor al bien, la abnegación, la abjuración de todo sentimiento de envidia y de celos; estos son nuestros principios, y con esos principios podemos siempre simpatizar sin comprometernos; es el lazo que debe unir a todos los hombres de bien, sea cual fuere la divergencia de sus opiniones: sólo el egoísmo pone entre ellos una barrera infranqueable.

Señores, tales son las observaciones que he creído un deber presentaros al dejar las funciones que me hubisteis confiado; agradezco del fondo del corazón a todos aquellos que han tenido a bien darme testimonios de simpatía. Pase lo que pase, mi vida está consagrada a la Obra que emprendimos, y seré feliz si mis esfuerzos pueden ayudar a hacerla entrar en la senda seria que es su esencia, la única que puede asegurar su futuro. El objetivo del Espiritismo es el de mejorar a los que lo comprenden; tratemos de dar el ejemplo y de mostrar que, para nosotros, la Doctrina no es una letra muerta. En una palabra, seamos dignos de los Espíritus buenos, si queremos que los Espíritus buenos nos asistan. El bien es una coraza contra la cual siempre han de quebrarse las armas de la malevolencia.

ALLAN KARDEC